Junto a añosluz editora lanzamos una antología por entregas para no olvidar el mundo. En esta edición escriben: Giovanna Rivero, Santiago Craig, Agostina Luz López y Guillermo Ferreyro. 

Foto de Gabriel Rossi

Hace largos días que vivimos encerrados. Las horas se alargan. Los días se expanden y multiplican; se clonan. La cuarentena nos genera un olvido del mundo y nos obliga a volver a aprenderlo. ¿Cómo son los espacios que comúnmente transitamos? ¿Cómo los recordamos? ¿Los recordamos? Escritoras y escritores contemporáneos, una suerte de backup del mundo, nos mantienen atados a la vida.

Acá podés leer Paisaje Interior #1


El lago

Por Giovanna Rivero

No era la ruta más corta, pero era la que prefería tomar por las mañanas para llegar a la universidad en la que coordino un seminario de escritura académica. El viaje era de una hora. Salía de mi casa en Lake Mary y tomaba la Interestatal 4 East para desembocar en la larga carretera F-417, atenta a los continuos desvíos que las actividades de construcción suponían. Desde que nos mudamos de la fría Ithaca a este condado tropical, me propuse no temerle al tráfico de la ciudad de Orlando, de modo que cada vez que me aferraba al volante como si fuera una extensión de mis brazos, del vector de mis pensamientos, recordaba que no podía entregarme a las marejadas de vehículos con actitud de víctima. Durante la mayor parte de mi vida en Estados Unidos me instalé en ciudades pequeñas, en ese tipo de provincias relativamente tranquilas llamadas college towns, edificadas sobre terrenos expropiados a los Sioux, a los Seminole, los Navajos, los  Apaches, los Chumash, Yokuts, Cayuga, Kitanemuk, Chu-nute, y otras naciones indias, gracias a innumerables tratados no ratificados durante la primera parte del siglo XIX y al Morrill Act, ley firmada por Abraham Lincoln en 1862 para propiciar la conformación de pueblos consagrados al estudio y la escritura compulsiva de papers académicos y en los que conducir es tan ‘complicado’ como seguramente lo era para las antiguas carrozas tironeadas por caballos de pulidos cascos. En Orlando, en cambio, hay que conectarse con la sombra jungiana para poder llegar a destino. Sin embargo, me daba modos para que ese camino de maldad automotriz me reservara también un tramo de alegría. La I-4 East tenía esa parte y a mí no me importaba gastar más gasolina en su recorrido.

El paso por el puente debía durar unos cinco minutos. Era un puente de barandas cortas, por lo que el resplandor del agua rebotaba en el cuerpo y se metía en los ojos, en el cerebro. Ningún pensamiento quedaba a oscuras. Cuando llovía, bajaba la velocidad para contemplar por unos microsegundos más la acupuntura de la lluvia sobre la piel esmerilada de ese lago. El Lago Jesup. Siempre me preguntaba cuánto costaría alquilar una de esas casas de la orilla, con terraza y enormes ventanales. ¿Qué podía hacer para merecerme una vida así? Una ventana a ese espejo encantado, anocheceres con el cielo diluido en la hondura incalculable. Quizás también ese lago, como muchos cuerpos de agua dulce de la Florida, incluso los que se diseñan artificialmente para adornar los condominios, anidaba aligátores y entonces, en la vida alternativa que reclamaba mientras vivía mi tránsito por el puente, debía estar preparada para su amenaza, recordarme que si un atardecer me aprontaba a registrar el hervor del sol en el horizonte, quizás me encontraría con los ojos obsesivos del famoso ‘caimán del Misisipi’, listo para correr en pos de mi carne, perversamente inconsciente de su legendaria velocidad de bestia flexible.

