Antes de su show en Argentina, a donde vuelve después de dos décadas, celebramos la música del artista australiano con una playlist colaborativa en la que no faltan anécdotas, reflexiones y agradecimientos.
Producción periodística: Matías Roveta y Alejo Vivacqua
Ilustración por Omar Sisterna
Vuelve Nick Cave después de más de veinte años y es motivo de festejo. De aquella semana mítica de noviembre de 1996, en la que ofreció junto a los Bad Seeds tres recitales históricos (en el Teatro Ópera, en la cancha de Ferro en el marco del Festival Alternativo de la Rock and Pop y en la intimidad de Dr. Jekyll), a la posibilidad de verlo en vivo en el barrio de La Paternal, en el Microestadio Malvinas Argentinas, en todo este lapso de tiempo hubo cambios en la banda (los fieles laderos Mick Harvey y Blixa Bargeld ya no están, y su principal socio musical hoy es Warren Ellis) pero no hubo alteraciones en el estándar altísimo de la calidad de sus discos y en la capacidad de Nick Cave para apoderarse de los escenarios como una bestia de la performance a partir de su magnetismo, carisma y voz profunda.
Para enmarcar una de las noticias culturales más importantes de este año, desde ArteZeta convocamos a una selección de invitados e invitadas especiales para que hablaran de la obra del músico australiano: la consigna –sencilla e imposible al mismo tiempo- consistía en elegir una canción en la obra de Nick Cave que les gustara e interesara mucho, por la razón que fuera. El recorrido es largo y hay para todos los gustos: los inicios con The Boys Next Door y el paso a The Birthday Party, banda clave de la escena post punk de principios de los ’80; el debut de los Bad Seeds con From Her to Eternity (1984), un disco salvaje plagado de pianos tenebrosos, guitarras sonando como taladros y alaridos desgarrados de un Nick Cave endemoniado y sufriente; la versión del blues cavernoso de los Bad Seeds en The First Born is Dead (1985), con la figura de Elvis sobrevolando el álbum como un fantasma mítico, a las canciones de amor de The Good Son (1990); de la etapa de versiones de Kicking Against The Pricks (1986) al dúo inolvidable con PJ Harvey en “Henry Lee”, del disco clave Murder Ballads (1996).
Amor obsesivo, enfermizo y visceral, amor real y relaciones definitivas; referencias bíblicas, locura, oscuridad, citas a poetas clásicos, escenas cinematográficas, historias de encierro y personajes marginales que purgan penas en prisión: todo eso cabe en el imaginario de un letrista voraz. También, el uso del grito como elemento rockero primal, el piano y el giro a las baladas a partir de The Boatman’s Call (1997), y la capacidad de crear arte a partir del dolor y la tragedia: de eso se trata en buena medida su último (y excelente) disco, Skeleton Tree (2016), atravesado por la muerte de su hijo Arthur y excusa sentida para esta nueva gira de Nick Cave and the Bad Seeds.
Damos inicio a esta historia coral con un texto que funciona de modo introductorio y que fue rescatado para la ocasión, con la venia del autor, Christian Jesús Ferrer, sociólogo y docente. Fue publicado en 1995 en la revista La Caja.
La estirpe de la Luna
A cierto tipo de criaturas, la luz de la Luna les concede vigor e ideas, irradiándoles un denso poder, un remedio para los mariachis que entonan salmos retorcidos a modo de retribución. Ese sol de luna ha “tocado” a Nick Cave, cuyas obsesiones religiosas lo conducen a la tierra de nadie donde Dios aún amonesta severamente a la descendencia de Caín. No es poco en un mundo donde los músicos de rock constituyen un modelo de bien pensantes y bien pagos: una peste cultural. Transgresión y capital, esa pareja tan bien avenida. Cave no está “contra” sino fuera de la ley. De la Creación, él es su cronista, su bufón, su apócrifo profeta. Pecador, claro, pero no miembro de la ciudadanía progresista que pretende mejorar a la humanidad. Amotinado espiritual, no reformista social.
Los héroes de Cave no son los revolucionarios o los desprotegidos, sino los rechazados, los sufrientes, y los que han sido arrojados al pozo de las cavilaciones. El linchado, el predicador lunático, el solitario, la troupe del circo, el buscado “vivo o muerto”, el dañado, el alcohólico, el taciturno, el extraviado, en fin, ese retablo de almas perdidas. Las grandes metrópolis procrean y aturden a este aquelarre y por eso la luna piadosa desliza un hacha vengativa entre sus manos. En sus canciones, la ciudad es un gran basural, una cloaca donde fermentan la incomprensión, la crueldad y el sufrimiento. No hay hogar, o bien es un sitio donde no se es bienvenido. La urbe, odre reseco a cuya piel están cosidas un sinfín de fauces, nos transforma en criminales, cuanto menos en seres agresivos que se defienden replicando con humor tétrico y sarcástico a la indiferencia o el desprecio.
Nick Cave comparte con Baudelaire una misma idea del paso por el mundo. Si el progreso es una ilusión que se licúa en mayor corrupción de la carne y la compañía permanente evoluciona como una caries, la salvación parece residir únicamente en la posibilidad de la piedad catártica y en alusiones repetidas a un juicio final, antesala de una súbita purificación. Teólogo negativo, pero no moralista. Un espantapájaros que resiste la tormenta, la muchedumbre o la ley (“todos los martillos están hablando / todos los clavos están cantando / y una sociedad de prostitutas clava agujas en una imagen de mí”).
¿Un rockero religioso? En su casa natal de Warracknabeal, pueblo australiano con un solo bar, sus padres, y él mismo, estudiaban la Biblia. Las heridas de los personajes de Cave se niegan a cicatrizar. De allí esa suerte de agudeza crítica, la de quien sabe que en el pantano los pies son raíces sedientas y que la savia transportada a la mente no puede ser antídoto. Definida la vida como un “tren de resignación que avanza sobre raíles de dolor”, la memoria es incapaz de purgarse. El sufrimiento ya ha calado, la estría está esculpida. El canto no pasa de ser el ademán todavía comprensible de la insanía. Se comenta que el cuerpo de Cave fue por mucho tiempo una ciudadela sitiada, tomado desde dentro por un veneno pálido. Si la mente brilla, es por causa de una luna heroinómana.
