Nuestro cronista invitado – y artista del mes de marzo – desmenuza la actuación del cantante inglés en tierras serranas y hace un recorrido de la educación sentimental que lo llevó a vivir el recital como una ceremonia iniciática.
Por Gastón Malgieri
Jueves 1ro. De Marzo – 17:45 / Esquina de San Jerónimo e Independencia. Centro neurálgico de la capital cordobesa.
“¿Cuánto sale la docena de gladiolos de tallo largo?”
Me hacía esa pregunta por lo bajo, mientras mis pies trazaban mecánicamente el círculo conformado por cuatro baldosas, frente a la puerta de la Catedral de centro cordobés. Ya había estado allí antes, espantando fundamentalistas religiosos, envalentonado con la impunidad que brindan las luchas grupales. Esta vez, sintiéndome un cursi sin remedio, miraba mis raídas ojotas peregrinas que clamaban regresar al hogar que actualmente me cobija, detrás de Ciudad Universitaria.
Era una especie de déjà vu en loop. Algo de esa sensación de pánico había recorrido mi sistema nervioso hace unos 20 años atrás, cuando era un pre-puber marplatense y quería adjudicarme el título de “The boy with the thorn in his side”. Hablo aquí de cuando debía responder al mandato del montaje galanteríl asignado al “macho”, y por ello le compraba a una supuesta noviecita del monoblock, flores, bombones, perfumes de imitación y discos melosos que nunca hubiera escuchado. Todo sea para que en casa jamás se preguntaran por qué tanta afectación, tanto chorrear aflautado en la voz, tanta ruptura de los binomios y, finalmente, “por qué a nosotros”.
Sin embargo, hasta esa tarde en el centro de Córdoba, jamás había estado toda mi lánguida corporalidad petrificada frente a esos puestitos de chapa precaria, con el manojo de dudas acerca de la ornamentación floral pendiendo como un dije pesado al borde de mi nuca. Estaba sí, la mueca que finaliza en esa cara de duda existencial que acompañó gran parte de mi juventud. Desde ese tiempo es que odio las flores como ornamento y demostración de afecto, escoltadas con la tarjetita cursi de costumbre. Odio las costumbres, las tarjetitas y los parámetros de lo “esperable” en lo que a convencionalismos sociales se refiere.
Jamás sabré si los gladiolos, que finalmente compré, se piden por docena, como las empanadas o los huevos. Jamás sabré si la risita socarrona de la florista se debió a que compartía la fantasía (o esperanza) de mi padre de que el maldito ramo cayera alguna vez en manos de una agraciada muchachita; o a mi cara de groupie alterada que finalmente se había animado a pedírselos. Jamás sabré si ella conocía a Mozz.
Jueves 1ro. De Marzo – 20.15 / Entrada del Estadio Orfeo Superdomo.
Algo le llamó la atención al cana que custodiaba la entrada al domo. No fueron las flores, ni mi andar contorsionado. El sistema capitalista en su máxima expresión de consumo, me aseguraba que tampoco se trataba (esta vez) de mis intentos “non sanctos” de ingresar al recinto donde se desarrollaría el espectáculo. Mano al pecho, sangre detenida por un instante, una caterva de puteadas contenidas justo a metros de mi glotis:
– ¿Ahí adentro tenés una cámara de fotos gigante, nocierto?
Enmudecí. Abrí el bolso y exhibí la lente que la Caro me había prestado, convencida de que le sacaría provecho en la segunda fila, a pasitos del stage.
Todo lo que vino después, al menos durante veinte minutos, fue la debacle. Mi balbuceo intentando convencerlo de que trabajaba para un medio gráfico de Capital, la madre de todas las excusas. El azul, subrayando su incredulidad al respecto, con una ojeada furtiva a los gladiolos que se aplastaban contra mi pecho. La creencia de que me desmayaría entre tanto muchachito con lente de marco negro y remera a rayas haciendo juego con el colorido armazón.