Después del puente me esperaba un buen tramo de camino flanqueado de vegetación. Las palmeras no eran tan altas como las de las playas; también los árboles, si bien anchos y oscuros, eran más bien petisos, como esos árboles frutales de Santa Cruz que se daban modos para seguir reinando en jardines improvisados o en veredas dominadas por el comercio ambulante. Cerca de la Exit 32 me preparaba para las sorpresas del día. Siempre había un desvío, un anuncio que obligaba a recalcular la ruta. En esa porción de mi camino el verde era escaso. Los tractores y aplanadoras de asfaltos se deslizaban como gigantes sigilosos, concentrados en lo suyo. Yo apenas notaba el avance; quizás porque no sabía cuál era el plan de tanto ir y venir de aquellos colosos. Había escuchado por ahí que el objetivo era surcar el mapa floridiano de autopistas de primer nivel, flamantes y suaves como estelas de mantequilla, para la Copa Mundial de Fútbol 2026. Admito con cierto pudor, eso sí, la fascinación que me producía ese cemento metódico capaz de esculpir contorsiones impensables en el aire, ¿era acaso el mismo barroco del capitalismo que causó asombro en Martí? 

Mi recorrido de vuelta a casa me deparaba otros paisajes. Los neones del coliseo Amway Center y el cosquilleo de las luces del downtown a lo largo de varias millas eran todo lo que necesitaba para pactar por unos momentos con esa estética de la modernidad gringa hecha de concreto y de trabajo inmigrante. Cuentan las noticias locales que los obreros no han parado, que aprovecharán este extraño repliegue de la vida para agilizar el trabajo, mano a mano con los robots. Al fin y al cabo, los robots no se contagian, no de esto. Sellarán la capa asfáltica de las avenidas, cancelarán algunas calles, abrirán otras rutas. No sé si cuando esto acabe, si se acaba, si volvemos, si nos parecemos a lo que éramos, mis trayectos serán los mismos. Por ahora, imagino que sin el ruido de los vehículos cruzando el puente, los caimanes del Lago Jesup asomarán sus magníficas cabezas, reptarán por el pasto húmedo y avanzarán hacia la tierra rejuvenecida como los primeros habitantes de una estrella nova. Cierro los ojos y los veo: prehistóricamente hermosos en sus escamas de obsidiana, inocentes y futuristas, sonrientes, invictos, saurios primordiales, hijos también ellos de un Dios vengativo y generoso. 

Giovanna Rivero (Montero, Bolivia 1972) Ha publicado libros de cuentos y novelas, entre los que destacan: Sangre dulce ( 2006), Tukzon (2008), Niñas y detectives (Bartleby 2009, Finalista de los Premios Cálamo 2010), Para comerte mejor (Premio Dante Alighieri 2018. Sudaquia, El Cuervo, Final Abierto, 2015, Aristas Martínez 2020) y 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, Random House, El Cuervo, 2014). En 2006 recibe el Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo por “Dueños de la arena”. En 2011 fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina”. En 2015 recibió el Premio Internacional de Cuento Cosecha Eñe por “Albúmina”. En 2018, su novela 98 segundos sin sombra obtuvo el Premio Audiobook Narration: Best Spanish Voiceover por la Society of Voice Arts and Sciences (SOVAS); y ha sido recientemente adaptada al cine por el cineasta boliviano Juan Pablo Richter. Obtuvo la beca Fulbright en 2007 y concluyó un doctorado en literatura hispanoamericana por la University of Florida en 2015. Vive en Lake Mary, Estados Unidos.


