Ambientada en un inverosímil infierno menemista, una novela pobre y errónea para los amantes del género negro.

Por Sebastián Rodríguez Mora

“–Sobre todo novelas negras –decía-. Te leés diez policiales y te podés ahorrar El Estado y la Revolución de Vladimir Illich. Otras diez novelas y ya podés pasar de Los cuadernos de la cárcel, de Gramsci. El género negro es la mejor formación política para estos tiempos.” Los escritores de izquierda sufren en el siglo XXI de dos patologías arraigadas en los movimientos políticos que los representan: nostalgia y paranoia. La nostalgia por un mundo más sencillo de interpretar, donde los buenos en realidad eran Los Malos De Verdad. Los últimos treinta años gritan que la guerra la ganaron estos últimos. La nostalgia entonces opera en clave de resistencia –concepto caro a la tradición revolucionaria- pero con un giro gnoseológico triste: resistirse a lo Real, leer el mundo  como una gran novela negra, donde los malos son malos y los buenos, nosotros.

La cita anterior proviene de la voz de El Chato, un Rambo del PRT devenido periodista en los noventas, asesinado por sicarios conurbanos. Darío, ex niño reventado y rescatado por El Chato, lo encuentra y comienza su periplo protagónico por una Buenos Aires que por momentos es disfrazada con otros nombres para proteger el anonimato de quién sabe qué o quiénes. Una nota confusamente aclaratoria al final de la edición parece hacer mención a ello. Su madre está en el manicomio, demenciada –oh, causalidad- por un cuadro paranoico. Lo único que se obtiene como conclusión es que Kike Ferrari y Juan Mattio vivieron experiencias fuertes, injustas, sufrieron de cerca la corrupción del manto menemista, ese pasado inolvidable y sufrido en la historia cultural argentina. Al parecer una chica adolescente desaparece víctima de las redes de trata, a la par del desarrollo del caso María Soledad Morales. Una familia inglesa y rica en el medio, con su costumbre de servilizar a los pobres. También hay unas fábricas tomadas por sus obreros comprometidos y un Estado persecutorio que apalea a las buenas personas con la Gendarmería. Desde ya que las intendencias de los partidos del Gran Buenos Aires son nidos del Mal, la Policía una mafia. Los malos donde tienen que estar, los buenos de este lado, resistiendo la maldad superpoderosa. De todo esto, la novela no resolverá nada en lo absoluto.

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“Pienso en que lo único que yo no tengo es esperanza. Ni la tenía Chato. Vivo entre la desesperación y la desesperanza. Resistencia. Paranoia.” Quizás allí esté el único pasaje digno de ser leído en Punto Ciego. Es interesante saber bajo qué condiciones de lectura esta novela fue editada. Dejando de lado los graves errores en la corrección que inundan todo el volumen, podría justificarse la pobreza argumentativa y peor resolución de la trama en que la novela negra como género está en franca decadencia. Tuvo su primer esplendor con Raymond Chandler y Dashiell Hammett, pero jamás logró deshacerse del estigma folletinero, de literatura menor. Sus representantes actuales en lengua castellana parecen haber hecho descender el género a la misma categoría donde están el aeromodelismo y la numismática. La novela negra es en su origen un síntoma de la frustración norteamericana ante los triunfadores del capitalismo. El Estado es representado por la Policía, que es más un aparato moral antes que uno represor y panóptico. En resumen, es un personaje secundario más, porque el plot, el argumento (que luego heredó tan bien el cine hollywoodense) pasa por los individuos que se enfrentan a otros más poderosos y desquiciados. Westerns urbanos, donde la desolación es más interna que paisajística.

En Punto Ciego, el Estado es el enemigo, es un Kraken con la cabeza del presidente riojano y los ojos en llamas que come mujeres prostituidas por la fuerza, condimentadas con cocaína y balas mientras ríe con carcajadas que generan indigencia en los barrios llenos de gente inocente y buena. Darío es un periodista, es el portador de la Verdad, escribe en Página 12 para denunciar, es perseguido por grupos de tareas y se tirotea con ellos, toma cerveza y cocaína todo el tiempo pero para aguantar, para seguir peleando por los buenos. Pierde. No resuelve nada. Sacan turno para patearlo. Es, quizás, el protagonista de una historia que los periodistas quisieran poder vivir en carne propia alguna vez, inflamados de aburrimiento. Quién no quisiera ser Walsh por un rato. Pero el enemigo es ese: el aburrimiento, la abulia de un mundo sin Malos de Verdad al alcance de la palabra armada. Allí está el origen de toda nostalgia, en ese dolor de ya no ser, el fierro oxidado en un cajón.

¿Pará qué sirve una novela denunciatoria sin nombres propios ni localidades reales? ¿Sueñan los escritores de izquierda con novelas negras que valgan la pena? A fin de cuentas, a nadie le importa.//z