Junto a añosluz editora lanzamos una antología por entregas para no olvidar el mundo. En esta edición escriben: Natalia Mardero, Sebastián Rodríguez Mora, Alexis Baros López  y Gabriela Clara Pignataro.

Foto de Gabriel Rossi

Hace largos días que vivimos encerrados. Las horas se alargan. Los días se expanden y multiplican; se clonan. La cuarentena nos genera un olvido del mundo y nos obliga a volver a aprenderlo. ¿Cómo son los espacios que comúnmente transitamos? ¿Cómo los recordamos? ¿Los recordamos? Escritoras y escritores contemporáneos, una suerte de backup del mundo, nos mantienen atados a la vida.

Acá podés leer las entregas anteriores:
Paisaje Interior #1
Paisaje Interior #2
Paisaje Interior #3
Paisaje Interior #4
Paisaje Interior #5
Paisaje Interior #6


Otra vida

Por Natalia Mardero

Viejos, ¿cómo andan? Les mando las fotos y los videos del cumple de Ari. La que se está riendo vieron lo que es, dos dientes le faltan. Gracias por mandarle las velas electrónicas. Se pasó toda la tarde jugando con eso.

Entendí bien lo que me dijeron. Tengan un poco de paciencia. Ya nos vamos a ver. Al final verse en video no está tan mal. Pero les prometo que vamos a organizar con Bea ese encuentro. Yo sé que para ustedes es importante. Esta semana no se pudo dar, entre el cumpleaños y lo que pasó el domingo.

Pensé que les había contado, pero acá Bea me dice que no. El fin de semana estuvimos limpiando un poco. Vieron que el placard del cuarto nuestro tiene unas puertas bien arriba, contra el techo; ahí va lo que no usamos y que está fuera de circulación. Ni nos acordábamos lo que había. Bea se subió a una escalera y empezó a sacar cosas y a tirarlas arriba de la cama. En eso veo que cae una bolsa de las buenas, de free shop (hacía años que no veía una). La abro y adentro estaba el álbum de fotos del casamiento. El nuestro, claro. ¡Ni me acordaba que existía! Nos pusimos a mirarlo. Pasábamos las páginas como si estuviéramos viéndonos por primera vez. Era como descubrir otra vida, la vida de otra gente, en otro mundo.

Entonces aparece Ari en el cuarto. Al principio no nos dimos cuenta, pero cuando nos preguntó qué estábamos haciendo yo sentí algo raro. Y la miré a Bea como diciendo: qué hacemos, cómo salimos de esta. Pero ella no entendió. O sí, pero ya era tarde. Ari nos lo arrancó de las manos y se lo llevó corriendo a su habitación; qué pilla, como si supiera que era algo que en el fondo no queríamos que viera. ¿Cómo qué importancia tiene? Son las fotos de sus papás, sí, pero tenemos que tener cuidado. Cómo le explicamos las que estamos con Bea en la iglesia, con toda esa cantidad de invitados, y ustedes y los otros abuelos, todos sin protección. ¿Y la fiesta? Qué locura. Dándonos besos con Bea. Mis amigos todos abrazados, sonriendo a la cámara con las corbatas de vincha; la gente amontonada bailando agarrada de las manos, compartiendo vasos, cucharas, tenedores. Narices en los cuellos, en las mejillas, las bocas que se acercaban al oído porque la música estaba muy fuerte.

Bea me dijo dejala, ya está. Esperamos un rato. Una eternidad, en realidad. Yo me recorrí varias veces el pasillo de un lado al otro. Cuando la fuimos a buscar estaba en el baño, lavándose las manos como endemoniada. No era la reacción que esperaba, pero entendí de inmediato: quería sacarse del cuerpo lo que había visto y tocado. Estaba sucia. Impregnada del pasado de sus padres. No soy exagerado, es así. Imaginen un poco lo que debe haber sentido.

Jugó toda la tarde sola y no nos dirigió la palabra. Supongo que estaba decepcionada, ofendida. Un poco de todo eso. Ya sé. No podemos protegerla por siempre; mejor que se entere de lo que se tenga que enterar en su casa y no porque otro niño le dice cosas en una video llamada. Sí. Después se le pasó y nos preguntó cosas, mucho más tranquila. Creo que lo que más le impactó fue lo de los besos. Hoy cuando pasé por su cuarto la vi refregándose la boca contra el dorso de la mano. No, no le conté a Bea.

