El pasado miércoles se presentaron en el Zaguán Sur los canadienses de Nadja junto a grupos locales de la escena drone ambient. ¿La conocías? Acá las impresiones de nuestro cronista presente en el lugar.
Por Claudio Kobelt
Fotos por Pablo Lakatos
Muchachos barbados y chicas con tatuajes, todos con remeras negras con inscripciones de grupos de metal, stoner o death colmaban la capacidad del Zaguán Sur el pasado miércoles en un evento que quedará en la historia no solo para los amantes de ese particular subgénero que es el drone, sino para todos los que en algún momento se quieran jactar con el famoso “yo estuve ahí”. Pues ésta fue una jornada de la que nos dará orgullo alardear.
Armado solo con una notebook y una guitarra eléctrica, la noche comenzó con Dronevil. Un proyecto de un hombre solo, una especie de Dr. Frankestein del sonido que manipula su computadora y su guitarra con suma precisión y suavidad, a la vez que dispara sonidos profundamente graves y violentos que espesan el humo de la noche. Algunos beats sin tiempo marcaban un ritmo irregular e imposible de seguir, mientras la guitarra rugía distorsión gruesa creando una atmósfera cerrada. Los sonidos electro se estrellaban en picada, a la vez que desde la pantalla unas figuras geométricas y puntiagudas se clavaban directo en la retina.
Dronevil entiende y maneja a la perfección el drone, esa subespecie de música ambient detonada, atómica, quemada de efectos y pedales, como si John Cale se juntara con Black Sabbath. Y si la palabra que más viene a la mente con ese sonido hipnótico y oscilante es viaje, pues el de Dronevil es un recorrido sin fin por una carretera en llamas al corazón del nervio, un palpitar constante. Un sonido envolvente y eterno, una tormenta sensorial, áspera y tenaz. Dronevil se retiró del escenario dejando el espacio y los oídos calientes para lo que vendría a continuación.
Si la movida drone es toda una novedad para usted, sepa que en Buenos Aires existe una escena afín de donde resaltan dos bandas: Buthan y Stilte, quienes tuvieron la enorme idea de fusionarse y armar una especie de supergrupo para tocar como invitados en esta fecha. Y digo enorme idea porque lo que hicieron esos muchachos esa noche dejó realmente con la cabeza fuera de eje a los allí presentes. Sobre la imagen en blanco y negro de un bosque sumergido en la neblina, STILTE BHUTAN BIG BAND (así denominaron esta unión) construyó una experiencia sonora claustrofóbica y a la vez liberadora, con el sonido propio del eco al final de la caverna. Dos bajistas, tres guitarristas, dos theremin, un baterista fulminante y un saxofonista con máscara sadomasoquista formaban esa armada oscura de destrucción masiva.
El sonido era cósmico y etéreo, con los graves en la escala de Richter y los agudos radicalmente violentos, una piña sónica al pecho de los presentes a la velocidad de un cometa. Un clima vibrante e ineludible, con todos los sonidos puestos en el fuego, crepitando, aturdiendo, otorgando un misticismo extra al hechizo. Los riffs se repetían una y otra vez, mientras el público mecía sus cabezas en un latigazo lento y marcado. El trance es profundo y los cuerpos zumbaban en sintonía. Y tras la ejecución de una sola y larguísima “canción”, nunca estática, en continua mutación, la Big Band se despidió del escenario con un aplauso ensordecedor, y no es para menos. Un pedido se repite en los labios del público, una moción que apoyo sin dudar: que esta unión de bandas que la música ha realizado, no la separe nadie jamás.
Algunos minutos después ntre luces rojas y saludando tímidamente, el apocalipsis comenzaba: Nadja arrancaba su show. El dúo canadiense que minutos antes se encontraba entre el público atendiendo su puesto de discos, se subió a las tablas, programó su consola y beats preseteados y comenzó sin más. Ella, la bajista Leah Buckareff, permaneció de espaldas al público toda la noche, mientras él, Aidan Baker, tocaba la guitarra, controlaba las maquinas, y cantaba con una voz clara y rugosa, un tono vocal que corta al medio ese sonido denso, aportándole una inesperada textura a las múltiples capas sonoras. El baterista fantasma, por llamar de alguna manera al beat electrónico, nunca se equivoca, claro, y todo es sumamente preciso y medido, para nada improvisado como se podría suponer en “canciones” de 15 minutos de duración. Y abuso de las comillas para referirme al término canción pues cómo denominar a esa especie de rugido ancestral, sin estructura ni duración formal, a la combinación justa entre shoegaze, stoner, ambient y doom. Una nota sonando, rebotando en el cosmos, repitiendo un sonido en el tiempo hasta que se diluye entre los dedos, agregando en el proceso otro espesor a la trama sónica. Ese eco grave y resonante en Nadja, es como el paso cansino pero invencible de un ejército en lenta marcha demoliendo el paisaje a su paso. Un camino lleno de espinas y en subida hasta la cima.
Baker amasaba y estrujaba el sonido exprimiendo hasta la última gota de su esencia, raspando incansable cada aspereza. Mientras que el sutil aporte de Buckareff fue decisivo para que esa bola de demolición llegara lo más lejos posible. Juntos crean una luz negra y letal, como un flash en la oscuridad que enceguece a la vez que sensibiliza y despierta. Y el vendaval llegó a su fin. Esa tormenta de arena gris cesa, dejando nuestros sentidos en paz. Pero la multitud ruge y pide otra: “Olé Olé olé olé Nadja! Nadja!” grita la popular y los Nadja se miran, asienten con una semi sonrisa, y vuelven a arrancar, esta vez con un track bellamente sombrío. Luego sí, finalmente se retiran, y aunque los asistentes reclamaban más, la música del dj comenzó a sonar indicando el final de una noche profundamente especial, con aire a leyenda flotando en el cielo del Zaguán, con el drone vibrando nuestro suelo y estallando en el techo con su cuerpo negro y sus alas de fuego, quebrando para siempre la noche, el recuerdo y su misterio.