Por Fernando Bogado
Corbatas. Mi vida siempre estuvo filtrada por las corbatas. Y no es que quiera llevar la contra fácilmente, pero en honor a la verdad, de las muchas remeras de rock que puedo mencionar (en mi haber, tiradas, estropeadas, vistas en el cuerpo de alguna chica en algún recital, admiradas en la distancia de alguna rockería de barrio) se impone siempre, primero, la fuerza de una corbata en particular frente a esa marejada de remeras negras con el logo de The Cure, El Otro Yo, Blondie, Mötorhead, Jimi Hendrix o, inclusive, la polémica remera blanca que uso de vez en cuando y que reza “ai, se eu te pago (em Florianopolis)”, guiño menemista en plena década ganada que suena a pasado pudiente, burla pequebur o, en mi caso, burlón gestito punk -eso me gustaba de The Ramones, por caso, de Dee Dee y Johnny, sobre todo; eso de usar remeras de Disney y cagarse en todo-.
Corbata. Porque era una. La corbata con la cara de John Lennon en blanco y negro la compré específicamente a mis quince años con el objetivo de asistir a las muchas fiestas que por esa época se reproducían anárquicamente, buscando el clásico toque que me distinguía de la muchedumbre y, al mismo tiempo, me permitía establecer un rango de referencias posible para algún proyecto de novia adolescente que pudiera estar por ahí, dando vueltas –cosa imposible: llegó a los 20 y con la única cosa que me separaba del ostracismo y la soledad más absoluta: la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA-.
La cara de Lennon era la de Let It Be, la calidad no era la mejor, correspondía a ese container imaginario que se mencionaba al pasar por los adultos cuando hablaban de las importaciones que llevaba adelante Pepe Parada, mítica figura que luego sería recordada por su hermano al confesar en los carteles de la vía pública que el tacto rectal hubiera salvado al querido Pepe.
Asistí a varias fiestas de quince con esa corbata. El primer cigarrillo que fume, antes de empezar a fumar de verdad -digamos, al año siguiente-, fue prendido en una fiesta de quince de una mina que hace una infinidad de años que no veo. Yo estaba con esa corbata y el molesto gel y la recomendación de mamá de que le ponga onda a la cuestión y no me quede sentado toda la fiesta haciendo nada. Cuando prendí ese cigarrillo en la antesala de la fiesta, dentro del salón, ya sentado y esperando la llegada de la cumpleañera, encendí un escándalo: muchos de mis compañeros presentes censuraron más temprano que tarde mi comportamiento, aduciendo de que yo era “Bogado”, el traga, el chico bueno, el posible cura y lector de la segunda lectura en cada misa (el catolicismo me pegó mal: ¿qué hace un chico de clase media-media con sus padres recién divorciados y una fama de virgo irrefrenable? En una escuela católica de San Martín, perfila para cura, sépanlo).
Ese día me aburrí como siempre, comí como pude, no volví a fumarme otro cigarrillo y me absorbí en la mirada de las chicas asistentes, todas hermosas, todas ocultando la posibilidad de un guiño cómplice, de un “a mí me encantan los Beatles, qué buena corbata”, de un “mañana te invito a tomar un café con leche y a hablar de historietas, de Borges y Cortázar, a escuchar un disco, a contarte un secreto, a pasear, a salir de San Martín y las fábricas y la cumbia sonando a todo lo que da, mañana te invito a conocernos”. Ya dije que nunca pasó, pero bueno, insisto, nunca pasó.
Crecí y las cosas fueron más amables. Me amigué con ese mundo que rechazaba (sobre todo, cuando conocí a la gente que escuchaba a los Beatles y venía con su biblioteca de mamá y papá todavía casados encima, con su falta de piel, con su distancia y pose), aprendí a celebrar la unión no-sintética de ambos mundos, el de las cosas que leía y el de las cosas que vivía, y, claro está, descubrí lo que es amar a alguien que no sea un mero producto de mi imaginación de quinceañero: alguien real, con sus momentos poco encantadores incluidos. Me alejé de dios como me alejé de John (como me alejé, un poco, de Borges y Cortázar, también): de un día para el otro, con otras lecturas y otras músicas, pero siempre aprendí a respetar la forma que habían impreso ambas influencias en lo que escribía y pensaba. De cualquier momento de la vida siempre se pueden sacar cosas: esa obviedad también la aprendí.
La corbata de Lennon no la perdí, estrictamente: la debo haber dejado en mi casa, cuando me mudé sólo, en algún placard o en algún cajón ahora abandonado, con cosas de mi infancia, de mi adolescencia, como esas carpetas llenas de recortes y de los cartoncitos de los muñecos de Spider-Man y los X-Men que guardaba (y guardo). Tengo una corbata con loros que me regaló hace mucho tiempo mi tío, una que dejó de usar porque ya no daba.
Me gustan los loros: dan que pensar.
A veces me parece que todos ellos, así, en esa corbata amarilla, cantan todo el día alguna canción de Lennon, como una marcha fúnebre, para celebrar a la corbata que no está entre las demás corbatas, como yo a veces me cuelgo y pienso y celebro a esa cáscara, a ese Bogado que se me va como la mayor parte de las cosas del pasado, perdidas en un lugar sin nombre al que no pienso volver.//∆z
Fernando Bogado (Buenos Aires, 1984). Es escritor, periodista y docente. Publicó los libros La paz desnuda (2007), Patria (2009) y varias plaquetas de poesía. Recientemente, acaba de salir Jazmín paraguayo. Poesía 2014-2006, libro que reúne toda su producción poética hasta la fecha. Colabora en Radar de Página 12, Le Monde Diplomatique y la revista Acción. Produce el segmento de libros de Todo tiene un límite (Blue 100.7) y es guionista del programa Infernet (La Tribu 88.7). Es docente en la cátedra de Teoría y Análisis Literario “C” de la UBA y en diversas instituciones de nivel medio. Dirige la editorial Punto Muerto y lleva adelante con Gabo y Oscar Cuman el ciclo Tercer Jueves desde 2011. Aprendió a hacerse el nudo de la corbata en el período 2013-2014.
@letristefebo / www.fernandobogado.com
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