Natalia Mardero (Montevideo, 1975). Cuentos suyos forman parte de distintas antologías de Uruguay y el exterior, entre las que se destacan: El descontento y la promesa (Trilce, 2008), 22 Mujeres (Irrupciones, 2012), Antología de narrativa nueva/ joven uruguaya (Casa de las Américas, 2015), Narrar lo extraño (Qeja ed., 2018) y Organismos (Hal 9000 ed., 2018).  Su libro Posmonauta (ed. Latina, 2001; Irrupciones, 2010) recibió el Premio Municipal de Narrativa en 1998 y el Premio Revelación en la Feria del Libro de Montevideo en 2001. Algunos cuentos de ese volumen fueron editados en libros de enseñanza primaria de Chile (ed. Marenostrum, 2007; 2013). Posteriormente publicó la nouvelle Guía para un Universo (ed. Cauce, 2004; Estuario, 2016), con ilustraciones de Eduardo Barreto, el libro Gato en el ropero y otros haikus (Irrupciones, 2012), la novela Cordón Soho (Estuario, 2014; Eduvim, Argentina, 2019) y el libro de cuentos Escrito en Super 8 (Estuario, 2019).


Fútbol 

Por Sebastián Rodríguez Mora  

Hay acciones que generan pensamientos sobre otras acciones pasadas: esta es una forma un poco sumaria pero válida de definir la nostalgia.

La cuarentena cortó mi única actividad física más o menos constante de los últimos años: el fútbol. Todos los sábados a las siete de la tarde en una cancha techada de pasto sintético y colchonetas azules sobre las paredes, muy cercanas a las líneas laterales. Se trata de un antiguo galpón sobre el nacimiento de la calle Bonpland, en el ángulo agudísimo que forma con la curva de avenida Dorrego, a una cuadra de la plaza Los Andes, esa zona hermosa y amenazante de Buenos Aires que se llama Chacarita.

Hay una primera idea que me suele aparecer cuando juego: el cuerpo propio está constituido por músculos, tendones y nervios que recuerdan tiempos siempre mejores. Una de las últimas veces me tiraron un pase englobado, de esos que hay que correr y saltar y estirarse para lograr el control. Corrí, salté y estiré la pierna izquierda a una altura desmesurada y casi paralela al suelo para mis pulmones de fumador y los 95 kilos que estoy cargando últimamente. En mi cabeza, por menos de un segundo, vi la repetición de una jugada protagonizada por Zlatan Ibrahimovic, un tipo apenas más grande que yo, lo vi y puse mi imagen sobre la de él para calcar el control aéreo de una pelota que supo bajar y colgar de un ángulo. A mí me faltaron por lo menos 30 centímetros para siquiera tocarla. Pero mis músculos sabían al momento en que el pase salió que una vez en el pasado existió una época en que todo eso que había que hacer era posible. El cuerpo recuerda y hace lo que puede, como nosotros.

El lugar tiene luces blancas estridentes, quizás demasiado reveladoras de nuestros detalles mientras nos acomodamos las medias y nos atamos bien los botines. Es atendido íntegramente por mujeres venezolanas. En el mostrador amplio que con cierta ineficacia de diseño angosta mucho el acceso a la zona inmediatamente anterior a la cancha –unas pocas mesas grandes, bancos largos, una más que particular pared con ruedas sobre la cual debería escribir un artículo aparte porque es la primera vez que la veo en mi vida, una parrilla para quien quiera quedarse post partido-, en esa zona que asusta al incauto con pelotazos que estallan sobre la reja detrás de uno de los arcos de la cancha, ahí donde se charla antes entre quienes venimos a jugar, donde siempre, indefectiblemente, no importa la circunstancia, suena reggaetón, en ese mostrador demasiado grande hay tres canillas de cerveza tirada. Antes jugábamos en otro lugar, cerca del club Atlanta, justo arriba del túnel para autos que ahora ya no tiene sentido porque el gobierno porteño elevó por el aire al San Martín; antes jugábamos ahí pero descubrimos este lugar más pequeño, ameno, pero sobre todas las cosas con cerveza barata y buena a unos pasos de la cancha.