Pero había ido hasta allí con un objetivo claro.
Aparte de cierta pasión por la teatralidad, tengo un fuerte rechazo por “las fuerzas del orden”. No era momento de hacérselo saber al hombre de uniforme y horas cores brotándole de la insignia.
Subí nuevamente el puentecito que une al domo con un shopping espantosamente hiper-iluminado, y allí quedaron, debajo del asiento trasero de un auto que no me pertenece, todas mis esperanzas de hacer la foto de mi vida.
Jueves 1ro. De Marzo – 21.15 / Fila 2, Asiento 36 – Orfeo Superdomo.
Convencido de que toda vez que quisiera asistir a un recital tendría que contar con viajes de 404 km entre la ciudad balnearia en la que nací, y el centro del universo argentino donde los músicos que signaron mi vida van a desparramar todo su talento; esta vez, mi cuerpo estaba absolutamente preparado para recibir el néctar de la voz de Steven Patrick Morrissey, gracias a que algún productor recordó que en otras latitudes de esta tierra, también nos gusta la celebración comunitaria de otras músicas posibles. No solo el anti-aborto Ricardo Arjona.
Atrás habían quedado las entradas con una “S” amputada de su apellido, la foto ausente debajo de su nombre en las carteleras, los cálculos matemáticos respecto al costo de los bolsones de arroz que ingeriría durante meses, gracias al precio del ticket, o las predicciones respecto al setlist que finalmente nos obsequiaría.
No éramos más de 150 personas, las que observábamos con fascinación gélida cómo se contorsionaba alrededor de un sintetizador plateado, Kristeen Young, la cantante nacida en Missouri, elegida especialmente por Mozz para esta gira, que había comenzado a cantar hacía rato. Mientras sonaba “Fantastic Failure”, primer corte difusión del EP que publicara durante 2011, “V The Volcanic”, pensé en Tori Amos, en Björk, y en tantísimas otras sirenas con registros vocales imposibles. Pensé en la organización del recital, que había anunciado el comienzo del evento para las 21:30, borrando de un plumazo su actuación. Pensé en ése cuerpo que, enfundado en una especie de impermeable modelo Kubrick (circa “2001 – Odisea del Espacio”), resistía tanta desidia, a puro golpe de cuatro octavas, tensando hasta el infinito las posibilidad de sus cuerdas vocales. Pensé en obsequiarle una de las flores que eran para la diva de la noche.
Como quien cumple con lo que se propone, Young terminó su demoledora performance y se fue, silbando bajito, haciendo ella misma de “plomo”, sin saber, intuyo, qué es el fernet. Preferí aplaudirla a rabiar y decirle con ese gesto, que este cuerpo le prestaría muchísima más atención de ahora en adelante. Valía la pena y ella me lo había hecho saber.
Jueves 1ro. De Marzo – 21.35 / Fila 2, Asiento 36 – Orfeo Superdomo.
Luego vendrían las proyecciones sobre el telón blanco que marcaba el límite casi al borde del proscenio y el resto del escenario. Volvió a correr por mis venas esa sensación de algarabía que me embriagaba en los festivales de cine de mi ciudad natal, donde podía soportar desde la tortícolis de las primeras filas, y gracias al sadismo cinéfilo, la proyección de una película vietnamita sin subtítulos en la función trasnoche.
Allí estaban estampándose sobre tela, imágenes de Brigitte Bardot o New York Dolls. Si hubo un highlight en esa selección (curada por el propio Mozz), fue la presentación en los estudios de Dutch TV (televisión alemana), que data de 1974, donde los hermanitos Ron y Russell Mael, más conocidos como “Sparks”, interpretaban “Never Turn Your Back On Mother Earth“, incluida en su placa “Propaganda” de ese mismo año. Absolutamente conmovedora. Tal es así, que recordé a Martin L. Gore, de Depeche Mode, inmortalizándola en su primer álbum solista, “Counterfeit” (de 1989) y por eso canté a los gritos. No hay fotos del recital, gracias a “la ley y el orden”, pero ésa es una de las imágenes que quedaron prendidas a mis retinas con los brochecitos del encanto.
