El pasado 18 de octubre cumplió dos décadas la serie que cambió la historia de la televisión argentina al retratar una marginalidad cruda y sin cinismo. Mientras se tramita su llegada al streaming, de la mano de Netflix y Santi Motorizado, analizamos el por qué de su impacto
Por Iván Piroso Soler
Durante muchos años, la ficción audiovisual argentina se bifurcó entre el acartonamiento casi barroco de las producciones de estudio y la prosa cruda de un incipiente neorrealismo nacional. Cada nueva época de la producción local coincidió con la ruptura o desplazamiento de estos cánones. La crítica se sorprendió siempre que las paredes de los decorados de cartón de los estudios se tiraron y se dio lugar a un nuevo modo de filmar historias más reales, sacando la cámara del trípode y llevándola a la calle. Sucedió con la Generación del ‘60 (Fernando Birri, Leopoldo Torre Nilsson), pasó más tarde con el Nuevo Cine Argentino (Pablo Trapero, Raúl Perrone, Martín Rejtman). A comienzos de siglo, en su primer episodio emitido el 18 de octubre de 2000 por Canal 7, Okupas mostraba una pared siendo derribada a martillazos. En un primer momento, ese derrumbe sólo era percibido a través del sonido de los golpes. La pared estaba siendo tirada abajo desde el otro lado. Pasó de nuevo. Esta vez en la televisión.
Creada por un joven Bruno Stagnaro y producida por Ideas del Sur, con Marcelo Tinelli a la cabeza, Okupas contaba la historia de Ricardo (Rodrigo de la Serna), un joven de casi 30 años que, como millones en la Argentina de principios del siglo XXI, no tenía trabajo y había abandonado los estudios. Su vida da un giro del que no conocerá retorno cuando su prima Clara (Ana Celentano) le ofrezca vivir en una vieja casona recién desalojada del barrio de Once mientras se concreta un negocio de la agencia inmobiliaria donde ella trabaja. Sin mucho que perder, Ricardo se interna en el corazón de la ciudad para hacerse cargo de una propiedad que no le pertenece, desatando problemas imprevisibles.
La historia de Stagnaro tuvo como principal impulsor a Marcelo Tinelli. El productor confió en el producto y, sobre todo, apostó al futuro del joven director. Con 27 años, y con la exitosa Pizza, Birra, Faso (1998) en su CV, no poseía los vicios de la televisión de la época. Bastaba con ver alguna tira de fines de los ‘90 para entender su enfoque: problemas cotidianos con encuadres que aislaban completamente a los personajes de su contexto tanto barrial como nacional. No había economía o gobiernos identificables. Okupas plantó una posición en su primera escena: entre la ficción y el documental, un desalojo violento llevado adelante por la Policía Federal en una casa del barrio porteño del Once era el primer contacto entre el espectador y la mini-serie.
Indefenso ante la amenaza expansionista de unos vecinos, Ricardo encuentra refugio en la experiencia negociadora del Pollo (Diego Alonso) y en los perros que pasea Walter (Ariel Staltari). Al trío se le suma el Chiqui (Franco Tirri), un pibe que solo tiene ternura y buenas intenciones para aportar. Los cuatro se enfrentan a la rutina de una juventud sin trabajo fijo o estudios. Sobre los hombros de Ricardo se posa la disyuntiva existencial entre el destino que le proporciona cierta garantía familiar y el despegarse de lo que él intuye que la sociedad espera de su persona.
Es sabido el éxito que significó Okupas tanto para la señal estatal como para toda una generación. Personajes que hablaban, se veían y gesticulaban de manera reconocible para los espectadores; escenarios que los televidentes caminaban todos los días; problemáticas tratadas con verosimilitud y cierta sorna despojada de cualquier cinismo. Sin repetir la fórmula, Stagnaro supo transmitir cierta impronta de su ópera prima e impactó de lleno en una audiencia acostumbrada a la prolijidad coreográfica de los sets de Pol-Ka.
