Junto a añosluz editora lanzamos una antología por entregas para no olvidar el mundo. En esta edición escriben: Fernanda Trías, Fernando Krapp, Antonella Saldicco y Rodrigo Delgado. 

Foto de Gabriel Rossi

Hace largos días que vivimos encerrados. Las horas se alargan. Los días se expanden y multiplican; se clonan. La cuarentena nos genera un olvido del mundo y nos obliga a volver a aprenderlo. ¿Cómo son los espacios que comúnmente transitamos? ¿Cómo los recordamos? ¿Los recordamos? Escritoras y escritores contemporáneos, una suerte de backup del mundo, nos mantienen atados a la vida.

Acá podés leer las entregas anteriores:
Paisaje Interior #1
Paisaje Interior #2
Paisaje Interior #3
Paisaje Interior #4
Paisaje Interior #5


París

Por Fernanda Trías

“Ça va pas bien”, dijo la voz. Aparté los ojos del libro y la vi: una paloma gorda y negra, con la cabeza hundida dentro del cuerpo, que se mantenía inmóvil en medio del camino de ripio. El hombre se había detenido un instante a mirarla y había dicho aquello a una muchacha rubia que comía una baguette sentada en uno de los bancos de la plaza. Ella contestó con un gesto indefinido y el hombre se encogió de hombros, resignado, antes de esquivar a la paloma tiesa.

La gente pasaba muy cerca, pero a ella no le quedaban fuerzas para moverse. A su alrededor caminaban otras palomas jóvenes y esbeltas, picoteando el piso y rascándose las plumas. El cielo se había despejado por completo y el sol nos calentaba. Los pájaros piaban en los árboles; en el banco de la izquierda la muchacha rubia comía su baguette; en el banco de la derecha un hombre barbudo, con aspecto de pensador ruso, leía el diario y hacía anotaciones en una libreta. Más lejos, un grupo de turistas asiáticos había organizado un picnic y reían con ganas. La paloma, sin embargo, no se movía; aceptaba, se dejaba estar, no se aferraba en absoluto a la falsa primavera. De vez en cuando una pluma se estremecía, pero eso era todo.

Fernanda Trías (Montevideo, 1976) Narradora y traductora. Es autora de los libros Cuaderno para un solo ojoLa azoteaLa ciudad invencible, No soñarás flores y Mugre rosa. Actualmente vive en Bogotá y es la escritora en residencia de la Universidad de los Andes.


Pandemiall

Por Fernando Krapp

Tenía razones varias para estar contento y festejar. Estaba pronto a realizar una semana de rodaje para un nuevo documental después de tres años de trabajo y de espera. Me habían aprobado un viaje a Japón para escribir una crónica y para presentar mi libro en una Universidad que muchos me decían “es de prestigio”. Había retomado 3 veces de pileta por semana, con ese entusiasmo típico que aflora en marzo cuando el año se inicia y el futuro inmediato se proyecta cargado de planes con poca vida. Así que cuando finalmente tuve una cita con una chica que me gustaba desde hacía mucho tiempo surgió el impulso de ir a un boliche cerca de mi casa.

Nada de una fiesta lánguida en una casa escuchando bandas de dos acordes, o una reunión de cuarentones que de pronto bailan canciones de los noventa con distancia irónica. Íbamos a un boliche de verdad. Caminamos a los tumbos, borrachos de fernet barato y cerveza sin gas, tragos de colores radioactivos que tomamos acodados en un bar pseudo mexicano. De lejos se veía el edificio. Una fortaleza oscura clavada en una esquina, entre calles empedradas y guardias medievales atiborrados de testosterona y mala alimentación. Hicimos la cola. El vapor se filtraba por las hendijas de las ventanas. La típica postal del tango atravesada por el humo y el smog, el ritmo distorsionado del reggaeton, la retro cumbia, los temas viejos distorsionados por un beat maquiavélico y sulfuroso, que hacía mover esa vieja fábrica devenida en boliche como un corazón basculado. 

Pagamos la entrada (“las damas 50% de descuento”, vieja escuela). Cruzamos una arcada sin puerta, apenas el marco. La ola de sudor y vapor nos envolvió como en el ambiente atemporal de un cuento de Lovecraft. Perfume barato, cigarrillo, sudor de todo tipo, humo artificial, luces estereoscópicas; las cosas en el pantano. ¿Hace cuanto no estaba en un lugar así? Las cabezas se alumbraban, grises y plateadas, mientras pedía la consumición a una chica que deseaba estar en cualquier otro lugar menos en ese.