A todo esto, mi hermano está viviendo en Barcelona desde octubre. Hace más de dos meses que su trabajo en una cancha de pádel, como encargado de la cocina próspera que había generado con sus manos gastadas y trabajosas –las manos de mi viejo, las mismas manos y los mismos pies porque la genética es implacable a veces-, está frenado en seco. Mi hermano está guardado en su casa, con su novia y otra pareja con quien comparten gastos y cotidianeidad encerrada. Hace asados, fuma y espera, cada vez con menos paciencia. Veo los asados en el balcón aterrazado de su departamento en Barcelona, metódicos asados en una parrilla española, es decir morfológicamente extraterrestre para el asador argentino promedio. Imagino, en lo poco que cuenta, el putear de mi hermano hasta encontrarle el punto al fuego en una parrilla con ruedas a la que no se le puede regular la altura. Esto no lo sé con exactitud, quizás no tiene ruedas, quizás se regula la altura, pienso mientras veo sus Instagram Stories.

En la cancha de la calle Bonpland, un tiempo antes de que se fuera mi hermano (Juan Pablo) a Barcelona, vino junto a mi otro hermano (Ignacio) a jugar porque de la habitual lista de participantes muchos se habían bajado. Ignacio es mucho más chico, la cuarentena lo pone a terminar su quinto año de secundaria por webcam. Sin ser una familia especialmente expresiva del amor que nos tenemos, esta vez el fútbol me interpela en un sentido superior, que es el de la única vez que jugamos al fútbol los tres juntos, en el mismo equipo, algo tan simple como eso. Nada, una hora de partido contra otra gente lejos de su estado físico ideal, pero jugamos bien –mi hermano Ignacio juega demasiado bien, Juan Pablo también, yo me defiendo con cierta memoria muscular.

Pienso en la manera de comunicarnos adentro de la cancha, de llamarnos la atención por tal movimiento o cambio de marcas. En mi familia hay un afecto por los apodos, sobrenombres, como se diga. Y una regla extraña: el hermano mayor no tiene apodo, pero el resto no es nombrado en general con su nombre de DNI, sino con su apodo. Juan Pablo es Pepe, Ignacio es Coco. Mi hermana es Maiu, no Mariana. Entonces eso, en la cancha con mis hermanos empezamos a hablar ese dialecto que sospecho que todas las familias tienen, una modulación siniestra, extraña, en que ciertos vocablos significan cantidades mayores que para el resto. Eso pasó en la cancha, imagino al resto de los jugadores de ese partido escuchando Seb, pasá, Coc, corré, Pep, volvé y así. Sonidos guturales, masticados por años de crianza a las piñas, entre puteadas por el amontonamiento en la casa de Flores.

En los últimos días pienso un poco en eso, en la memoria del cuerpo que se vuelve viejo y en los idiomas que no se olvidan nunca, pase lo que pase.

Sebastián Rodríguez Mora (1987). Ex puanner, ex wing derecho de handball en Ferro Carril Oeste. Labura y escribe en revistacrisis.com.ar Le publicaron algunas cosas en un par de antologías y quedó segundo en otros tantos premios literarios. Monotributista ontológico, por ahora. @rodriguezmoor


Llamadas

Por Alexis Baros López

Vivir en Maipú siempre ha sido algo horrible. Largos viajes, dificultad para tomar locomoción, villas periféricas donde el único paradero se encuentra por lo menos a una caminata que hace jadear de calor en verano, o en su defecto, congelarte la nariz las mañanas de niebla. Porque Maipú se caracteriza por tener un micro clima. Cosa extraña. Recuerdo en mis años universitarios, el salir abrigadísimo, a las 6.30 de la  mañana a tomar la micro que me llevaba al metro. El tema es que al salir de estación Irarrázaval, ya no estaba la niebla húmeda, característica de Maipú, por lo que comenzaba a quitarme las prendas que con mucha calma había seleccionado la noche anterior para armar mi tenida universitaria. Porque armaba mi tenida, hasta el más mínimo detalle. Desde el reloj a los calcetines, incluso el color de mis calzoncillos.