Nick Cave ha hecho versiones de canciones de Bob Dylan, de Leonard Cohen y de Neil Young, no casualmente músicos impregnados por diversos matices de religiosidad. Por momentos, el uso recurrente que hace Cave del lenguaje bíblico lo asemeja a un pastor en gira proselitista, aunque ya muy baqueteado. Se trata de una visión de la vida sacra y a la vez pesimista, romántica y nihilista, propia de quien se pasa casi todo el día cavando la tumba. Y no hay Hotel de Dios. En los últimos quince años Cave se ha valido de diversos géneros (el punk, el rock industrial, el blues, la balada, la letanía, etcétera) a modo de bálsamos violentos. ¿Alivian el peso que quiebra clavículas? Con ira, con emocionada misericordia, se pone a lamentarse a la hora en que sale la luna.
La Caja. Revista del Ensayo Negro, Buenos Aires, 1995.
“Dive Position” (1979). Por Adrián Paoletti (músico).
La primera vez que escuché The Boys Next Door estaba junto a unos amigos tomando cerveza, en la puerta de un quiosco en una esquina de la Av. Corrientes. Eran los finales de los ochentas, así que tenía 19/20 años. La canción provenía del interior de un Renault 4 rojo estacionado a la vera de nuestro mitin tóxico, post show de no recuerdo bien quién, en el C.C.R. Rojas o en Mediomundo Varieté, tal vez. El disco Door, Door (1979) ya venía girando esa madrugada desde la cinta del cassette clavado en ese estéreo, pero fue recién cuando comenzó el piano machacando el tres por cuatro junto a la batería limpia y precisa de la canción en cuestión que mis oídos fueron llamados por su atención. Enseguida, a los pocos compases, una voz familiar terminó de atraparme, transportándome de esa escena urbana a otra íntima, en mi cuarto, en el fondo de la casa de mis padres en Monte Grande (tal vez porque llegué a traducir que el protagonista de la canción narraba algo que sucedía en “su cuarto”. Estábamos en los albores de los noventas, pleno post punk: como una “Primavera Dark” para los que adolecíamos en esa época), hasta que otra voz diabólica, como de película de terror que apoyaba algunas frases de la melodía principal, me regresó. Escuchando de nuevo en esa esquina, un estribillo marcado donde el protagonista pedía efusivamente que lo toquen. Quedé fascinado. Las luces de neón de la Av. Corrientes brillaban en mis pupilas: “¿Quién es el que canta?”, le pregunté a la dueña del auto.
“¿Canta Nick Cave?”, pensé. Claro que conocía a Nick Cave, tenía un cassette Grundig grabado con The Birthay Party en vivo y lo escuchaba a todo volumen en mi centro musical Philips en el cuarto del fondo de la casa de mis padres en Monte Grande. Pero ahí Nick Cave no cantaba, sino que gritaba desaforado “zoo music girl, oh, zoo music girl” sobre una base machacosa de bajo heroico, guitarras filosas y “chanchas” azotadas. Me llamó la atención eso, tal vez sea por mi edad: el hecho de que en su primer banda, en su adolescencia junto a su compañero de colegio Mick Harvey allá en Australia, este chico Nicolás Caverna cantara, y que luego, en su segundo proyecto y ya instalados en Londres, aullara como un desaforado. Me llamó la atención eso, ya que era como un “proceso inverso” del joven cantante de punk rock, o post punk en este caso, que comienza a los gritos, vomitando su rabia y que, con el paso del tiempo y de los discos, va domesticando esa rabia y su garganta se adapta al confort que la sociedad le ofrece. Sí, ya sé, en realidad este “proceso inverso” se daba en toda la banda, que al cambiar de nombre de The Boys Next Door a The Birthay Party habían ¿involucionado? de la canción pop-melodiosa- post punk a la no canción- aullada-punk-dark. Inmediatamente me hice de ese disco, no había Youtube ni Spotify, pero sí una doble cassetera amiga siempre dispuesta a duplicar (¿piratear?). Después vino el compact disc y me compré muchos de Nick Cave and the Bad Seeds.
“From Her to Eternity” (1984). Por Giselle Hidalgo (periodista).
Wanna tell ya ‘bout a girl
Una canción que podría leerse como la historia de un loco o enfermo que stalkea y se obsesiona con una chica, resulta representativa de la historia de Damiel y Marion y es el preludio perfecto para su encuentro. “From Her to Eternity” fue publicada en 1984 en el primer disco de los Bad Seeds, al que le dio nombre. Pero fue en 1987 que musicalizó la escena clímax de Der Himmel über Berlin (El Cielo Sobre Berlín o Las Alas del Deseo), película de Wim Wenders en la que el ángel Damiel, personificado por Bruno Ganz, se enamora de una humana y desea abandonar su inmortalidad para experimentar los sentidos, los colores, los sabores de la vida mundana. En la escena de la caravana del circo, dónde Marion se pierde en sus pensamientos y Damiel la observa incapaz de nada, la vemos con un vinilo de Nick Cave and the Bad Seeds. Luego aquel ángel, ya humano, se topa con un afiche que anuncia un show, es la misma banda que vio en la portada del disco y comprende que allí podrá encontrar a Marion. La música los une y el protagonista hace el camino inverso, de la eternidad a ella, la experiencia.
“From Her to Eternity” (1984), “Tupelo” (1985) y “The Carny” (1986). Por Lala Toutonian (periodista).
