En el marco de sus muestras temporarias, el Museo Nacional de Bellas Artes echa luz sobre una figura clave pero no tan recordada de la pintura rioplatense.
Por Gabriel Reymann
Sea desde el ángulo de aproximación biográfico, o bien desde el netamente artístico, hay una pregunta común a quien se acerque a la muestra del pintor uruguayo: ¿quién fue Pedro Figari? La respuesta puede ser escurridiza.
Figari (1861-1938, Montevideo) fue abogado, político, periodista y filósofo. En todas esas disciplinas se destacó, y es en especial recordado en su Uruguay natal por su labor en la abogacía. No se dedicó de lleno a la pintura hasta casi sus sesenta años; previo a eso, el arte era una actividad privada sin ningún condicionamiento (ni beneficio para desarrollarla, como alguna herencia o beca) del mundo exterior.
¿Y quién fue Figari como pintor? La búsqueda de su lenguaje personal no pareció obedecer a ningún sentido de pertenencia tribal en su contexto espacio-temporal: no fue exactamente un impresionista (si bien podía tener rasgos en común con esa corriente), tampoco un fauvista; menos aún un vanguardista de las modernidades –de cuya existencia estaba al tanto e inclusive conoció en persona a algunos de sus representantes- ni en contenido ni en procedimientos.
El ordenamiento de la obra –aún en la variedad de sus tópicos- ayuda a la interiorización. El espectro temático recorre ocho núcleos, entre los que se pueden destacar los bailes, la vida primitiva, el oficio religioso y las formas de vida marginales. Ese qué decir, más allá del cómo, ya implica un posicionamiento y valor diferencial claro frente a otros artistas de su época.
Es en esas elecciones temáticas –sobre todo en lo referido a la vida de las clases populares o el bajo mundo- donde sí hacen intersección la biografía y el artista. Deteniéndose en Candombe, de la serie de los bailes de mulatos, se aprecia de primera mano buena medida de la codificación visual del artista: el lenguaje corporal de los mulatos –tan plástico como abstracto, verosímil y libre al mismo tiempo; las figuras convulsionadas, cuasi invertebradas, parecen volutas de humo, no muy disimiles de las nubes que pueblan tantos cuadros de Figari- como las decisiones cromáticas, en las cuales esos cielos moteados de lila son el verdadero centro óptico-cromático de las obras, al menos visto desde lejos.
Es la distancia y posicionamiento del ojo a la clásica manera del impresionismo la que resignifica una de las pinturas religiosas clave, Procesión entra en el templo. Situarse a unos metros permite ver a esa caravana como una pura masa de ocre, marrones y azules puntuada –o coronada- por una figura de negro y otra de rojo. El procedimiento y la intención son claramente figurativos; el resultado bordea la abstracción vía las masas cromáticas.
Seguramente allí resida la médula de la estética figariana, el color como decir. Porque si bien cada serie temática adopta sus lenguajes específicos (la serie dedicada a la vida primitiva se maneja con tonalidades más pasteles, cuasi-naif; la serie de los burdeles destaca por su vivacidad, su estridencia y sus composiciones widescreen), el hilo que une las cuentas es la ausencia de contornos, la carencia de volumen lumínico por pinceladas de minuciosa construcción del color, en una pintura engañosamente simple y rústica –desde su mismo soporte: el cartón- que rara vez se concentra en retratos individuales y elige representar sujetos colectivos.
Por su ubicación dentro de la muestra, por ser la portada del folleto que acompaña la muestra, Fantasía es la pieza central de la retrospectiva. No encaja exactamente dentro de ninguna de las series temáticas, pero es su dificultad para clasificarla estéticamente lo que la hace ocupar ese sitial de privilegio. Un paisaje bucólico de formas derretidas y paleta heterodoxa –aunque delicada-demasiado extraño para ser impresionista, demasiado tradicional para ser surrealista. No necesita acreditar, pretender ni impostar. Solo obedece a la búsqueda de la expresión personal. //∆z