Una de las cosas que siempre me llamó la atención de viajar en metro, eran las conversaciones que los pasajeros tenían. Algunos días me ponía los audífonos, pero no encendía el mp3 con las canciones que me acompañaban en el viaje de las 26 estaciones hasta la universidad. Atento a cada una de las palabras que articulaban mis compañeros de vagón, intentaba entender el contexto de los diálogos. Algunos triviales, otros con una mayor profundidad filosófica. La mayoría de los estudiantes repasaban los últimos contenidos para la prueba que, a falta de tiempo, no habían logrado preparar la noche anterior. Escuché quiebres amorosos. Muchos quiebres amorosos. Sin embargo, más allá de las conversaciones que se anteponían al sonido de las ruedas y del viento entrando por las ventanas del metro, lo que principalmente captaba mi atención, eran los pasajeros que hablaban por teléfono.

Cada vez que alguien hablaba por celular, aprovechaba cada detención del metro para acercarme disimuladamente, haciendo como si buscara espacio para mi abultada mochila, a la persona que hablaba por teléfono. Me sorprendía de mí. En un par de estaciones podía recorrer por lo menos la mitad del vagón, abriéndome paso entre las carteras y los hombres con trajes de oficinista, con el fin de escuchar, aunque fuera los últimos de segundos de esa conversación. Podía pasar el recorrido completo jugando a contestarle a quien hablaba a mi lado. A veces incluso contestaba con otra voz, en un discurso imaginario, donde quien estaba al otro lado no hacía más que discutir e imponer su poder de jefe ante un trabajador sumiso. O responder como adolescente, diciéndole a alguna madre que ya había tomado desayuno y que estaba pronto a salir al colegio.

Hasta ese entonces nunca había contado la cantidad de estaciones que tenía cada línea. En esos años la red estaba compuesta por 105 estaciones de las cuales recorría 26 de las 30 que componen de la Línea 5. Irarrázaval es la estación número 21. Allí me sacaba la bufanda, chaqueta, e incluso el gorro forrado con polar, modelo ruso, que me había comprado mi abuela en la feria de Puente Alto.

Había algunas veces en que el pasajero no lograba entender nada, pues la señal, débil dentro del túnel no era la suficiente para concretar la conversación, cosa que me limitaba a responder, en un intento desesperado, con un “aló…me escuchas, te oigo entrecortado…”. Luego cortar la llamada y guardar el celular.

En su defecto, yo nunca recibía llamadas.

Si había algo que me molestaba de la comuna donde vivía, eran las personas. Muchas personas reunidas, tomando micros, subiendo al metro, desabrigándose ente los primeros rayos del sol en las mañanas de invierno. Creo que en el fondo, me molestaban las personas que día a día viajaban conmigo. Más aun las que hablaban por teléfono.

Escucho.

¿Sabían que los bebés al nacer tienen 300 huesos, mientras que un adulto tiene tan solo 206? Esto se debe a que muchos de los huesos de los infantes de unen los unos a los otros hasta completar la cantidad de huesos maduros. ¿O que en una prueba, la mayoría de las respuestas de alternativas son la letra C? ¿Sabían que por lo menos 1 de cada 4 pasajeros del metro usa clonazepam para poder dormir?

Un día quise ser yo quien hablara por teléfono.

Decidido saqué del bolsillo de la chaqueta mi celular y lo puse en mi oreja. Hablé por lo menos 7 estaciones. Hable sobre el clima Maipucino, sobre su niebla matutina que impedía distinguir los números de las micros, sobre lo temprano que me levantaba día a día. De que la noche anterior no había logrado preparar el examen de álgebra, pero que confiaba en lo aprendido en la clase y en mis capacidades de buen estudiante. Hablé de mi quiebre amoroso, de cómo me habían terminado en un mensaje de texto y de cómo había logrado dormir los días posteriores con una pena que nunca había sentido. A momentos repetía la misma información subiendo el volumen de mi voz, dejando en claro la dificultad de entendimiento dado el ruido de las ruedas. Me reí por lo menos 5 veces y respondí con asombro ante el silencio prologado de mi celular pegado a mi cara.