Elijo tres canciones, así, sin más. No mis favoritas. No hay canciones, ni libros, autores o bandas favoritas, no se puede abarcar tanta pasión. “From Her to Eternity” es la canción que debería acompañar al Dante y a Virgilio en su descenso al Infierno. Aúlla, no canta Cave; el piano lo toca el mismo Diablo. Todos sabemos que esa mirada bucólica es lo que lo vuelve romántico a Nick Cave. Y nadie, salvo él, claro, es capaz de componer una canción como ésta. Your Funeral… My Trial (1986) me resulta el disco más oscuro de Nick Cave y “The Carny” su canción más terrorífica. The Birthday Party me volaba la cabeza y esto arrastra algo de aquella locura tenebrosa e incoherente. No entiendo cómo no está incluida en la banda de sonido de American Horror Story, la temporada aquella del circo. Y “Tupelo”, que cuenta la historia de que el gemelo de Elvis murió al nacer. Cave la hace canción, le suma su voz como quien recitara a Poe antes de morir, le agrega tormentos bíblicos apocalípticos y pum, temazo.
“Stranger Than Kindness” (1986). Por Juan Carrique (periodista).
¿Dónde ponés la devoción? ¿Qué te hunde o te rescata? ¿A quién le pedís? Escuché a Nick Cave después de los veinticinco. Años difíciles: muertes, enfermedades y el deseo que se te confunde. Entonces aparece este tipo: un disco en la pila de discos que Ana tenía guardados en un placard: The Best of, editado en el 98. Me dice que le gusta, que hace tiempo no lo escucha, que se lo regaló su ex novio. La portada me llama: árboles y rocas que resplandecen contra un amanecer (o un apocalipsis) en el desierto. De un día para otro, lo empezamos a escuchar obsesivamente. La experiencia es de los dos porque los dos estamos hechos mierda. Ella se queda enroscada con “Fifteen Feet of Pure White Snow” y ese videoclip que es el colmo del éxtasis. La ponemos para bailar. Yo me voy para el lado de “Stranger Than Kindness”: apagamos las luces, subimos el volumen y prendemos algo. No siempre es así pero el recuerdo queda fijado en esa imagen. La voz de Nick me habla al cuerpo y yo le creo todo aunque no lo entienda: “Your map of desire / Burned in your flash”. Ese tono de Morrison agónico. La pongo una y otra y otra vez hasta que la canción se apropia de un tiempo mío y ya no hay vuelta atrás. El grito es irrefutable: “I’m a stranger”. Desde entonces, Nick Cave es mi aliado y mi plegaria.
https://www.youtube.com/watch?v=FpeHbft7rpQ
“Deanna” (1988). Por María Zentner (periodista).
“Ciertas canciones tienen el poder de regenerar, una y otra vez, la imagen de las personas en las que están inspiradas. Cuando canto ‘Deanna’, por ejemplo, aparece frente a mí esa especie de mentira imaginaria, romantizada, acerca de esta persona en particular (…) Estas canciones son las que, cada vez que las toco en vivo, funcionan como un trampolín hacia el pasado, a la vez que alientan a los fantasmas del ayer a acercarse un poquito más”. Las declaraciones son extraídas de una conversación entre Nick Cave y su amigo, el director de cine Andrew Dominik, publicada en la revista Interview.
Nick Cave suele ser enfático en cuanto al carácter de registro memorioso a la vez que ficticio que tienen sus canciones. Un contrapunto fundamental a partir del cual la historia personal se mezcla con la fantasía, el recuerdo se transforma en sueño profético, la narrativa de la vida se confunde en un universo mágico y aterrador. Cada uno de esos costados se revelan en sus canciones, y esa fuerza, esa irrupción del pasado en el presente, se potencian en el escenario.
Para el resto de los mortales (los que no somos capaces de crearlas), hay ciertas canciones que tienen, sin embargo, un efecto semejante. Canciones que comienzan a sonar en cualquier momento y en cualquier lugar e inmediatamente nos ponen de cara a un instante puntual en el pasado, que es muy posible que no exista, que lo hayamos reconstruido a partir de retazos de nuestra memoria mezclados con el deseo.
Tengo muy presente el recuerdo -¿la fantasía?, ¿el sueño?- de la primera vez que escuché a Nick Cave: tenía trece años y estábamos una tarde como tantas escuchando música en el cuarto de mi amiga Delfina, cuando empezó a sonar “Deanna”. Recuerdo cabalmente la sorpresa, el espasmo, la extrañeza de ese anti mantra primal, repetitivo y enloquecedor, la explosión de ese salvajismo civilizador tan propio de quien fue criado en un país que nació como colonia penitenciaria, firma inequívoca de los primeros discos de este personaje fantasmal, elegante y pendenciero. Lo recuerdo como uno de esos momentos que contribuyen a definir quién vas a ser en el futuro. Por eso estoy segura de que no es del todo real, ¿pero a quién le importa?
“Slowly Goes the Night” (1988). Por José Bellas (periodista).
En Kicking Against The Pricks (1986), su disco de versiones, el tercero con los Bad Seeds, Nick Cave evidenció su búsqueda de alfabetizarse en música popular, y hacerlo en forma pública. Como si a los 25 años hubiese querido enterrar sus libros de texto originales (la orgía dionisíaca del Fun House de los Stooges y el ejército de liberación dadaísta de Trout Mask Replica de Captain Beefheart) para convertirse en un predicador de los viejos testamentos.
Sumaba antecedentes con sus covers de “In the Ghetto” (Elvis), “Avalanche” (Leonard Cohen), y continuaría luego con “Long Time Man” (Tim Rose). Por entonces, declaraba al Melody Maker que su canción favorita era “What a Wonderful World”, de Louis Armstrong, y que si alguna vez, con un tema propio, podía llegar a provocar el efecto de aquella, se sentiría realmente feliz. De alguna manera, le tomaría una década más elaborar una obra de ese tenor. Una composición que sirviera de responso/elegía/refugio/consuelo/lovesong a la vez. Eso es lo que representa la ya universal “Into My Arms” (1997). Pero en 1988 Nick Cave apenas se podía ocupar de él mismo.