Pero esa noche era para mi una noche de festejo. Mi cita no lo sabía. Empecé a empujar con la espalda para hacerme un lugar en la pista. Había geste difusa a nuestras espaldas, piernas colgadas del terraplén superior, caras que aparecían y desaparecían a nuestro alrededor mientras movíamos nuestros brazos y piernas en una marea de extremidades. ¿Cuándo fue la última vez que había pisado un lugar como esos? Estaba Club 21 en Lanús, un portón de techo bajo con luz de patio al final del túnel. O la Casona de Lanús, una vieja casa – como su nombre la definía – cuyas habitaciones vencidas por el peso de la música aún se sentían en el ambiente. O La Colorada, un boliche de unos pocos metros cuadrados, lugar al que solíamos caer con amigos a las 5 de la mañana para salvar la noche. O el lugar más espeso de todos, El  Bosque, un enorme club de fomento de Quilmes desvencijado, empotrado en las circunvalaciones más laberínticas del conurbano que tenía un acceso alfombrado y subterráneo, como un salvoconducto,  a un telo.

Los boliches formaban parte del paisaje conurbano. Una casona en una autopista, un parque con lagunas al lado de un bingo en una una avenida de dos manos, un galpón sin salida de emergencia. Esperábamos para entrar en largas colas para salir eyectados a las 3 de la mañana por la nueva ley de Duhalde. Sufrimos en esos lugares. Dábamos vueltas una y otra vez, formando cintas de Moebius entre la gente, buscando algo que no sabíamos qué era. Entrábamos borrachos de tequila barato que tomábamos en algún bar-pizzería al lado de una Estación de Servicio y volvíamos caminando a casa, vomitando en las vías de tren, porque los remises no nos aceptaban si no teníamos “código”. ¿A qué íbamos a un boliche? 

A bailar, por supuesto. Aunque nunca lo pudimos entender. Y ahora, atrapado entre toda esa gente, en un festejo casual, con una chica linda, entendí lo mucho que me gustaba ir a esos lugares; a esos boliches de mala muerte, a ese mundo oscuro cargado de alcohol con gusto a resina, entendí lo mucho que sufría por ir ahí, y de toda la confusión que tenía por vivir entre autopistas, baldíos y circunvalaciones. 

Nunca tardé tanto en entregar una nota, cada vez que me sentaba para escribir este texto sobre mi última imagen previa a la cuarentena, pensaba en ese boliche, en ese sudor flotando, en las colas en el baño. Esas imágenes me llevaron directo a mi adolescencia. ¿Qué puedo decir yo sobre la pandemia? ¿Qué puedo agregar sobre este estado de las cosas que no se haya dicho y que no parezca viejo? Lo primero que pensé cuando me dijeron de escribir un texto fue eso: ¿qué pasará con toda esa gente que necesita meterse en un espacio cerrado para moverse después de una semana difícil de trabajo? ¿Con todo ese champán pedorro sin consumir? ¿Cómo será esa gran fiesta cuando todo esto haya pasado? ¿Habrá una fiesta?

Salimos del boliche. Eran las cinco de la mañana. Teníamos los pies doloridos. Todo nos daba vueltas. Caminamos abrazados y tentados por la risa, su risa era  – es – contagiosa; la noche había sido una aventura a Mordor, decíamos. Anduvimos por las calles empedradas de San Telmo, en una esquina nos cruzamos con una Mafalda gorda y brillante. Ella se rió de nuevo. Yo le miré la nuca, el pelo negro, la esquina de la boca, la nariz; el mundo era nuevo. Pocas semanas después vendrían la cuarentena, los anuncios por televisión, el diseño de los barbijos, mi semana de rodaje cancelada, el viaje a Japón suspendido, el conteo de casos por días, la zoomisión constante,  la confusión y la paranoia por el virus y sus consecuencias. Nada de eso parecía cercano esa noche; el festejo había salido mejor de lo que esperaba. 