Al despedirme, deseándole un muy buen día y abrazos apretados a quien me habría sorprendido con su llamada y preocupación, miré alrededor y nadie parecía haber escuchado lo que había dicho. Nadie se me había acercado o mirado por lo menos unos segundos, antes de quitar la vista al momento de darme cuenta de sus ojos sobre mi cara. Ninguno había puesto atención a lo más mínimo de mis palabras durante las estaciones recorridas. Todos siguieron su viaje, como si nada ocurriera, como si nadie a su alrededor intentara no caer encima del otro al momento de que el tren frenaba. Como si el sueño matutino aún abundara en cada uno de los pasajeros que se lamentaban su mal dormir en la noche anterior.

No hay época del año en la que no pueda salir de Maipú sin chaqueta. Perdí por lo menos 3 camino a la universidad. Se incluye en esto 2 paraguas 1 bufanda y 1 lonchera con mi almuerzo.

Nunca conté cuantas llamadas telefónicas escuché durante los 5 años en que hice el recorrido.

 

Alexis Baros López nació en Santiago de Chile el 23 de agosto de 1992. Se tituló en Enfermería, mención Salud Mental y Psiquiatría en la Pontificia Universidad Católica de Chile. A los 12 años inició su interés por la escritura, volcándose principalmente hacia el género poético. Estudió en el Liceo Nacional de Maipú, lugar donde vieron la luz sus primeros versos. Asistió a la Escuela de Verano de la Universidad de Chile mientras estudiaba enseñanza media, donde participó en el curso de Literatura Contemporánea. En el 2010 formó parte del Taller de Creación Literaria, mención Narración, de la Universidad Finis Terrae, impartido por Marco Antonio de la Parra. Mientras cursaba estudios universitarios, también fue miembro de los talleres de poesía precedidos por Elvira Hernández, Luis Correa-Díaz, Paula Ilabaca y Héctor Hernández. Publicó su primer plaquette en el 2013, titulado “Palabras del enfermero”, en la Escuela de Enfermería de la PUC. El 2014 obtuvo la Mención Honrosa en el Concurso Roberto Bolaño del CNAC con el texto “La chica María. Autopsia de una semana cualquiera”. En mayo de 2015 fue invitado al Festival Latinoamericano de Poesía Tea Party 4 realizado en Arica y Tacna. Ese mismo año obtuvo el segundo lugar en cuento y Mención Honrosa en poesía en el Concurso Literatura UC. Publicó “La chica María” con la editorial Cinosargo en 2016. En 2018 obtiene el Primer Lugar en el “III Concurso Literario Cementerio Metropolitano 2018” en el género de poesía, con el poemario “Sparta Gym”, hoy disponible en Amazon.


El níspero, la patinadora, el corredor anónimo y yo

Por Gabriela Clara Pignataro 

7am: el corredor anónimo ya lleva un rato en su tarea. Jogging negro, buzo con capucha, lentes oscuros y auriculares. Todavía no salió el sol, y la niebla que avanza desde este augura un día, de formas desaturadas chocando entre las horas. Al corredor anónimo el maleficio climático no le importa: corre implacable, a ritmo sostenido, trazando un amplio circulo de unos cinco o seis metros en los que casi roza las paredes del perímetro de su terraza. Pero no lo hace. Salvo, cuando el viento agita las ramas del árbol del frente de la casa, estas llegan a tocarle levemente el cuerpo. El otro día una rama engancho su capucha, dejando su cabeza al descubierto, como en un gag de esos programas de bromas de los 90′. Me reí. El corredor detuvo su marcha, volvió a encapuchar se y siguió corriendo. Pocas cosas lo distraen, la posición de su cabeza siempre en línea con su cuerpo, nunca mira hacia el costado, ni hacia arriba ni hacia abajo ¿Estará imaginando una ruta, un camino? ¿la distancia que lo separa de algo o de alguien? Su rendimiento es impecable, como si todo el fuera un cronometro: cuarenta minutos de trote, 350 vueltas a la terraza. Llevo la cuenta y el margen de error es mínimo: a veces son 360 vueltas, a veces 45 minutos. Esa diferencia es del día que el árbol y sus hojas se interpusieron.

