Mañana tendrá lugar la quinta edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, que reúne algunos de los más destacados libros de relatos que se publicaron en Latinoamérica el año pasado. A continuación, los cinco nominados.

 Las tormentas (Entropía, 2017Argentina), de Santiago Craig  

Varios escritores son un rumor, un pequeño bullicio. Deambulan de boca en boca, se los trafica. Un equis le dice a otro equis: “lee a este equis, te va a volar la cabeza”. Y así la rueda empieza a girar. Hasta que en un momento, su nombre empieza a trascender. Hablando en criollo: se hace conocido. Eso le pasó -palabras más, palabras menos- a Santiago Craig. Las tormentas es el gran culpable. Son ocho historias, que, en algún punto, educan, alimentan a los lectores y, claro, a los escritores. ¡Los finales! ¿Qué decir? Craig, cada vez que termina un relato, genera la amalgama de una vivencia y un “algo” difícil de discernir. Es un catálogo de sentimientos que con el correr de los días varía. El ejemplo es “Formosa”, la historia que abre el libro. Basta de palabrerío, en algunos casos es necesario ceder la palabra y que otra voz explique por qué hay que leer determinado libro. El escritor cordobés Luciano Lamberti aceptó el desafío: “A Las tormentas habría que leerlo porque es un libro raro, es decir, un libro que se destaca de la producción común de la nueva literatura argentina. Y el hecho de que sea raro no es, en este caso, expulsivo (si es que existe esa palabra), no nos deja afuera como lectores, todo lo contrario: nos introduce amablemente en su rareza y nos lleva amablemente a lugares extraños. ¿Cómo lo logra? De diferentes formas, pero sobre todo a través de un lenguaje profundamente poético y también de una mirada poética, y por último de una forma poética de terminar las historias, en lugares enigmáticos y densos. Los cuentos funcionan como un policial al revés: en vez de develar el enigma, lo alimentan página a página y lo terminan soltando frente a nosotros. Y es raro, por último, por la mezcla de tradiciones que lo sustentan, de las que el libro picotea sin entregarse a ninguna, y en las que están Cortázar, Wilcock, Di Benedetto y muchos otros.” Nada que agregar. Lamberti dijo todo. Joel Vargas

Hay días en que estamos idos (Seix Barral, Planeta, 2017 – Colombia), de Andrés Mauricio Muñoz  

“Descubrí que, entre los entresijos de esa cotidianidad, aparentemente llana, insustancial, había una serie de abrumos, frustraciones y aflicciones que de alguna manera sorteábamos”, afirmó Andrés Mauricio Muñoz en diálogo con El Espectador. Nacido en 1974 en la región de Popayán, Colombia, su estilo se enmarca dentro de los narradores que se inmiscuyen en las grietas del trajín cotidiano hasta llegar a los cimientos más profundos. Ingeniero de profesión -quizás allí radique su interés por la construcción subterránea-, su prosa remite a autores norteamericanos como Raymond Carver o John Cheever, autores que se caracterizaron por contar problemáticas en apariencia mundanas, comunes y corrientes que escondían un trasfondo de una densidad dramática profunda. En “La mata, la matica”, uno de los cuentos incluido en el libro de Muñoz seleccionado como finalista del Premio García Márquez, esto se ejemplifica a la perfección. El narrador es un padre de familia que lleva todos los fines de semana a su hijito varón a jugar al fútbol. Ambos, junto con su esposa, tendrán la aparentemente sencilla tarea de cuidar una planta durante unas semanas. Una especie de combustible para fomentar el trabajo grupal en los niños del equipo. Los pensamientos del padre irán llevando los hilos del relato, al punto tal de incluir flashbacks y monólogos internos de una profundidad sórdida. El giro del final, pese a estar al límite con la moraleja, es de una pulcritud notable ya que no peca de descripciones o figuras lingüísticas excesivas. Lo justo y necesario. El escritor, ganador de varios premios y también amante de la novela negra y el policial (fundó la revista Aceite de Perro), es un firme candidato a partir de un estilo minimalista que intenta perfilar los dramas perpetuos de la existencia. Pablo Díaz Marenghi

En el último trago nos vamos (Tusquets, 2017 – Argentina), de Edgardo Cozarinsky

Cerca de cumplir ochenta, con una vida nómada y dedicada plenamente a la cultura en varias de sus facetas -cine y teatro incluidas-, la producción literaria de Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) fue volviéndose copiosa en estos últimos años. Habían pasado casi quince desde su primer libro de ficción, Vudú Urbano (1985), prologado por Susan Sontag, cuando –después de una internación prolongada por complicaciones de salud- dijo sentir que el tiempo se le escapaba y que era hora de sentarse a escribir, un mandato que también, y como cuenta en uno de los relatos de Tres fronteras (2006), le había legado antes de morir su amigo y escritor sin obra Alberto Tabbia.

A veces las deudas personales empiezan a saldarse después de un llamado de atención, y Cozarinsky se embarcó entonces, a partir de la publicación de La novia de Odessa (2001), en un proyecto -no es casual la palabra- que fue desplazando de su vida al cine, su otro lenguaje. Ese segundo (primer) libro es un conjunto de relatos que, visto a la distancia, dialoga y se complementa con toda su producción posterior, que trae en En el último trago nos vamos otro catálogo de historias que transcurren en distintas épocas y locaciones, desde Camboya y Rusia hasta Paris, Nueva York y, por supuesto, Buenos Aires. La de antes, la que Cozarinsky, aunque lo niegue enfáticamente en cada entrevista, narra con cierta nostalgia inevitable.