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Transportes

Por Santiago Craig

Salga. No esté apurado. Espere. Asegúrese de que sea hora pico. Hora pico es a las seis, es a las nueve, es a las siete y media. Camine a la estación. En sus auriculares, refracte al mundo; dele una consistencia posible, pero incierta. Hágalo dudoso. Como un padre desnudo detrás de la mampara del baño, como el ladrido de un perro en el medio del campo, cuando no pasa un auto, ni un caballo, ni nadie deambulando solo por la ruta. Esté ahí, camine. Tenga que ir a alguna parte. Al mismo lugar que mucha gente. Otra gente. No sepa de la gente nada. Pero vaya con ella. Sea uno más entre todos. Toque los mismos tubos de aluminio, pase, por donde ellos pasan sus manos, sus tarjetas, las suyas. Avance a tropezones. Busque la línea amarilla que le indique el lugar exacto para sus pies. En la contemplación de sus zapatillas, de sus mocasines, de sus zapatos bicolor, encuentre un momento de rara inspiración filosófica. Dígase que podría estar ahí o en cualquier otra parte, dígase que tener dos pies es extraño, que haya en el mundo tantas versiones distintas, tanta oferta de calzado. Dígase que le resultaría complicado explicar, si eventualmente un marciano se lo preguntara, un ser venido de otro tiempo, por qué hay tanto empeño y creatividad puesta al servicio de tapar los pies con formas bellas, aeróbicas, sensuales, coloridas. No recuerde sus pensamientos, más bien dejen que apenas palpiten. Vealos morir antes de arraigar, estirarse y florecer: desentiéndase. Usted espere. Como todos. No viva. No avance. Espere. Esté en la estación, hágase un toldo mínimo sobre los ojos con la palma de su mano y mire las vías, el túnel, la avenida. Deslice fotos ajenas en el teléfono, empantane el pulgar en el charquito estancado, persistente, de los mensajes de texto. No responda nada. A nadie. Espere. En la parada. Mire a los otros, sea los otros. No se sienta ni más ni menos. Eventualmente, estornude. Límpiese la humedad de la nariz con la manga de su camisa o el antebrazo desnudo. Suba al vagón, al colectivo. Entre los demás, ubíquese. 

Lea las publicidades. A veces, desde la ventanilla, adivine en una sombra o en una vidriera algo que podría acercarlo a la felicidad. Piérdalo entre los otros pensamientos infértiles, abortados. Distraigase. Escuche el pedido de ayuda de un enfermo terminal, de un preso reinsertado, de una madre que vende a voluntad pañuelos de papel tissue. Elija a cualquier persona del montón. Una mujer, un hombre. Particularice. Póngale encima de los hombros una cabeza de animal. Viaje con búhos, conejos, huemules, pelícanos. Apoye las manos debajo de sus muslos, en el asiento. Adormezcase. Escuche el ronroneo, los bufidos, el canto, los relinchos. Abrase camino, avance. Esté a la vez ahí y en otra parte. Como siempre, pero andando. En algún punto, levántese, cruce la puerta, toque el timbre, solicite parada, bájese. Despida desde el andén, desde la plataforma elevada al vehículo que se va. Salga. Esté otra vez en el mundo. Salte de vagón en vagón, de línea en línea. Salga. Deje que los demás lo miren, lo toquen, lo acompañen, lo esquiven, lo teman, lo nombren, lo ignoren, lo sorprendan, lo empujen, lo indignen, lo contengan, lo enamoren, lo transporten.  

Santiago Craig (Buenos Aires, 1978). En 2010 publicó su primer libro de relatos El enemigo. Sus textos fueron incluidos en varias antologías, entre ellas: Antología Cuento Digital Itaú 2012 y 2014, Antología de Relatos El Fungible, Cuentos Cuervos y Ella y otros relatos, del Premio Municipal de Literatura Manuel Mujica Láinez. En 2012, ganó el Premio Provincial de Poesía de Córdoba con su poemario Los Juegos, publicado luego por la Universidad de esa misma ciudad. En 2013, su libro de relatos Tormentas, obtuvo una mención especial en el Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz. En 2015 ganó el primer premio del Concurso Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional y la editorial interZona, con su cuento “Elefante”. En 2017, editó Las Tormentas, un libro de relatos (Ed. Entropía) que fue uno de los cinco finalistas del Premio de Cuentos Gabriel García Márquez 2018 y obtuvo la primera mención en el Premio Nacional de Literatura. En 2018 publicó 27 maneras de enamorarse, su tercer libro de cuentos (Ed. Factotum). Durante 2020/21, publicará su primera novela: Castillos, por Editorial Entropía y el libro álbum infantil Un coso, por editorial Limonero. Desde 2015, coordina un taller de escritura.

