Por Leonardo Sabbatella

En una disquería ubicada dentro de una galería del centro, uno de esos lugares que parecen escondidos como si fueran una cueva en el medio de la ciudad, encontré una remera de New Order con la estampa del disco Movement (1981). Casi como si se tratara de un objeto que conforma parte de una identidad, de algo que habla por uno e indica de donde proviene, me llevé la remera sin dudarlo, representaba para mí algo misterioso y difícil de explicar.

El arte de tapa de Movement estaba compuesta por una tipografía con las terminaciones en punta, números que marcaban la fecha y una organización geométrica (líneas rectas y puntos) que parecía corresponderse con una estética al mismo tiempo de laboratorio y de parque industrial. Quizás esas fueran las dos grandes zonas en la que se movería la banda inglesa conjugando en el mismo movimiento suburbios y experimentación.

El de New Order es un sonido de Metrópoli. Y Movement es el disco que marca el punto de pasaje, la transición, entre Joy División y el sonido tecno que terminaría por caracterizar a la banda de Manchester. Un disco de las afueras de la ciudad y de los centros abandonados, de hombres fumando bajo un techo de chapa protegiéndose de la lluvia, de autopistas y rieles, de oficinas con el aire viciado y habitaciones de camas revueltas y ropa desparramada por el piso, de discos apilados en un pequeño escritorio con una lámpara que es la única luz en las horas de insomnio.

Vi dos veces a New Order en vivo. Para asistir al primer show tuve que faltar al cumpleaños de quince años de mi prima (adoptada y que se revelaría años más tarde como una experta en desfalcos). Era difícil explicarle a mi madre durante la discusión qué representaba New Order, la oportunidad imprevista de escucharlos, el valor insondable de ser testigo de esa noche. Nadie me creyó que ya tuviera la entrada comprada. No fue un gran recital, era incompatible la vitalidad de su música con sus cuerpos ya débiles y viejos. Igual fue una experiencia emocionante, hasta hubo tiempo para que tocaran temas de Joy Division. Después de ese recital se separaron en su formación clásica y recién años más tarde regresaron pero ya sin el carismático Peter Hook en el bajo, de todos modos fui a verlos. Esa fue la segunda vez.

Me inicié en New Order escuchándolos en la casa de un amigo, en una habitación de paredes azules. Tomábamos latas de cerveza que enfriaba en una pequeña heladera de bajo mesada. Buscó entre los discos y eligió uno (creo que Substance), antes de ponerlo advirtió que ese sería un momento importante. El disco, tengo el recuerdo, me pareció un objeto fuera del tiempo, no sonaba ni viejo ni nuevo, como si estuviera ubicado en otra dimensión del tiempo. Me hizo prestar atención a determinados pasajes de las canciones: “escuchá los arreglos acá”, “mirá cómo entra la guitarra”. Fue la primera vez que escuché a New Order. Con él aprendí a escuchar música y descubrí que esos sonidos que de una manera extraña me imaginaba existían en algún lugar. Se trató del descubrimiento de un tipo de vitalidad desconcertante, de la melancolía pop, de que se podían bailar las penas. En esa habitación azul conocí la guitarra exquisita de Bernard Sumner y el bajo preponderante de Peter Hook que ya nunca podría olvidar ni dejar de reconocer.

New Order: baile y extrañeza, sintetizadores y puesta en paréntesis del mundo. La búsqueda de un sonido que llegue más lejos cuando el rock existente se volvía obsoleto e inofensivo. Y por sobre todo que siempre es mejor bailar.//z

Leonardo Sabbatella nació en Buenos Aires en 1986. Publicó las novelas El modelo aéreo (Mardulce, 2012)  y El pez rojo (Mardulce, 2014). Colaboró en revistas culturales con artículos y entrevistas a escritores.

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