Entonces, la que propongo como mi favorita, no es la canción que él quería escribir por entonces, pero sí la que pudo. No tiene el brío épico de los temas centrales de sus primeros cuatro álbumes, suites maniáticas como “From Her to Eternity”, “Tupelo”, “Stranger Than Kindness” y “The Mercy Seat”, pero es un nuevo comienzo.
Durante sus primeros treinta segundos, Cave es como un actor repasando la letra en bambalinas. Musita el texto, hasta que parece como que alguien le da un empujón. Y ahí aparece, desprotegido, despidiendo a su amante. Que, a todo esto, ya ni siquiera está ahí para escucharlo. Lo que tiene para decir es que la noche transcurre lentamente desde que ella se fue. Más: “Trazo la huella de tu cuerpo con mi mano/ Como el mapa de alguna tierra prohibida/ trazo los fantasmas de tus huesos/ con mi mano temblorosa”.
Por momentos, Cave ingresa en el personaje como un usurpador. Su primera persona parece emular un recurso similar al que utilizaría el poeta mexicano Francisco Hernández en Cuaderno de Borneo, una publicación de 2015 divulgada por la licenciada Carolina Reyes. Ahí, Hernández presta su voz al ya fallecido (y atormentado) colega austríaco Georg Trakl: “Se trenzan en mis botas diminutos saurios prehistóricos/ Sumerjo la cabeza en el plumaje de la almohada para no pensar/ Mi mano y su escritura desaparecen bajo la luz de la luna”.
Musicalmente, está estructurada como las baladas populares de los ‘50 y los ’60. Ese triunfo de la ergonomía auditiva, donde el cantante puede estar cerca del susurro mientras un ensamble de cuerdas lo envuelve en el campo del stereo, es su cimiento. Basada en un piano, replica y repica en contrapunto los mejores momentos y efectos de duplas compositivas como Bacharach/David, Webb/Campbell (su “Wichita Lineman” está configurado entre líneas) y Hazlewood/Sinatra. O sea: la pesada de la música ligera. Renacentistas del soft. Y sigue: “Diez días solitarios/ diez noches solitarias observo/ cómo la luna es desollada de nuevo/ y hasta que la luna se convierte en herramienta de despellejo/envío las pieles de mis pecados para cubrirte y consolarte”.
Como decía el tahúr René Lavand, no se puede hacer más lento.
El buen hijo. Por Andrés Ruiz (periodista).
Fui uno más de los que conoció a Nick Cave por la famosa película de Wim Wenders Wings of Desire, o como se la llamó acá Las Alas del Deseo. Película mítica, que habla de la presencia de ángeles invisibles a nosotros, humanos egoístas que deambulamos en la soledad diaria de la vida.
Su versión, o subversión, de “From Her to Eternity” genera otra película dentro de la misma película. Junto a los legendarios acompañantes originales The Bad Seeds y casi hermanos de la vida, Mick Harvey y Blixa Bargeld, plasmó una atmósfera de cabaret industrial, de apocalipsis permanente e incomodidad para muchos oyentes de esa infame década del ’80 (¿cuál no la fue?).
Sin embargo, hubo un quiebre en la vida de Cave. Y eso se nota sobre todo a partir de su disco The Good Son, de 1990. Su adicción a la heroína lo llevó a tomarse un pasaje de ida y de vida a San Pablo, Brasil. Allí se casó con una chica brasileña y tuvo a su hijo Luke. The Good Son tiene mucho de religioso, casi hasta de gospel. El comienzo emociona con el himno “Foi Na Cruz” y llega al máximo clímax con “The Ship Song”, con el célebre video de Nick sentado en un piano rodeado de bebés observando su tristeza. ¿La curiosidad? Este disco estuvo a punto de ser presentado en la televisión en el programa de Marcelo Tinelli, llamado por entonces VideoMatch. ¿Se imaginan esa horrible tribuna con elementos de cotillón escuchando a este buen hombre? Lástima que no ocurrió.
Para ver finalmente a Nick Cave and the Bad Seeds en vivo tuvimos que esperar al año 1996, con la curiosidad de que realizó tres conciertos en distintos lugares en una semana. Primero fue el Teatro Ópera (quizás el mejor ámbito para poder presenciar su recital), también participó del bizarro Festival Alternativo en el Estadio Ferro Carril Oeste, con el público tirándole remeras de Soda Stereo, quienes iban a tocar un par de horas después de su actuación. Fue gracioso ver levantar a Cave las remeras y poner gesto de asco y preguntar por el micrófono: “¿Qué es esto?”. Nick tuvo una semana tóxica en Buenos Aires, con anécdotas como la vez que se quedó dormido en el pasillo de la habitación del hotel donde se hospedaba al no poder encontrar la llave. Su tercer show fue para un público íntimo en el legendario Dr. Jeckyll, ex Prix D’Ami. Allí estrenó su canción “Into My Arms”, señalando lo que vendría: el Nick de las baladas. Y sí, algo cambió en su música. Hoy Nick no desentona con sus canciones en películas como Shrek. ¿Quién hubiera dicho que ese heroinómano agitador desde los tiempos de The Birthday Party pudiera llegar a canciones tan bellas como “People Ain’t No Good”?
Blixa hace años abandonó el barco, Mick Harvey también. En lo particular, creo que en este presente lo mejor de Nick Cave se puede escuchar en varias bandas de sonido que realizó junto a su hoy mano derecha, Warren Ellis.
Lamentablemente es conocida la historia trágica de la pérdida de su hijo Arthur. Debe ser difícil salir al escenario de la vida misma luego de algo tan triste. Es que parece que la tristeza nunca se alejó de sus pasos. La tristeza lo sigue como a su propia sombra. Y en esa tristeza lo veremos en estos días. Su público ya va desde fans intelectuales incondicionales al típico caso de personas que seguro escucharon solo un par de canciones, la que está incluida en Shrek seguramente, y que estarán allí disparando selfies en Instagram o subiendo videos en vivo bajo la frase “viendo a Nick Cave”.