 


Las butacas del teatro

Por Agostina Luz López

El recorrido de la cuarentena es breve. Un mapa de los espacios interiores que uno conoce bien. De la cocina al sillón, del sillón al patio, del patio a la cama, de la cama al baño. El transito es corto pero privilegiado. Es extraño ver películas donde la gente está apretada viendo una ópera o unos chicos están en un campamento gritando porque dos compañeros se besaron. Es como una parte de la vida que quedó suspendida. Los sueños como las películas también tienen acceso libre a otros territorios: estamos con mi hermana en una manifestación pidiendo que no cierren el colegio al que fui, mi abuela muerta me visita en un lugar que es una habitación oscura y llena de camas.

Pienso en un estreno de teatro, en una sala de doscientas personas, con las butacas una al lado de la otra, cada uno con su equipaje de microbios flotantes. Los abrazos fuertes son casi una convención en el mundo del teatro, que ahora, desde el mundo de mi cama, me parecen otro de los sueños que tuve durante la noche.

Recuerdo las butacas del Teatro Sarmiento con su felpa verde y la sensación de ser parte de esa comunidad, que atenta, mira a otros seres humanos que hablan, bailan, tocan instrumentos. Las personas ríen, murmuran comentarios de los actores, se quejan, balbucean, algunos pueden alcanzar el llanto, y otros son capaces de levantarse en el medio de la función para volver a su casa.

Las sillas de la sala en Zelaya, un espacio con jardín en el medio del Abasto, también están una al lado de la otra. Digo uno al lado de la otra como algo que es una obviedad y que hoy parece un mundo que estoy recordando y que no existe. Como un ejercicio de memoria. Es una sala para cincuenta personas y había una obra donde un globo enorme explotaba casi al lado de las personas. También fumaban porro y con un ventilador lo hacían llegar al público. ¿Volverá ese teatro íntimo, casi asfixiante, de cercanía extrema, de compartir el aire y las emociones?

En el jardín de Zelaya, cuando organizo lecturas, lxs chicxs reposan al lado de los árboles y arman postales de pinturas renacentistas. Los más grandes se sientan en sillas y escuchan a los escritores recitar. Se arman multitudes que deambulan con cervezas, apoyan sus pies en el barro y se sostienen en la casa de madera.

Recuerdo ir a teatros donde somos veinte personas que casi nos rozamos las manos y las piernas mientras vemos escenas, teatro enormes con distancia al escenario pero no entre nosotrxs donde el desconocido al final de la función termina por ser conocido.

Puedo sentir las distintas texturas de las butacas: acolchonadita, dura, rígida, flexible, algodonosa. Los colores también cambian: rojos, verdes, negros, azules.

Hoy no me interesa tanto pensar en qué es lo qué podría ver, sino poner el foco en el público. Como si todas las luces dentro de mi cabeza fueran hacia la platea.

Entonces, dirijo las luces hacía allá, y rememoro esa emoción que me da cuando una obra de teatro va a empezar. El teatro es tan vivo que todos formamos parte. Es fácil de comprobar que no es una frase hecha yendo dos veces a ver una misma obra. El público modifica con su energía lo que es observado. Somos una célula que se mueve junta: obra y espectadores. Un magma que se mueve al unísono. Respiramos a la par y armamos un ecosistema. No hay fronteras entre los que vemos ni entre los que hacemos y vemos. En ese momento, como un ritual, estamos todos juntxs.

Ahora quiero imaginarme que estoy ahí y una actriz sale a escena para decir la primera palabra de una obra que por romper el hielo, está cargada de significado.

Tengo nervios, excitación. Tenemos las caras libres de barbijos y nuestros gestos se dibujan. Somos una comunidad entera atravesados por las emociones, por el salto cuántico de vivir una experiencia tejida a mano. El teatro es artesanal, hecho de cuerpos y presencias. El aire que nos une muestra esos lazos escondidos que existen.