Fernando Krapp (Adrogué, 1983) Cineasta, periodista y escritor. Estudió Letras (UBA) y guión cinematográfico (ENERC). Colabora con Radar, suplemento dominical de Página 12. Dirigió los documentales, Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini (2014, Premio Argentores) y El volcán adorado (2018). Publicó los cuentos  Bailando con los osos (17grises, 2013) y Una isla artificial. Crónicas sobre japoneses en Argentina (Tusquets, 2019).

 


Todos los semáforos en rojo

Por Antonella Saldicco

Las escaleras alfombradas. Escucho a Fernando decir mi nombre. Un brazo toma mi brazo. Hago bloque con alguien. ¿Quién? Es la directora de fotografía, veo una foto reflejada en sus anteojos. Ah, esa soy yo. Con el disfraz de estreno. Un vestido largo a rayas. Blancas y rojas. Una diseñadora se brindó a mi. Generosa. Siento el calor del verano en los cachetes. Alguien besa el lado de mi mejilla que más arde. ¿Quién? La productora asociada de la película. ¿Tiene lágrimas en los ojos? Su cara vuelve a la mía. Nos pegamos breve. Un resabio del maquillaje hace tatuaje sobre el mío. Me da la mano. ¿Quién? Mi compañera de elenco. Aplastamos las palmas transpiradas y miramos al frente. El público. Es un acto íntimo. De compañerismo. Un momento de dicha. Alguien aplaude y me abraza. ¿Quién? Es el director de la película. Unimos los hombros. Mi cabeza rueda. La pantalla sin luz de la sala. Mientras tanto la cabeza cuelga sobre el hombro del director. Apoyo la mano. Me sostengo contra la pared. Reposo en el abrazo. Giro la cabeza, una cara frente a la mía. ¿Quién? El montajista, otro beso en la mejilla. Me estiro. ¿Quién? El productor. Entre sus brazos me siento pequeña. Me emociono. Quiero llorar. El agua en el lagrimal se ata, se hace nudo. El nudo baja hasta la garganta y ancla ahí. Intento subir las escaleras para salir de la sala. Alguien me toma por la cintura. Alguien me toma por los hombros. Alguien dice te felicito. Alguien dice que me ve en un rato. Alguien dice una foto. Alguien deja su beso húmedo en mi mejilla. Alguien agarra mi cara. Es mi amiga Ana, me envuelve. Quedo a oscuras entre su pelo. Alguien me estruja. Es madre. Me dice bajo al oído Qué orgullo. Alguién me besa en la boca. Es novio. Sus labios dibujan tres sílabas. En mudo. No lo escucho pero lo leo. Alguien achina los ojos. Mi hermano. Me abraza y acaricia suave el pelo. Dice te quiero, eso dice. Alguien me pide respuestas. Una periodista. Toca mi vestido y toca mi mano. Alguien me dispara un flash en la cara. No sé. Alguien me habla a gritos a cinco centímetros. Alguien dice fiesta. Un amigo, ex tallerista. La gente me envuelve en el hall del museo. En las escaleras. Afuera. Alguien me agarra de las manos. Alguien me pasa un cigarrillo prendido. Una pitada. Dos. Lo paso. Hola, te felicito. Hola, chau. Vuelve el cigarrillo. Una pitada más. Gracias. Qué hambre. ¿Quién dice que hambre? Mis amigas. Vamos a la fiesta. Bueno vamos. No esperá. Mi mamá. Ay, sí. Mi mamá. Te quiero, Má. Voy al baño. Bueno no. Después. Todo es después. ¿Y el auto? Así y asá. Vos para allá. Bueno, yo para allá. Nos vemos luego. Figuero Alcorta. Toda entera. El viento en la cara y las luces de esta ciudad. Bueno. Basta. Autos, autos, autos. Te quiero, amiga. Qué lindo esto. Hola. Ustedes no pueden entrar. Hay mucha gente. ¿Hola? Ella es la de la película. Ay, perdón pasá. Ellos tienen que esperar, ¿Cómo? No perdón yo. Ellos entran. El pasillo. La música. Los cigarrillos. Otro abrazo. Otro beso. Un espacio. Ahí, vamos ahí. No, esperá. Qué bien la peli. La peli. La peli. La peli. La peli. La peli. Las papas por acá. Un espacio. Mastico. Cigarrillo. ¿Qué es? Birra de canilla. ¿Eh? No escucho. En la vida real son más linda que en la película. ¿Eh? Medio desubicado. Blah, blah, blah. Arriba el cielo. Chau. No todavía no. El baile. Uy, el baile. Sentémonos por acá. Entonces llueve. Ahora sí chau. Qué ganas de estar sola durante muchos meses. Uy, no. Pará. La lluvia, entonces por acá. Caminar, caminar. Una amiga y un amigo se van juntos. Na. ¿Van a garchar? El limpiaparabrisas. Todos los semáforos en rojo. ¿Y mientras? No sé. ¿Y mientras? Y mientras habrá que esperar.