Mientras, el tipo seguirá imperturbable desde el escenario. Melancólico. Como un ángel negro que solo quiere cantar a lo vivido y perdido.
“The Ship Song” (1990). Por Clara Sirvén (periodista).
La música me llevó a mi mejor amiga, y mi mejor amiga me llevó a Nick Cave. Comenzaba el nuevo milenio y empezaba a predominar la banda ancha en las casas: ahora las compus se podían usar sin ocupar el teléfono y además venían con grabadora de cd. Infinitas posibilidades, un mundo sin límites. Música por todos lados.
“¿A Nick Cave lo escuchaste?”. Sí, obvio, dije. “¿Nick Cave y Nick Drake no son la misma persona?”. No, me dijo. “Nick Cave es éste”.
“The Ship Song” fue la primera canción que me acuerdo haber escuchado y The Good Son fue mi incursión a su música. “You are a little mystery to me every time you come around”, entona el australiano, el músico más apto para escribir sobre el amor desde las sombras, sobre un barco como unión, sobre un puente como incordio y distancia. “The Ship Song” pide que lo rodees, que te acerques, que creen historias. Cave es un artista único en el amor y el dolor, combo infalible si de canciones románticas hablamos. Y “The Ship Song” es un himno al amor no tan correspondido, a la relación no tan del todo cerrada, al miedo que le da a uno, tan simple y enamorado, de que para el otro no sea tan así.
“The Weeping Song” (1990). Por Mara Laporte (periodista).
Una canción para llorar
Resulta muy difícil encontrar en la historia del rock trayectorias profesionales (individuales o de grupo) que no hayan atravesado algún ciclo lógico de incertidumbre, bajón o reacomodamiento creativo. Les pasó a Neil Young y a Bob Dylan en los ‘80, por ejemplo, en esa década convulsa que los puso a todos en crisis por un rato en pausa de creación. Y si sostener la regularidad creativa no es tarea sencilla, más difícil es mantener un estado de inspiración permanente que permita generar discos dignos a un ritmo parejo y continuo, sin instantes de sequía. Nick Cave lo hizo; él es la excepción, una de esas rara avis de hiperactividad prolífica en cada una de sus épocas (y ya lleva cuatro décadas de carrera), con la capacidad de generar un promedio de un álbum cada dos años, todos ellos en la escala de lo digno a lo sublime. Nick Cave es un creador en búsqueda constante, generador de un movimiento de creación continua que nos lo pone muy difícil a la hora de definir cuál de todas fue su mejor etapa artística, cuál su mejor disco, su canción más poderosa, por cuál de todas sus criaturas se lo recordará.
Puede que lo que haya mantenido a Nick Cave en ese estado de tensión creativa permanente tenga que ver con cierta dicotomía, con una eterna lucha de contrarios que se fue volviendo uno de los elementos motorizadores de su producción: la adicción y la abstinencia, lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano, lo popular y lo elitista. Un impulso dicotómico que lo resetea una y otra vez y lo lleva a desmarcarse de cualquier cliché con el que muchos intentaron (sin poder) encorsetarlo. Y es en ese proceso de búsqueda permanente, ya lejos de los indómitos Birthday Party y también de los primeros y caóticos Bad Seeds, cuando a principios de los 90 irrumpe The Good Son, el sexto álbum en su discografía, un trabajo que sin dudas marca un antes y un después en su carrera. En pleno proceso de transformación vital, Nick Cave se había mudado a Brasil para desintoxicarse, resultó que en el camino se enamoró y fue en este estado de relajación que compuso este disco que fue revulsivo en su carrera.
Con The Good Son nace el hijo bueno, un Cave más reflexivo versión crooner (algo decadente) y nacen también sus canciones de amor en piano, la melodía clara, los xilófonos y orquestaciones, las baladas perfectas. Atrás habían quedado las estridencias sonoras, y las malas semillas (con el trío Cave-Harvey-Bargeld en pleno) empiezan a abrirse a otros sonidos, a generar ritmos nuevos y más lentos en los que la melancolía y cierta sensibilidad brumosa sustituyen al vértigo y el grito, para desconcierto de sus seguidores más rebeldes y ortodoxos. La cuarta de las nueve demoledoras canciones de The Good Son es “The Weeping Song”, una desgarradora composición a dos voces tan oscura como hermosa, de una cadencia casi cercana a la nana. Es el gran momento de Blixa Bargeld, que no sólo toca acá la guitarra sino que es también quien lleva la voz cantante con su registro profundísimo y su inconfundible (y hasta tierno) acento alemán (“¿Quién soy yo en otro idioma?”, se preguntaría alguna vez Blixa). Y acá ese yo es nada menos que la mitad del alma de “The Weeping Song”, en la piel de ese sacerdote que invita a Cave a sumergirse en el agua y observar el llanto de hombres, mujeres y niños y a quien Cave, en un diálogo conmovedor, interroga como un hijo. “The Weeping Song” es la vuelta a la obsesión de Nick Cave con la retórica de los predicadores, es ese dueto incomparable que encarna a dos almas angustiadas, es un estribillo a dos voces con una base de palmeo hipnótica. Pero es también (pura dicotomía) ese video maravilloso y bizarro que invita a ser visto en loop en el que Cave y su “lugarteniente” Bargeld reman en la oscuridad sobre un mar de plástico negro y es el baile gamberro y cómplice de dos treintañeros geniales que no se toman muy en serio sus papeles. “The Weeping Song” es esa canción rara y tremenda en la que es posible llorar y bailar a la vez.
“Lament” (1990). Por Fernando Blanco (músico, Valle de Muñecas).