En su obra, la mirada corrida de lo contemporáneo tiene que ver en parte con una prosa y un estilo que se alejan de la construcción tallerista de cierta literatura actual, que en algún momento, en una especie de coloquio al que nadie fue invitado, determinó que el lenguaje seco y parco y que el enfoque puesto en la tensión y lo no dicho son la manera correcta de hacer las cosas.

Quizás partiendo de los hechos de que Cozarinsky sea fundamentalmente un lector clásico (en una entrevista dijo que últimamente no lee nada posterior al siglo XIX), y de que su educación sentimental se haya moldeado con el cine de los ’40 o ’50, se pueda encontrar una posible explicación para que en la mayoría de sus relatos los personajes estén activos, se muevan, piensen y digan mucho y no le teman a los espacios abiertos, a la calle, los bares o la noche. Eso, en una época de ficciones y vidas reales de encierro y sedentarismo, funciona también como un islote de tierra firme para todos los que hemos quedado atravesados por el cambio de siglo. Para los que vemos con espejo retrovisor que el cordón que une a las dos épocas no termina de cortarse y que este nuevo mundo, a falta de mejores analogías, se mueve en exceso de velocidad con carrocerías lustradas y conductores artríticos. Alejo Vivacqua

 Terriers (Montacerdos y Hueders, 2017 – Chile), de Constanza Gutiérrez

Si Muñoz trabajaba sobre la cotidianidad y sus cimientos, la joven escritora chilena Constanza Gutiérrez (1990) apela a lo no dicho. Mediante la mixtura de diferentes registros (crónica, diario íntimo o de viaje) provoca lecturas de su contemporaneidad pero apelando, también, a lo sensorial, a lo emotivo y a la explicación mínima. Los cuentos de Terriers son una prueba cabal de esto. Por ejemplo, en “Chiquita linda” cuenta fragmentos de un viaje entre una madre y una hija. Primer dato importante: los que cuentan siempre son niños. En este caso, la narradora, inocente y algo malhumorada, es una joven que bien podría ser un alter ego de la autora. Del mismo modo se cuelan reflexiones en torno al género, a la geografía y al espacio. Como en “Arizona”, en donde se recrean (en la voz de un niño) las afueras de Santiago, polvorientas y peligrosas. La prosa de Gutiérrez es microscópica en sus descripciones y en las imágenes que le plantea al lector. A la vez que es permeable al argot (“Maricón culeao”, “Era verdá, ¿ah?”). Las relaciones familiares pululan por estos relatos aunque no de un modo carveriano. Más bien, con tintes de comedia negra y una óptica etnográfica. En cada relato los espacios, y los lazos que establecen entre las personas, son fundamentales. En una entrevista lo explica: “Llevo siete años viviendo en Santiago y todavía no se me ocurren cuentos que pueda localizar aquí. Mi imaginario todavía es muy campesino. Las historias que se me ocurren siempre remiten a la vida que viví en regiones. Y encuentro bacán tener esta mirada, en este lugar. Ahí reside el valor que puede tener mi literatura”. Quizás su estilo sea más cercano a la acidez corrosiva de excelsos cuentistas como Flannery O’Connor o Richard Yates. La trama permite, a la vez, leer una época que la autora supo vivir y transmutar en su literatura. El germen de dicha manera de narrar ya se encontraba presente en Incompetentes (2014), su primera novela, en donde cuenta la historia de unos jóvenes que toman su colegio y se resisten a abandonar la medida de fuerza. Esto se hermana con el núcleo de estos relatos: una pulsión punk que oscila entre la inocencia, la nostalgia, la irreverencia y la desesperación. Pablo Díaz Marenghi

Nadie es tan fuerte (Modesto Rimba, 2017, Argentina), de Pablo Colacrai

La elección de un epígrafe no es algo inocente. Está puesto ahí por algo. Sirve como un ordenador de lectura, y hasta es un disparador.  A partir de ese extracto ¿ajeno? al libro, el lector hace conexiones. Lo enmarca en determinada tradición literaria. Esto no es nada nuevo, pero es bueno recordarlo. El cordobés Pablo Colacrai, en Nadie es tan fuerte, su último libro de cuentos, eligió a Paul Auster: “¿Qué hombre es bastante fuerte como para rechazar la posibilidad de la esperanza?”. Es conocido el universo narrativo del autor neoyorkino, donde la derrota es el hambre y el motor narrativo. Colacrai intenta, quiere y, quizás, desea que se lo lea desde esa premisa. Nadie es tan fuerte por momentos se torna repetitivo. Hay un cierto aire a esto ya lo leí en algún otro lugar. Está plagado de historias sobre la ausencia, melancolía, desazón y todos los sinónimos que se les ocurra de esa familia de sentimientos. A lo largo de las páginas se libra una competencia para ver cuál es la palabra más acertada para definir lo que uno está leyendo. Vale la pena destacar cómo Colacrai encuentra una extraña belleza en la cotidianidad: en la conversación con el ferretero en “Anidar”, uno de los cuentos más destacados del volumen, por ejemplo. Esa es una tarea difícil de hacer, ahí está lo que lo distingue. Joel Vargas