¿Cómo volveremos a estar juntxs en las butacas del teatro?

Agostina Luz López (1987) es escritora, actriz y directora de teatro.
Dirigió Mi propia playa y La laguna, con la cual realizó una gira por el festival Theater Spektakel (Suiza) y el festival de artes performáticas Noorderzon (Holanda) y por el festival Dos Pointos (Brasil) y con la cuál gano numerosos premios. Realizó el programa Watch and Talk en el Theater Spektakel y la residencia de dramaturgos internacionales en el Royal Court Threatre. Estrenó Los Milagros en el Cultural San Martín y la obra Animal romántico en el Teatro Sarmiento. Publicó su primera novela, llamada Weiwei (NoTanPuan, 2016, Elefante, 2018) que obtuvo el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes.


El desviado

Por Guillermo Ferreyro

Cuando alguien advirtió lo de las hojas de afeitar en los toboganes de madera, todos pensamos en él. 

En vez de Máximo debería llamarse Mínimo. No pasa el metro cincuenta. Cuánto puede pesar.

Cincuenta kilos. El pelo parece alas de una cucaracha. El peinado un lengüetazo. Orejas de ratón, redondas y salidas. Ojos de huevo. Qué mirada jodida tiene. A quién es parecido.

Si uno es nuevo en un barrio, vive solo y no se da con nadie se vuelve materia de observación. 

A las 22,30, de lunes a domingo, enfundado en un traje negro y un guardapolvo celeste colgándole del brazo, Máximo sale de su casa hacia el hospital Vélez Sársfield. Siempre hace el mismo trayecto. Magariños Cervantes hasta Moliere, pausa en la iglesia del Sacratísimo Corazón, una caricia a la virgen que preside el portal. Sigue hasta Miranda. Le pide fuego al patovica del cabaret Madelaine. Fumando tranquilo, cruza Lope de Vega, luego el helipuerto y frente al postigón trasero del hospital, apaga el pucho en el piso, se persigna y entra. También tiene rutina de regreso. Salida por la puerta principal a las 8, compra tres figazas de manteca en la panadería Delikatessen, camina por Calderón de la Barca hasta César Díaz y dobla a la derecha. Agarra la Juan B. Justo, bordea el asilo y se mete por el medio de la plaza Los derechos del hombre. Toma agua en el bebedero. Continua hasta Irigoyen y vuelve cincuenta metros sobre Magariños Cervantes.

Por qué ese desvío. Cuatro cuadras de más. Le gustará caminar. Teniendo la calle Cortina, se desvía. Querrá controlar la parte de atrás de su casa. No es casa, es un departamento tipo casa, al fondo.

La plaza Los derechos del hombre ocupa apenas tres cuartos de manzana, rebanados a las viviendas. Enfrente hay una plazoleta triangular y otra franja de tierra que llega a las vías. El espacio parece haberse formado por violentos cortes rectilíneos zanjados con calles que  fueron senderos y arroyos de llanura. El fondo de las casas da a la parte de los juegos. Varias veces los vecinos devolvieron una pelota asesinada a cuchillazos o tiraron baldes de agua. Pero lo de las hojas de afeitar era de una crueldad increíble.

Acá nos conocemos todos. Quién podría hacer semejante animalada. Un extraño. Alguien con una desviación criminal, que no estaba antes, porque de lo contrario ya lo hubiera hecho. Una persona que trabaja de noche que necesita dormir la siesta y el bochinche de los pibes lo enloquece. 

Seguro que el desvío de Máximo es para pasar por los toboganes. Si no hay nadie, insertará las hojas de afeitar en las maderas. El petiso orejudo. A ese se parece. Él es el terrorista. Tenemos que averiguar en qué momento perpetrará el atentado. Desde las nueve de la mañana hasta que oscurece hay chicos en los juegos. Tenemos que pescarlo con las manos en la masa. El hospital por las noches es su coartada. Le queda cerca. Dos, tres de la mañana no hay un alma. Una escapada y listo. Puede ser médico y eso le facilitaría las escapadas. 