Antonella Saldicco (1986) es actriz y escritora. En cine protagonizó La muerte no existe y el amor tampoco (2019) y El vecino alemán (2016). En 2016 viajó como becaria al Theatertreffen Forum Berlín donde tomó un workshop con el director de teatro japonés Akira Takayama. También obtuvo la Beca Nacional Sagai en 2018. En teatro actuó en Los Nadadores de Laura Santos en Espacio Zelaya y en la Ópera Beatrix Cenci en el Teatro Colón dirigida por Alejandro Tantanian. Publicó Querido Gregory (2019) en el fanzine Padres Muertos de Ediciones Luismi y Bebé demonio sabe esperar (2020). Cursa la Maestría en Escritura creativa en la UNTREF.


Veranos

Por Rodrigo Delgado

#3

Es el verano de 2005. Al cigarrillo de mi tía le cuelga una ceniza curva que se formó sola mientras ella hablaba. Está en la carpa que alquila mi familia en el balneario Che´Urí y le relata a gente amiga el problema: Ignacio no camina.

-Tiene un año y siete meses ya, gatea, anda en esos autitos que van con el culo apoyado y patean al costado, pero no camina. En marzo empieza el jardín, la sala de dos, ¿vieron? Y no camina, no puede ser que no camine, ¿y si le pasa algo?

-Ay, no, nena, mirá, vos sabés que es común eso: los nenes que se sienten muy cómodos gateando, ya está, se quieren quedar más tiempo así, si no lo ven como necesario, ¿entendés? Además, eso que decís de los cochecitos, no, no, no. Joaquín, mi nieto, tiene tres años ya y nunca pudo andar en uno de esos, nena: nunca. Cada uno con sus cosas.

-Sí, Mirta, está bien, pero ¿qué hago? ¿Lo mando al jardín con el autito? ¡Tiene que caminar! Qué se yo. Rodrigo, mi sobrino, al año y monedas ya estaba acá en la playa y corría por todos lados, no sé, los hijos de mis amigas…Está tardando mucho este nene.

-Pero escuchame una cosa, Beti, ¿vos viste el marote que tiene tu pibe? ¿Sabés lo que debe ser sostener ese pedazo de cabeza en dos patas? Tenele un poquito de paciencia. Y además, queda todo el verano por delante, ¿qué mejor que la playa para que practique, se anime y se largue?

-Sí, vamos a ver, Chiche. La verdad que tiene un marulo que da pavor, salió al padre. El verano es mi ultimátum. Si no vuelve caminando, yo lo llevo a Orsini y que le haga estudios, no sé, mirá si se nos está pasando algo.

Mi tía golpea el cigarrillo con el índice. La ceniza cae en la arena.

Es el verano de 2005 y yo tengo catorce años y una banda: Gonzalo, Tomás, Federico, Sebastián, Yair y el Indio. Y también tenemos a Mirko, el hijo de cuatro años de la encargada de la heladería Sei Tú, que está sobre Chiozza, entre Falkner y Querini, enfrente del parque de juegos Bambi. A la noche vamos a jugar al metegol a Bambi, hablamos con la Pitu, Giselle, Micaela, la Panchi y hacemos que dejen pasar a Mirko gratis a los juegos y de paso nos colgamos un rato haciéndoles compañía a las chicas. Mirko dice que es de Chicago y rolinga, a veces usa la camiseta del Torito. Las chicas tienen nuestra edad. Papá Noel, el dueño de Bambi, no se preocupa demasiado por cuestiones de regulación del trabajo. Eso sí: el calesitero es mayor de edad y está registrado. Ante una inspección, todas las chicas a esconderse al laberinto del terror.