Vampiros en San Bernardo
Verano de 1990. ¿O era 1991? Ok, hace muchos años en una galaxia muy cercana… Dos amigos compartiendo sus vacaciones de verano en San Bernardo, extasiados luego de asistir ese año al show que marcaría un antes y un después en sus vidas: The Jesus and Mary Chain en Obras Sanitarias; y de abandonar sus respectivas bandas de trash y de hardcore punk. Decididos a incursionar en el post punk tardío en una Argentina en la que los discos entraban a cuentagotas y en donde las remeras rockeras eran aún un signo de pertenencia.
Así estos dos amigos, bajo un sol de treinta y cinco grados, vagaban por la arena enfundados en idénticos pantalones de cuero, porque la moda no incomoda. Durante esos días la palabra clave para adoptar la actitud necesaria para salir del departamento y enfrentar la aventura nocturna era: Nick Cave, y la pronunciaban al mismo tiempo que levantaban las solapas de sus camperas cruzadas de cuero.
Al otro día, pasado el mediodía, cuando el sabor amargo del exceso y las habitaciones todavía giraban en espiral desde la noche anterior, ponían su dosis de música tranquila para prepararse para el mar del atardecer y la llegada de una nueva luna. Uno de ellos era yo. Entre el primero de Don Cornelio y la Zona y Psychedelic Jungle de los Cramps, asomaba en algún momento de la siesta The Good Son de Nick Cave, que fue el primero que conseguí porque se había editado recientemente en el país. Escuchábamos atentamente todas las canciones y detalles musicales, era una música que nos era completamente ajena en un punto y fácilmente reconocible en otro, quizás música que no hubiéramos escuchado si no viniera del tipo de Birthday Party que tanto nos gustaba o si no hubiéramos visto su performance en The Wings Of Desire de Wenders. Lo mejor del caso era sentir cómo esta música destruía un montón de prejuicios y de dogmas que nos autoimponíamos. “Lament” siempre fue mi preferida, incluso hasta el día de hoy, con su aura misteriosa de cine negro de los años ‘40, con su marimba, congas, piano y arreglos de cuerda manteniendo tensión hasta el estribillo que cae como un baldazo de miel empalagando ese aura de misterio y oscuridad de las estrofas de la canción, describiendo la resignación de dejar ir a ese amor tóxico del que habla la letra. Musicalmente deudor del mejor Scott Walker, ese contraste logra emocionarme de maneras inhóspitas, hace que esconda mis dientes de vampiro y deja correr mis lágrimas de cordero.
“Do You Love Me?” (1994). Por Roque Casciero (periodista).
La primera canción del disco Let Love In (1994) conjuga tres de los tópicos de la lírica de Nick Cave: las relaciones sentimentales, el descontrol y la imaginería católica. Aquí, el amor se vuelve enfermizo y demandante, y parece vibrar en cada cuerda del bajo que motoriza el tema, mientras que un piano se despierta de una siesta en un bar humeante y se embarca en un frenesí intoxicante. Blixa Bargeld, Mick Harvey y el resto de los Bad Seeds rockean en la oscuridad, e inquieren la pregunta del título, mientras el órgano serpentea entre la base. Y Cave pasa de recordar con voz cavernosa las circunstancias del encuentro con la dama al grito desesperado. ¿Cómo evitar el escalofrío cuando el australiano aúlla una y otra vez “jingle-jangle”? Debo haber escuchado “Do You Love Me?” al menos cincuenta veces y sigue produciéndome el mismo efecto, aunque dudo mucho que sea el único al que le sucede. Es que Nick Cave entiende perfectamente cómo echar sal a las llagas, incluso si se trata de un tipo con una corona de espinas que arrastra una cruz privada.
“Henry Lee” (1996). Por Paz Azcárate (periodista).
Hay un cuartito mental donde uno se dedica a pensar en la música, casi sin proponérselo. Lo pienso como una especie de sótano, un quirófano medio clandestino en el que, mientras suena una canción, uno la recuesta y se pregunta de qué está hecha, le pone imágenes, extrae ideas más o menos concretas que pueden linkearse con otras cosas que fueron pensadas adentro de esa misma habitación y afuera de ella.
Cada vez que suena “Henry Lee”, en mi cuartito se reproduce ese video incómodo de una sola toma en que vemos a PJ Harvey y a Nick Cave, vestidos y peinados incestuosamente iguales, dedicándose palabras de amor y resentimiento mientras se acarician nerviosos. Es como si un proyector muy potente disparara esas imágenes contra las cuatro paredes, el techo y el suelo: cuando acuesto a “Henry Lee” en la camilla, no puedo pensar en otra cosa que no sea ese video.
“Henry Lee” es el tercer track de Murder Ballads (1996) y una versión de “Young hunting”, una balada escocesa del siglo XVIII. Relata la historia de un hombre que abandona a su mujer porque conoció a otra persona. Ella no lo toma tan bien. Y con que no lo toma tan bien quiero decir que lo apuñala con una navaja y tira su cuerpo en un pozo hondísimo. “No vas a encontrar una chica en este puto mundo que pueda compararse conmigo”, canta Polly frente a la inminente ruptura. Y en ese video que se lleva puesto todo, donde vemos a ella y a Nick en un juego de dúo Pimpinela perturbado, él le cree y parece dejarse enredar: primero sentados, se cantan y se acarician; después se paran y ensayan un paso algo torpe de vals de velorio que coronan con un abrazo y un beso. Por ese entonces, aún no eran pareja, pero el video –vagamente ensayado, sin cortes, con dos personas que apenas se conocían- registró el momento más o menos exacto en que Harvey y Cave se miraron con los ojos de los personajes que interpretaban (pero sin los ánimos homicidas). “Go get a crypt!” (“¡Consíganse una cripta!), les escriben los foristas de YouTube, para que dejen de histeriquearse y se metan a un cuarto ajustado a sus niveles de perturbación. El mío ya lo consiguieron.
“Into My Arms” (1997). Por Oscar Jalil (periodista).
