La serie protagonizada por Jason Bateman y Laura Linney se despega del mote de otra serie sobre narcos enfocando la temática ya no desde la sustancia como desde el poder de los números. Una lectura microscópica para la revelación de 2017 en el titánico Netflix.

Por Hernán Ojeda

No es casual el rotundo calificativo de duras o exactas que se le adosa a ese grupo de ciencias ajenas a las interpretaciones. Más que un calificativo, es prácticamente un imperativo epistemológico que anula toda posibilidad de discusión ante los resultados. Sin embargo, cuando se trata de cuentas todo se vuelve discutible; no por los números en sí -cuya entidad y valores de por sí son incontestables y asumidos por todos desde la educación temprana-, sino por las operaciones en las que se ven envueltos. Porque si bien todo es cuantificable, también esas cuentas son fácilmente corruptibles. Entonces, podemos hablar de la economía como una doctrina dura, pero quizá no tan exacta, porque como dicen algunas tendencias: los números cierran con la gente adentro.

En Ozark, la nueva creación del ya titán audiovisual Netflix, el tándem ejecutivo-creativo compuesto por Will Dubuque y Mark Williams (ya vinculado discretamente en cine con The Accountant y A Family Man) nos presenta una historia acerca del narcotráfico en América del norte. Uno puede decir, casi sin temor a equivocarse: ¿otra más? Sí, otra más, pero en Ozark no sólo el sombrero es nuevo, sino también el enfoque. No tenemos la perspectiva policial del Sicario de Vileneuve, ni las biopics centradas en los narcocapos al estilo El Chapo, Narcos o El patrón del Mal; en cambio, sí podemos acercarnos mucho más al tipo de drama planteado en The Wire o -comparación más que obvia- Breaking Bad. Pero, si bien puede haber puntos de contacto, Ozark funciona bien desde una perspectiva tan simple como reveladora: la del tipo que hace los números.

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La narración de Ozark corre por cuenta de Marty Byrde (interpretado por un dignísimo Jason Bateman), un asesor financiero residente en Chicago que, detrás de un semblante desangelado y una familia tan alineada como disfuncional, oculta su rol como blanqueador de activos del segundo cartel narco más importante de México, que tras una serie de desaciertos y engaños se ve obligado a mudarse junto a su familia a la locación turística de Missouri que le da nombre a la serie. Su función queda explícita desde un primer momento, en donde su rol como narrador en off se mezcla con una situación de oficina clásica y un condimento disruptivo que impacta de entrada, dejando en claro que nada en la serie será armónico. La mencionada participación en off de Marty (fundamentalmente en los episodios 1 y 4) funciona como un condimento teórico interesante que le otorga a la serie cierta cohesión, sobre todo si consideramos la cantidad de tiempo -y con él, de procedimientos- que queda elidido a lo largo de los diez episodios de esta primera temporada.

El episodio 1, “Sugarwood”, inicia con un manifiesto del protagonista acerca de la valoración del dinero: “Mirá, pienso que la mayoría de las personas tienen una concepción errónea del dinero: ¿es, acaso, una simple unidad de intercambio de bienes y servicios? […] ¿Es garantía de felicidad, de paz mental? Dejame proponerte una tercera opción: el dinero es un parámetro de medición. Paciencia, frugalidad, sacrificio… ¿qué tienen esas tres cosas en común? Son decisiones […] El dinero es, en esencia, el resultado de nuestras elecciones”. El dinero, así como todo en Ozark, es cuantificable, medible: si da resultados, sigue en pie; en cambio, si empieza a restar, se elimina. Marty Byrde encarna esto desde una personificación casi perfecta del estoicismo, apenas doblegada por las infidelidades de su mujer, Wendy (Laura Linney, impecable), o las presiones del capo Del Río (Esai Morales). En efecto, son las decisiones las que juegan fuerte en Ozark, y todos los sucesos se desencadenan de manera bastante consecuente a medida que las decisiones se van entrecruzando.

ozark bateman

Todo en esta serie es un devenir del pragmatismo y la resolución directa, sin medias tintas, y es así como también se van forjando en un crescendo sombrío las psiquis de los personajes. De paso, allí es donde se vuelve inevitable el vínculo con Breaking Bad. La serie de Vince Gilligan, paradigma inesquivable del modelo narrativo de las series modernas, se impone como una comparación odiosa para quienes pretendan opacar los méritos de Ozark; sin embargo, poco hay que pueda considerarse linkeable. La figura del antihéroe de Bateman es mucho más operativa y funcional que la de Bryan Cranston, presentándonos una trayectoria delictiva ya avanzada que se topa con desafíos directamente relacionados con la necesidad de supervivencia. Por otro lado, en Ozark no nos encontramos con la parafernalia de las matufias y los tiroteos que pueden encontrarse un poco en Breaking Bad, y mucho más en el resto de las series sobre narcos. En la producción de Netflix los tiros son sólo los necesarios para ejecutar, sin demasiado escándalo, austeridad justificable desde la misma presentación de la serie en voz de Bateman: cada bala implica una consecuencia que la serie debe afrontar, y aquí sólo se asumen las que la trama requiere.

Juzguemos al libro por su portada

En una época en la que las series deben madurar el nocaut desde el mismo opening -con el caso paradigmático de Game of Thrones-, Ozark se luce en el suyo con una simpleza deslumbrante: un óvalo, dos líneas a modo de ejes y cuatro íconos que juegan a imitar la morfología de los formantes restantes del nombre (Z, A, R, K) y a la vez, funcionan como pista cronológica de los núcleos narrativos del capítulo. Este detalle no es menor, ya que nos permite centrar la atención en los detalles y estar al tanto de lo que va sucediendo en el entorno, ya que las tramas se van espiralando con bastante sutileza y también tienen un correlato idóneo con la banda de sonido: canciones como “Decks dark” de Radiohead en el E01 y “Still the same” de Bob Seger en el E03 establecen relaciones semánticas muy enriquecedoras para la interpretación y hacen al todo que rodea la historia. A su vez, la locación elegida para el desarrollo ambienta el camino de redención de Byrde en un paisaje vacacional, pero alterado por un tratamiento impecable de edición de la paleta de colores, tendiente hacia las tonalidades frías, casi lúgubres, donde los susurros y los ambientes que podrían aplacar tensiones son, en realidad, escalofriantes. La focalización de estos elementos traspone las emociones al marco, le da un aporte sustancial al producto final.

Es ahí, en los detalles, en aquello que normalmente se considera ínfimo, donde Ozark triunfa. Lejos del espamento de las balaceras, con una dosificación sobria de la violencia, un reparto impensado para el género y una fluidez narrativa muy estable, con diálogos sólidos y entretenidos. Nos espera una segunda temporada, ya confirmada por Netflix bajo el pretexto de un pseudo spin-off, en la que esperemos que no sean presa de su propio manifiesto y lleven a Ozark a ser víctima de sus decisiones.