A la playa vamos solamente a la tarde, a la mañana no. Jugamos al fútbol tenis, hacemos partidos con otros pibes -con Yair y el Indio en el equipo, que son hermanos y juegan en las inferiores de Temperley, siempre es afano para nosotros-, caminamos hasta otras playas. Cuando empieza a caer el sol, a veces vamos a la carpa de mi familia, jugamos al truco y tomamos mate. Algunas veces, inclusive, todavía están mi vieja y mi tía y compran facturas. Nacho va y viene gateando por la arena. Mi tía lo agarra, lo para, lo sostiene de abajo de los hombros para que practique apoyarse en los pies. Pero al rato él se deja caer y se ríe, con la boca abierta que deja ver la hilera de dientes chiquititos. Mi tía apenas esboza una sonrisa. Por primera vez, para nosotros, estamos más en la playa para que pase el tiempo y llegue la noche. El jugueteo con las chicas de Bambi, ir a la plaza de Avenida San Bernardo cuando se llena de la gente que va a bailar, estar en la vereda con las Tauzy -las vecinas del dúplex de Fede-, quedarnos sentados en las escaleras de los edificios hasta que la peatonal deja de ser peatonal. A la tarde jugamos casi como nenes y a la noche casi como adultos, estamos en un momento liminal.

Micaela es hermosa. Tiene una mirada cansina, el pelo largo, castaño, un gesto harto pero pícaro. Por lo general, está a cargo del laberinto-pelotero.Estamos hablando mientras Mirko hace el recorrido. Los chicos están jugando al metegol. “Panchi, ¿me cubrís un toque?”, le dice a la compañera cuando termina esa ronda. Nos vamos a comprar caramelos, Mirko se queda con los chicos. Salimos para el lado de Querini, doblamos para Costanera. Nos damos un beso. Me clava las uñas en la nuca, siento un escalofrío que me baja por toda la espalda. Es el mejor beso de mi vida y nos quedamos mirando un rato el mar desde ahí mientras se fuma un cigarrillo. Volvemos. Voy a estar todo el verano enamorado de ella.

Es una tarde pasada la mitad de enero. Acabamos de terminar un partido feroz, ganamos once a nueve. Encaramos la carpa. El Indio nos encabeza con las manos atrás y en silencio. Yair relata todas las jugadas, todo lo que hizo, se ríe de que los demás somos de madera, destaca una jugada en la que me la llevé con la cabeza y tiré un centro, me pregunta cómo hice, yo no tengo idea, se ríe del gol que hizo Seba con la canilla, nos putea a Gonzalo y a mí por no marcar bien en el octavo gol de ellos, le dice a Tomás que se dedique al rugby, le dice a Seba que esta vez lo dejó todo, que cuando deja la paja anda bien.

-¡Vengan, miren!

El grito de mi tía nos saca de la ensoñación por el partido reciente. Vamos y vemos: mi mamá sostiene a Nacho por debajo de los hombros. Mi tía se sienta enfrente, a unos cinco metros. Mi mamá lo suelta y él va correteando medio a los tumbos hasta que mi tía lo ataja. Él se ríe, mi tía se ríe, mi vieja se ríe, nosotros nos reímos. Nos sentamos en ronda y jugamos un rato largo a llamarlo a Nacho y que corretee hasta que alguno lo ataje. Se hace casi de noche.

Es el verano de 2005. Cuando termine y me despida de Micaela voy a sufrir por primera vez por amor. La voy a ver irse de espaldas por Esquiú y se va a dar vuelta en un momento y me va a tirar un beso. Nos vamos a volver a ver algunos veranos siguientes y también en Temperley unos años después, pero todavía no lo sé. Es el verano de 2005, vamos a pasar muchas tardes jugando al pasamanos con Nacho y, para febrero, mi tía va a estar más tranquila: su nene va a arrancar el jardín caminando.