Fueron tres shows en cinco días, una seguidilla que arrancó un jueves de noviembre de 1996 en el Teatro Opera con la imagen imborrable del cantor parado en el borde del escenario, un cazador de almas metiendo miedo a los que pagaron las plateas mejor ubicadas. Largo y amenazador, nunca perdió el equilibrio ni el swing que acompañaba sus movimientos de cintura, un bamboleo suave mientras la pequeña orquesta de los hombres de negro soltaba tempestades, o volvía a la calma del detalle con la naturalidad de unos auténticos desquiciados. Nunca vi nada igual, Nick Cave canta como un dios enojado, grave y profundo, y los Bad Seeds son la extensión de su sistema nervioso central.
Dos días después llegó la segunda oportunidad. En una preciosa tarde primaveral en la cancha de Ferro, Cave subió de día al escenario principal del Festival Alternativo Rock & Pop y eligió un saco de color claro para contradecir su condición de estrella oscura. Otra muestra de tensión dentro de los canales permitidos para una audiencia que esperaba por los imberbes Silverchair. El set fue corto, pero sólo por volver a presenciar la escena del condenado a muerte (“The Mercy Seat”) y subirme, nuevamente, al in crescendo de la canción imparable tuvo sentido el precio del abono para el festival alterno-ladri.
El último acto fue en Dr. Jeckyll, lo más parecido a esas escenas en vivo de las “Alas del deseo”, mucho humo y gente caliente dispuesta a todo porque lo que se escuchaba desde el escenario era pura energía desatada: un grito tenebroso de Blixa Bargeld o un guitarrazo de Mick Harvey podían marcarte para siempre. Pero de todas las canciones que sonaron esa noche, el set-list fue generoso e incluso con más temas que en el Opera, “Into My Arms” permaneció más tiempo entre mis favoritas: no sólo era un estreno, mostraba al cantante en la más absoluta soledad, tocando el piano y despojado de todos sus poderes. Cave también podía ser un ángel y cargarse una canción de amor sin derramar una gota de sangre, casi una plegaria para creer en algo que ayude a vivir.
“Hiding All Away” (2004). Por Pablo Strozza (periodista).
Desde el famoso “Awopbopaloobop Alopbamboom” de Little Richard, hay que pensar al grito como la forma más primaria de la interpretación rockera. Ahí están como ejemplos Iggy Pop y casi todo Funhouse de los Stooges, Jim Morrison con su alarido edípico en primera persona como clímax de “The End”, John Cale al final de “Fear Is a Man’s Best Friend” y su rugido de miedo fílmico y terrorífico, y el tipo que mejor supo pasar del susurro al aullido (y viceversa) sin nunca perder un ápice de su garbo innato, ese que nunca lo llevó a ponerse un blue jean: Nick Cave.
“Hiding All Away”, incluida en Abattoir Blues / The Lyre of Orpheus (2004, algo así como el Álbum Blanco de los Bad Seeds), condensa dos de las mayores obsesiones musicales de Cave (el punk blues y el góspel) y las une con un grito que se repite cuatro veces durante la canción (a los 1:27, 3:04, 4:40 y 5:12 minutos), que suena a algo así como un “ALL RIGHT NOW!”. La canción es un blues deforme (una suerte de versión pulida de algún outtake de Birthday Party) con la estructura eclesiástica negra de “llamada y respuesta” (el Preacher Cave interroga y el coro contesta). Y ese “ALL RIGHT NOW!” es el que, cada vez que aparece, da pie para que aparezca de repente la tempestad sonora eléctrica de un grupo que tenía que demostrar que podía sonar rockero e industrial sin nada menos que Blixa Bargeld (Abattoir Blues… es el primer disco del combo sin el carismático guitarrista teutón) y vaya si lo lograba.
La letra narra las peripecias de una mujer que persigue por distintos lugares a su amor fugitivo, en la que no faltan tanto las imágenes bíblicas y judiciales como las citas a poetas clásicos y una narración gótico sureña, todas marcas de estilo de la casa que una vez más son bienvenidas. Y a los 6:28 minutos, el desenlace arranca, también, en forma de grito: “There is a war coming!” braman en repeat Cave, sus Bad Seeds y el grupo de iglesia, mientras todos corremos a refugiarnos bajo techo de lo que parece ser una tormenta fatal, pero con la certeza de que siempre que llovió, paró.
“Dig, Lazarus, Dig!!!” (2008). Por Martín Felipe Castagnet (escritor).
Íncipit y estribillo de la canción, “Dig yourself” es un imperativo tan introspectivo y eficaz como el “Conócete a ti mismo” que coronaba el templo de Apolo en Delfos. Pero luego aclara “… back in that hole” en referencia al hueco de inmensa sepultura, y bien podríamos cantarla como “Kill yourself / Lazarus, kill yourself”. Un signo de nuestros tiempos atribulados: ¡sigan circulando, zombies! de regreso a sus tumbas, no hay nada que ver aquí. ¿Lázaro pensará lo mismo o sólo refleja el hastío enojado del nigromante que lo convocó a la vida con sus palabras? Grave y cabaretera, macabra y maníaca, a fin de cuentas es la fuerza cinética de la canción lo que levanta a Lázaro en primer lugar. ¿Cuántos signos de exclamación lo incitan a seguir cavando? Tres, pero podrían ser todavía más.
“Jesus Alone” (2016). Por Miriam Maidana (psicoanalista, periodista).
“Que muerte mata a vida, amor a muerte”
Macedonio Fernández
Un trabajo de duelo puede llevar años, o no suceder nunca. ¿Cómo duelar la muerte de un hijo? No es posible. Aprenderemos a convivir con la falta, la ausencia, con el disparate de no verlo crecer, de no festejar más sus cumpleaños, no le podremos comprar toallones para cuando se mude solo, o buscar su mirada cómplice cuando presentemos un disco, una película, un libro o una foto. No nos mandará un mensaje cuando estemos enfermxs, no estará más que en la fragilidad de la memoria, en el recuerdo, congelado -mientras nosotrxs envejecemos él quedará congelado para siempre en ese que fue, en lo que pudo ser, y no más.