El espiral descendente de Ricardo comienza cuando, en un viaje iniciático hacia el sur del conurbano bonaerense, tiene un primer encuentro con las drogas duras. Lo que puede suponer una experiencia de una noche de frenesí y mera experimentación, significó en él un encuentro con una parte de sí mismo que no conocía y busca empoderar. A partir de allí, se encuentra con todo tipo de personajes que lo ponen al límite de la ley, de su experiencia y de su propia integridad física: Sofía, su vecina; El Negro Pablo (Dante Mastropierro) y sus secuaces; el fletero del Docke y Miguel (Jorge Sesán) —quizá quien más lo enfrente consigo mismo y el mundo exterior— componen un coro de personajes que van endureciendo a Ricardo de una manera en la que, quiera o no, va perdiendo su ternura inicial.
Ricardo, El Pollo, Walter y El Chiqui tienen sus idas y vueltas. Clara, luego de ver que el cuidado que imaginaba tranquilo y temporal de su primo se convirtió en un dolor de cabeza, acciona —a su pesar, hay que decirlo— las palancas legales para desocupar la casa. Esto tensiona la relación de los cuatro y la comedia con la que comenzó la serie pasa a transformarse en un thriller que no escatima dosis de suspenso, crudeza y violencia. Aún así, el baile rolinga de Walter, la impronta casual del Chiqui y el Pollo funcionan como comic relief en los momentos necesarios.
Ya sea por nostalgia o mérito propio, como sucede con Los Simuladores, un público reclama por la serie en las plataformas de streaming. Que aún no esté disponible online responde a una cuestión legal: la serie usa canciones limitadas por derechos de copyright. Netflix parece haber encontrado la solución (que no dudó en utilizar en obras como Evangelion, con disímiles resultados): reversionar las canciones. El responsable de darle su toque personal a este gran soundtrack será Santiago Motorizado, cantante y líder de El Mató a un policía motorizado. Más allá de la elección del artista, es importante preguntarse si funcionaría de la misma manera la alquimia entre la historia, el relato y su musicalización. Las canciones elegidas para acompañar la historia de Ricardo y compañía noparecen ser casuales. Las piezas, casi todas de la década del setenta, reflejan una orfandad de los personajes respecto a los productos culturales de su época. Sin un ancla, una referencia sincrónica de las expresiones artísticas del momento, Okupas manifestaba esa brújula rota de sus personajes. Una ruptura con el aquí/ahora y, con ello, una falta de voluntad o motivación para transformarlo.
En su guión, Stagnaro, Esther Feldman y Alberto Muñoz lograron componer un mosaico que reflejaba, en mayor o menor medida, la arqueología de un país que ya no existe. Habría que preguntarse qué premió Aptra con sus Martín Fierro al galardonar la obra: si un fresco sociológico inconmovible y difícil de ser modificado o una denuncia sobre aquella juventud pauperizada que pedía a gritos ser considerada como sujeto. Difícil saberlo. Lo cierto es que el mundo en el que se estrenó Okupas en el 2000 terminó varios mundos atrás. Aún antes de la pandemia del Coronavirus que barrió con varios conceptos en su paso por el 2020, un colapso sistémico sobrevino un año después de finalizada la serie. El 2001 y la posterior reconstrucción de aquella explosión conocida como el “Argentinazo” puso a la juventud nacional en otro plano. Las familias desalojadas, el vínculo entre los jóvenes y las drogas, la educación y los trabajadores desocupados hoy no sólo tienen otro lugar en el sentido común sino que sus sujetos ganaron un piso de derechos y de organización que difícilmente podrían quedar afuera de un mundo imaginado por los autores de esta o cualquier ficción que se considere realista.
Sol negro, Disputas, El Marginal, El Puntero y tantas otras obras fracasaron allí donde Okupas triunfó, al menos en lo que a sinceridad se refiere. Vale la pena preguntarse qué camina hoy al costado de las pantallas para que se vuelva a desgarrar el telón de la ficción y nuevos jóvenes se animen a bailar al borde del fin de un mundo. //∆z