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#1

Un verano en San Bernardo era chiquito y conocí a Aldana y Javier, eran hermanos. Aldana era la nena más linda que había visto en mi vida. Javier estaba loco. Nuestras madres se habían hecho amigas. Jugábamos en la arena y en la orilla del mar. Cuando Aldana se reía escondía el mentón en el cuello. Yo apretaba mucho los dientes. El que nos causaba gracia era Javier que hacía que era como un mono, un poco a propósito un poco sin querer.  En el mar nos tirábamos contra las olas. Aldana me decía que le dé la mano, Javier las barrenaba y nos chocaba. Algunas tardes nos compraban churros, nunca pirulines. Aldana se sentaba en una de las reposeras para comer. Me hacía un lugar para que me sentara al lado. A veces, a la noche, íbamos a los jueguitos. Jugábamos los tres al Wonder Boy y perdíamos enseguida. Un día fuimos a un parque de diversiones que tenía un gusano mini montaña rusa. Ese día, en el gusano, le dije a Aldana que me gustaba mucho. Me dio un beso y el resto de la noche caminamos de la mano por la peatonal. Había olor a copos de nieve de azúcar, pochoclos y frutillas caramelizadas. Pasó el trencito y, de la mano de ella, saludé al Power Ranger verde, el mejor.

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#2

El Pity era el mejor poeta barrial y Homero sonaba en las radios. No teníamos idea de todo lo que iba a pasar con él. Era el verano del 2000, inaugurábamos un milenio y tampoco teníamos idea de lo que se vendría dentro de no mucho en el país. Yo mucho menos. Tenía nueve años y estaba en la playa. San Bernardo tenía los mejores viejos tejeros que vi en mi vida. Concretamente, la playa de la calle Falkner tenía los mejores viejos tejeros que vi en mi vida. Inmigrantes Italianos, muchos, algunos veteranos de la segunda guerra mundial. Todos los días estaban ahí. Jugaban con tejos de madera, pesados. Dibujaban dos canchas en la arena y estaban desde la mañana hasta que casi cayera el sol. Eran todos viejos y yo. Y otro nene, flaquito, de ojos redondos y grandes, una mirada medio sorprendida todo el tiempo. A mí me fascinaba ver los partidos, conocer los nombres, hinchar por algunos en mi cabeza, ver sus técnicas de tiro. Cada vez que terminaba un partido y se tiraban a levantar los tejos para ver quiénes jugaban el siguiente, hacía fuerza para que quedaran agrupados mis favoritos: Cecilio, un veterano que aseguraba haber comandado un tanque M3, los mejores, según su opinión; Eduardo, un viejo de tranco corto y tiro violento, un bochador; el Papi, ese viejo con sonrisa pícara que apuntaba por el agujerito del tejo para tirar, con su gorra negra que decía “Papi”, en cursiva y en letras amarillas; Bultito, que tiraba muy mal pero era el abuelo de Aldana y Javier; Loreto, que tenía un movimiento previo a tirar que, en mi cabeza, hasta tenía música. Loreto me había bautizado el rayero, porque era el que anotaba los tantos en la arena. Y también estaban los que quería que quedaran juntos, pero para que perdieran: Rosamel y su banda; los mellizos, que no eran mellizos y además eran más jóvenes y, de algún modo, desagradables; Chicho, que me fascinaba su pique corto después de tirar, sus gafas aviadoras y su boina, pero que, por algún motivo, igual era de los malos; Antonio, un tano gritón insoportable y que, más de una vez, desconfió de cómo llevaba adelante los puntajes. Con el otro nene no jugábamos, nada más nos acercábamos mañanas y tardes enteras a mirar. Nos mirábamos de reojo, pero no nos hablábamos. La pasábamos en silencio, un partido atrás de otro.

Al lado de mi edificio, el Atlántico X, había una especie de pista de karting pero que alquilaban autos o camiones eléctricos. Ese año, quizás ya el anterior, me había dejado de parecer divertido ese juego. Pero ahora había una novedad: una cara de payaso gigante que abría y cerraba la boca. Podías subir por una soga cuando la abría, trepar y, después, saltar por la nuca del payaso a un inflable enorme. Era la sensación de ese verano. Un día nos cruzamos. El otro nene del tejo estaba ahí, se llamaba Gonzalo. Ese día sí nos animamos a hablar y jugar juntos. Después, comentábamos los partidos de tejo juntos en la playa. Todavía es uno de mis mejores amigos.

Rodrigo Delgado. Avellaneda, 1990. Estudió comunicación en la UBA, no es licenciado pero sí profesor. Da clases en nivel secundario. Colaboró en medios como Proyecto Under, El Acople o Revista BePé. También en algunos programas de radio. Actualmente es editor asociado en ArteZeta. Escribe cuentos y participó en algunos fanzines. También se presentó algunas veces en concursos pero no ganó ninguno.//∆z