Por eso Nick Cave suena tan desgarrador cuando canta “con mi voz te estoy llamando, con mi voz te estoy llamando”. El silencio como correlato de la ausencia…
Tras la muerte de su hijo adolescente, Nick Cave se encerró y salió tiempo después vía producción: una peli (One More Time With Feeling), un disco (Skeleton Tree). No ha sido la muerte un tema ajeno a su obra, por el contrario siempre sobrevoló. Pero nunca, jamás, a Nick Cave se le había muerto un hijo. Uno de sus hijos gemelos, que recién es nombrado en la película casi una hora después como Arthur, había muerto en 2015 a los 15 años tras caer de un acantilado.
Cave habla de trauma y dice que se va la voz, el deseo, que todo se va con la muerte de un hijo. Dice: “El panadero te pregunta ‘¿cómo estás?’ Y vos mudo, sin poder contestar algo tan simple. Acabas llorando en el hombro de un desconocido.”
Entonces lanza la película sobre la grabación de su disco, para no tener que hablar con cada unx y hablarnos a todxs.
Y lanza su disco, donde nos introduce en su no duelo: “Corderos explotan desde los úteros de sus madres/ En un hoyo bajo el puente/ Convaleciste, confeccionando máscaras de ramas y arcilla/ Lloraste bajo los árboles goteando/ canción de fantasmas alojados en la garganta de un sirena”.
El miércoles 10 te vamos a abrazar colectivamente, Nick.
Y puedas nombrarlo o no, Arthur será la llaga que no impide.
No cierra, pero no impide….
“I Need You” (2016). Por Ramiro García Morete, El Míster (músico, Las Armas Bs. As.)
Nada más. “Cuando te sentís como un amante, ya nada importa demasiado”, introduce Nick envuelto por un clima lúgubre, un ritmo de batería insomne y la sensibilidad de los arreglos de Warren Ellis. El australiano podría estar cantándole a un amor perdido, pero no: va mucho más allá. Su voz, que tantas veces sabe ser robusta como un bosque frondoso, se vuelve efectivamente el esqueleto de un árbol. Skeleton Tree se llama su álbum y en él sobresale un timbre quejumbroso y doliente que impone el drama con altura por sobre lo patético.
Cave interpreta su dolor más allá del nivel de las palabras. Se sumerge en ellas en medio de atmósferas oclusivas y armonías difuminadas ya no como humos de tabaco sino como destellos de ánimas. En algunos casos ni siquiera hay una base rítmica manifiesta que contenga el juego vocal de Cave, lo cual lo vuelve más notable: se estira, se quiebra, recita, suspira y todo con un asombroso sentido del tiempo. En otro estilo musical se llamaría groove o swing. Pero aquí es todo tan gélido y agobiante que lo más parecido a la idea de mover los pies junto a otro ser humano es una procesión fúnebre. Nick le canta a la chica del vestido rojo o a la chica en ámbar, pero todos sentimos que no es realmente a ella. Inclusive podría estar cantándole a su hijo, Dios lo guarde en la gloria. Pero Nick no está aferrándose a lo que no está, sino a lo que le queda.
Porque si uno deja de lado el sentido literal de las palabras y se entrega a la materia (que en este caso es vibración) puede notarlo. Letra y música, carne y verbo, todo se vuelven uno. A decir de Yeats, ¿cómo distinguir el baile del bailarín? Nick Cave se ha vuelto poesía. Porque ya no hay nada más para él. Desde ella vive y hacia ella se dirige. La poesía es la chica del vestido rojo o la chica en ámbar. La poesía es su amante y necesitarla a ella es una forma de necesitarse a sí mismo porque- lo hemos dicho- no queda nada más. Nick Cave se ha vuelto su amante, Nick Cave se ha vuelto su poesía. Nada más, nada menos.
“Distant Sky” / “Skeleton Tree” (2016). Por Alejandro Guyot (músico, 34 Puñaladas).
Soy fanático de Nick Cave, me gustan todos sus discos, desde los que tienen una sonoridad más ligada al post punk, como Tender Prey (1988) y sus antecesores, hasta Skeleton Tree. Pero debo confesar que el Nick Cave que empieza a aparecer desde No More Shall We Part (2001) es el que más me apasiona. Porque siento que el sonido que pelan los Bad Seeds tiene que ver con la maduración de un concepto artístico, a la vez que su manera de componer y escribir comienzan a percibirse como más reales o cercanas a él, a su persona, que se va despojando de a poco del personaje.
Quizás en el disco en el que más se pueda oír esto es en Skeleton Tree, que como ya se sabe es una obra que está signada sin dudas por el inconmensurable dolor que debe haber sentido el matrimonio Cave tras la pérdida de su hijo Athur. Me impresiona la valentía con la que Nick Cave se atreve a transformar todo ese dolor en un álbum. En particular me estremece escuchar la anteúltima canción, “Distant Sky”, con su inseparable epílogo, “Skeleton Tree”.
En “Distant Sky” Nick Cave se atreve a narrar -según mi interpretación- lo que ocurre con el alma cuando muere un ser querido. Canta: “Let us go now, my one true love call the gasman, cut the power out” (“Vámonos, mi verdadero amor, llama al hombre del gas, que corten la energía”). “We can set out, we can set out for the distant skies / Watch the sun, watch it rising in your eyes”. Narra de alguna manera una suerte de vuelo final hacia los “cielos distantes” y describe ese paisaje entre onírico y sobrenatural. Cuando comienza a cantar la soprano danesa Else Torp, la canción realmente pierde todo contacto con lo terrenal y se vuelve una especie de elegía o himno.
Es una canción que te deja mudo… hasta que unos segundos más tarde arrancan los primeros compases de “Skeleton Tree”: una especie de canción dominical de iglesia Nick Caveana, en cuya melodía puede percibirse cierto sentimiento de redención o al menos de paz. “Te llamé y te llamo a través del mar, pero el eco vuelve, querido, y nada es por que sí / Pero ahora todo está bien”. //∆z