Supimos que uno de los de seguridad del hospital también lo es de Madelaine. Le dimos unos mangos. Sacó un encendedor. Nos pidió un cigarrillo. Pegó un pitada y mientras largaba el humo empezó a explicar: -Máximo Avelino Pérez es el morguero. El encargado de los cadáveres. Los busca en el lecho de muerte, los carga en la camilla y los lleva a la morgue del hospital. Su horario es de 23 a 7. Es el único que tiene la llave. Lo pueden llamar en cualquier momento del día, por eso tiene que vivir cerca y estar disponible. Si lo llegan a buscar y no lo encuentran, lo rajan. En estos lugares la gente se viene a morir, pero no se sabe cuándo -se quedó pensando hasta acabar el cigarrillo-. Tampoco sé por qué trabaja de noche. Por ahí, la gente se muere más a la noche y a la madrugada, qué se yo. Si esperan un rato le preguntamos. Siempre se desvía para pasar por acá a pedirme fuego.   

Controlamos los movimientos de Máximo. Tres veces lo descubrimos, a eso de las cuatro de la tarde, subido a la escalera del tanque de agua. Hacía que arreglaba el flotante. Todo el tiempo clavaba esa mirada jodida  sobre el arenero. Siete veces asomó esos ojos ponzoñosos por encima de la medianera.

Una tarde de pleno verano, a eso de las cinco, va directo al hospital, trajeado y con el guardapolvo.  Estuvo cuarenta minutos y cruza a Madelaine. Al salir del cabaret hace un nuevo desvío. Corremos por las calles paralelas. En la plaza Los derechos del hombre una docena de chicos siguen  por los subibajas, el columpio, los pasamanos y los toboganes. Máximo llega por el camino central de la plaza. Vigila de lejos. Hipnotizado, observa a los chicos subir las escaleritas y lanzarse sentados, acostados o poniendo el pecho en las tablas. Nos acercamos. Lo rodeamos. No parece notarlo. Le preguntamos sin presentarnos. 

-¿No se aburre de mirar?

-Me gustan los chicos.

-Los va terminar ojeando.

-Alguien tiene que cuidarlos. 

Da un paso atrás para poner distancia de nosotros.

-Para eso están los padres, los hermanos mayores o algún vecino de confianza.

-Los padres los dejan solos, los hermanos también. Y quién puede confiar en un vecino.

Camina hacia la esquina. Lo seguimos. Le interrumpimos el paso. 

-¿Por qué se desvía?

Intenta seguir. Lo cruzamos. Su mirada pasa lenta sobre nuestras braguetas. Levanta la cabeza un instante para ver las caras a su alrededor. Nos llega un poco más arriba del ombligo. Lo cercamos con nuestros cuerpos. De abajo del guardapolvo suelta una tira de de hojas de afeitar unidas por un alambre. La hace girar como un látigo y la mantiene haciendo círculos en torno a él, como si fueran boleadoras. Todos retrocedimos, abriéndole paso. Cuando está a unos metros dice: “Por suerte los niños tienen alguien que los cuida en serio”.

Camina hacia Irigoyen. Pasa entre varios clientes de La heladería Venus que miran extrañados la escena. El guardia patovica del Hospital y de Madelaine chupa un cucurucho frente a nosotros. No sabemos cómo actuar.  Lo esquivamos. Máximo se apura. Dobla en Magariños Cervantes. Caminamos rápido. Él casi trota. Lo seguimos hasta que se mete en su casa. Escuchamos el eco de sus pisadas alejarse hacia el fondo por el largo pasillo. //∆z

Guillermo Ferreyro Lamela (Buenos Aires, 1963) es director general creativo y redactor publicitario. Luego de graduarse y trabajar como técnico químico, dejó la industria para dedicarse a la comunicación, el arte y la literatura. Se desempeña como consultor publicitario y sigue la carrera de escritura narrativa en Casa de Letras. Publicó los libros Pinturitas, La cloaca y Mal Trato.