Cuando su re/corrida finaliza, se detiene cerca de una mesa, toma la botella de agua y bebe elevando el mentón. Triunfal. Se apoya en la baranda de la terraza, con una mano se seca la transpiración de la frente, y con la otra agarra el celular; marca y llama. ¿Con quién habla todos los días, a la misma hora, tan temprano? Intento escuchar que dice, pero es infructuoso; a esta hora pasa el camión de residuos y aunque está a unas cuadras interfiere mi radioescucha.

Recuerdo que tengo que regar las plantas de mi vecina. Su balcón está unos metros más cerca del corredor anónimo. Me apuro en llenar la regadera y ventilar su casa. Riego lento, de a gotas. Si alguien me viera pensaría que despliego una precisión botánica, una caricia húmeda. En realidad, solo quiero hacer tiempo y escuchar. Pasa el camión por la puerta y lo arruina todo. Solo consigo arrancar del aire Y qué esperabas, el nunca fue peronista.

*

A la hora en que el sol alcanza los canteros y plantas pequeñas, una bandada dibuja una elipse en el patio de la mañana. Van desde unas torres muy alta, hasta las copas de los árboles de la plaza, que sobresalen esponjosas detrás de las casas bajas. Una cinta de Moebius de plumas y graznidos.

*

4 pm: La patinadora prepara su pista. Pliega la mesa de madera y las reposeras, las arrastra con esfuerzo y apoya con contra la pared. Sale de escena y a los minutos vuelve, con un bolsito lila al hombro. Toma un banquito blanco, se sienta y desata los cordones con cuidado. Tarda un poco en desanudar el moño de la zapatilla. Cuando lo logra ensaya una secuencia: se saca primero una zapatilla y se coloca el patín, luego la otra, el otro patín. Agarra algo del bolso, una gomita para el pelo supongo, y se hace un rodete bien alto. Tiene mucho pelo. El rodete parece un nido en su cabeza más bien pequeña. ¿La verá alguna vez, un pájaro de la bandada? ¿Abandonará las torres y los árboles, para vivir en el hueco suave, prolijamente peinado? La imagino haciendo el saludo inicial que cada tarde ejecuta ante un público imaginario. El ave acompañaría el movimiento por supuesto.

Patina siguiendo una música que yo no escucho. Leo el movimiento de sus pies. Tic tic tic tic. Silencio. Tic tic Tic tic. Avanza. Tic tic tic tic. Gira y enlaza las manos sobre su cabeza. Parecen dos garzas contándose algo al oído. Podría decir que parecen cisnes besándose, pero no es cierto. La patinadora se asemeja más a una garza. Rosada. Hay algo en su movimiento, en su patinar, un cierto arrojo: así como fugan del campo abierto las especies en extinción.

De pronto su cara se transforma y su despliegue de figuras se convierte, en giros breves y cortos. Poco queda, del espiral que la elevaba hasta hace un rato.

Aparecen integrantes de su familia con el kit de mate y un budín. A merendar. La patinadora, se saca los patines y ensaya en reversa la secuencia inicial. Se sienta a la mesa con el rodete intacto. Algo así como una promesa hasta el día siguiente.

*

A la hora en que el sol se confunde con los faroles naranja de la calle, una bandada dibuja una elipse en el patio de la tarde. Van desde unas torres muy alta, hasta las copas de los árboles de la plaza, que sobresalen esponjosas detrás de las casas bajas. Una cinta de Moebius de plumas y graznidos.

*

Todas las noches me detengo debajo de un níspero. En alguna de las salidas nocturnas de mi perro, tomamos uno de los caminos posibles: llegar a la avenida, por la cuadra del pasaje. Casi en la esquina, delante de una mercería vieja hay un níspero y todas las noches me quedo ahí un rato, sosteniendo la correa. Cinco, diez, dos minutos. Me quedo suspendida. Pasan pocos autos, algunos colectivos, muchos patrulleros y camionetas del sistema penitenciario.

Todavía hay rastros del perfume de las flores blancas, que muy lento se alejan del mundo, como si todavía intentasen sostener un hilo del verano en el aire. Estoy ahí, no sé muy bien que quiero decir con esto. Luces azules me manchan las manos y el hocico de Ringo y se diluyen. Permanezco. Escucho el zumbido del helicóptero trazando flecha sobre mi cabeza. Luces azules, luces azules. Me preguntan desde el patrullero en movimiento “si estoy bien”. No sé qué decir y contesto lo obvio: que sí, que estoy sacando al perro, que vivo a la vuelta. Luces azules fugan el brillo por derecha, calle abajo.

