A propósito de Psychedelic Pill, reciente disco de estudio de Neil Young, un análisis sobre cómo el  panóptico del artista clásico vigila la vertiente del rock actual.

Por Pablo Mendez

En épocas donde el género indie marca el rumbo de las tendencias culturales, no solo como una copia de su propia marca registrada sino también en ese vacío que genera la inexactitud de sus características, “lo clásico” inspira confianza en destellos de calidad bajo nombres propios reconocidos. A lo largo del 2012 y en estos primeros meses del 2013 la lista de artistas consagrados, léase históricos, sacuden las expectativas en favor de la excelencia que los ha ubicado en el podio de la historia del rock. Bruce Springsteen, Bob Dylan, John Cale, como ejemplos ineludibles, han coronado su registro actual con discos maduros, equilibrados, ostensiblemente alejados de la maquinaria devoradora del mercado. Claro, son clásicos, aún sin proponérselos expenden su producto cultural asegurados y respaldados por ese salón de la fama inconsciente que opera en nuestras cabezas. A la lista cabe sumarle Psichedelic Pill de Neil Young, resarcimiento musical ante tanta intrascendencia mercantil imperante.

El canadiense y sus caballos salvajes desmontaron el tupido terreno musical para sacar a la luz un disco de estudio cocinado a fuego lento, emplazado en la conformidad que la experiencia les provee. Alguna vez fue proclamado como padre del grunge por la prensa oportunista, eterno hippie sazonado y convertido por la hormona de las décadas en el fecundo portavoz de la incorrección política, o bien desarticulado ejecutante de la guitarra eléctrica a la que le ha propinado y le propina los golpes más obscenos y precisos; esa amalgama cualitativa tiene la forma de prócer musical.

Después de un disco de versiones country que convino más con una estrategia sabática que con un señuelo que apresara a sus seguidores, y que por otro lado se entregó sin defensa a la intransigencia de la crítica siempre escalonada en la opinión aguada, el viejo Neil espanta a los cuervos con un material que supura rock and roll.

El disco comienza con “Driftin’ Back”, una pieza que se sostiene en sus casi veintiocho minutos como una gran zapada de los setenta y no tanto como las grandes sesiones progresivas de las bandas conceptuales (también de los setenta). Todo un riesgo: las cadenas musicales (radiales, televisivas) nunca ocuparían casi media hora de programación en el descalabro temporal del, parecería, “nada me importa” de Young. El tercer tema, “Ramada Inn”, sigue la misma línea y entrelaza nuestros oídos en dieciséis minutos de improvisación enlatada. “Psychedelic Pill” canción que da título al álbum es una exacerbación al modelo rockero, guitarras arrastradas por la marea de una distorsión desprolija que no deja flanco auditivo sin abarcar. Con la voz inconfundible, a paso lento, parsimoniosa, como un monólogo imperativo que asume el trabajo de envolverse en el entramado complejo de la moraleja. “Twisted Road” es una declaración en la que el let motiv por excelencia de todo aquel que se digne a parapetarse en la estereotipación del interprete de rock invita a la referencia ineludible:  Jack Kerouac y su On The Road ha marginado cualquier coyuntura creativa y lo temático se vuelve lugar común inalterable: la ruta como exaltación de un modo de vida permanente. Cuatro temas como resumen de un disco que asombra por lo completa de su propuesta, sin el hit fácil, sin la protuberancia de las ediciones de lujo, sin la publicidad acodada en lo servil.

Ya no como declaración de principios, la rebeldía sigue acumulando páginas en la justificación impresa de porqué lo contracultural asume el poder del orden esencial del rock. Un viejo hippie, figura herrumbrosa según la modernidad adormilada más propensa a la estética que al discurso maduro y subversivo, es hoy en día la respuesta a que el rock no ha evitado expandir sus raíces en nuevas voces, pero la turba inoperante de “lo nuevo” esconde bajo sintetizadores y anteojos de marco grueso la real savia de la que ha bebido sin culpa ni reserva.

Neil Young, un clásico, o la variable más audible en tiempos donde, permítase la licencia filosófica, todo queda y nada perdura.

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