Hago el ademán de irme, continuar el recorrido. Fallo, pasito en falso, giro sobre mí. Respiro el resto del verano. ¿Podría quedarme toda la noche confundida en las ramas bajas del árbol? Podría intentarlo, pero mi perro ladra mucho.

Vuelvo a casa y desarmo el disfraz, la máscara. Aflojo el collar.

Mañana voy a volver a pararme debajo del níspero, el día después y el día después del día después. Hasta ver los frutos. ¿Los veré? No sé cuánto falta para eso, no soy especialista en nísperos. Leí que soporta el frío y las heladas, que tarda entre ocho y diez años en dar frutos. ¿Cuántos años tendrá este?

Voy a tener que averiguarlo, pienso. Convertirme en una experta en nísperos. Las marcas que tengo de este árbol, son nubes anaranjadas en las veredas de Villa Bosch; un olor dulce en las manos de mi mamá, abriendo lento el fruto para sacar la semilla y plantarla sin éxito en las macetas. Hasta que un día: hay en fotos mías de bebé, amarillo sobre amarillo, un níspero pequeño en el patio. Algún día la humedad y la luz del sol, trenzaron la danza correcta. Imagino.

De mi níspero no sé nada. Averigüé que es de japón, Eriobotrya japónica. Elegante. Cuando abra la mercería, voy a preguntar.

Ah, hasta que eso pase. Voy a perfeccionar mi camuflaje. Vestida de negro. Aprender de memoria y señar baldosa a baldosa el poema de Malatesta: Plantar nísperos / observar su crecimiento/probar sus frutos es un arte remoto/como vivir a orillas de un río/vivir un poco fuera del/tiempo, o contemplar / las hojas a la hora de la puesta del sol.

Mañana, el día después y el día después del día después. De negro ante las luces azules.

Voy a estar ahí. No sé muy bien que quiero decir con esto. Orillera.

*

Ahora que mi pelo creció un poco, puedo pasar una cinta y hacer un moño. Antes de dormir, con el departamento a oscuras me integro a la danza. Con la cara despejada me inclino sobre las plantas del balcón, buscando las hojas muertas y flores secas. Las junto y las guardo en una cajita de madera. Apago la luz del balcón, desarmo el moño, ato la cinta en el jazmín que sobrevive al frío.

Esa es mi señal. Corredor anónimo, patinadora: mañana nos volveremos a ver. Terminó nuestro ensayo por hoy.

Gabriela Clara Pignataro. Nací en el 85, una noche calurosa de octubre, en un sanatorio con nombre de continente helado. De ojos orientales y sangre italiana, pasé mi infancia en las horas lentas de un barrio de casa bajas y calles empedradas. La casa dónde crecí en Floresta fue construida por mi padre y mi abuelo, así como los vestidos que llevaba y ensuciaba al trepar rampas eran cosidos por mi madre. Algo de esa insistencia obrera, analógica, manual, persiste a la hora de tocar las cosas. De abstraer imágenes del mundo. La poesía apareció como una lanza, un experimento doloroso con el pasado, la muerte cercana. Una lanza de lado a lado, encendiendo la sangre también. Una pregunta sin respuesta a otras preguntas. Sólo imágenes de posibilidad. Hoy puedo decir que soy educadora, que llevo una actriz y una fotógrafa dentro, y a veces salen a jugar. Soy Pedagoga y Educadora Social, estudio una Maestría en Políticas Públicas en Educación. Confío en trabajar por los derechos y la poesía en un reparto más sensible del mundo. Publiqué La última oleada se llevó todo menos esto (Editorial Subpoesía 2013), Eso que no se parte es una respuesta (Difusión Alterna, 2014), Muta (Nulu Bonsai, 2014), Floresta (LFS 2015), Esto pasa: Poesía en Buenos Aires (Llanto de Mudo 2015), Tundra (AñosLuz, 2018), Tranco cabelo, cai um raio (Benfazeja, 2018, SP Brasil), Dos Poemas (Ediciones Arroyo, 2019), Poetas al Acecho– Antología (2019).