Jueves 1ro. De Marzo – Alguna hora que no puedo especificar / Fila 2, Sin Asiento – Orfeo Superdomo.
A partir de este momento puede ser que desvaríe. Lo advierto. La memoria de alguien que entiende a la música, y principalmente a las presentaciones en vivo, como una comunión, suele estar plagada de sensaciones cercanas a lo extra-sensorial que pueden diferir, según quien esté dando cuenta de lo vivido. Es decir, el filtro (en esta ocasión) es mi propio embelesamiento.
Recuerdo el fino telón blanco cayendo sobre el escenario. Recuerdo que nos pusimos todxs de pie, como cuando se canta la oración a la bandera o se reza o entra “su señoría” en los juzgados. Recuerdo un malón de gente corriendo por los pasillos en dirección a las vallas de contención, y el primer acorde que “First of the Gang to Die” arrancándonos un grito de placer comunitario.
Había un gong gigante, coronando la escena y la espalda del baterista Matt Walker; miles de celulares que filman espantoso, intentando robar la imagen de Mozz, o su camisa negra y el crucifijo de plata con que adornaba su pecho. Estaba allí, imponentemente rupturista, Boz Boorer, munido de un vestido largo con lentejuelas azules, burlándose de los géneros y la pacatería que resbala de la corona inglesa, empuñando su guitarra, como quien empuña una certeza. Completando el sexteto, Jesse Tobias, el bajista Solomon Walker y el colombiano Gustavo Manzur en los teclados, parecían escapados de la gira que, por los años noventa, montó la Ciccone (“The Girlie Show”), con sus corpiños negros y su actitud símil “liberación Castro Street”. Era el éxtasis. No lo soñé.
Y su estampa. No quisiera detenerme en su estampa. No hace falta que diga que es pura presencia escénica, ni que dé cuenta de su irónico humor “british”, o de sus aires de diva glamorosa de film noir. Tampoco me detendré en cuestiones técnicas de la banda. No hace falta. Ya se ha dicho (o se dirá), con mejores bisturíes de estilo periodístico.
Podré hacer mención a la cantidad de perlas maravillosas que dejó pendiendo en los oídos de lxs asistentes, pero insisto, la memoria se nubla.
Recuerdo haber ladrado en un inglés cocoliche (que con los años no he aprendido a disipar), algunas palabras de “I’m Throwing My Arms Around Paris”, o sentirme Nancy Sinatra por un momento, coreando “Let Me Kiss You”, mientras una marea de gente deshacía la camisa que Mozz había tirado a los lobos. Recuerdo abrazarme a una muchacha que me había pedido fuego minutos antes, y componer un dueto espantoso de “Ouija Board, Ouija Board”. O compartir un vaso gigante de cerveza tibia con un extraditado de La Paternal que había perdido a su compañero en la marea de gente, mientras improvisábamos con las manos el “come armageddon” de “Everyday Is Like Sunday”. Por allí también se escurre de mi fragilidad obnubilada, “Please, Please, Please Let Me Get What I Want” y “There Is A Light That Never Goes Out”, dos soundtracks de varios momentos de mi vida, interpretados magistralmente.
Haré un stop en “Alma Matters”, la quinta interpretación de la noche, porque me urge hacerlo. Es justo, para la memoria histórica de esa noche. Fue ésa canción (y el disco homónimo que la contiene) lo que se convirtió finalmente en una ofrenda, en mi manera de agradecerle a quien me adentró en el mundo de Morrissey y de su anterior grupo, The Smiths, cuando era un niñito que jugaba con autos de goma Duravit que me doblaban en tamaño. Gracias a mis primeros ahorros, pude regalarle esa placa en formato CD y decirle gracias a ese señor alto que antes me atemorizaba con sus escuchas lúgubres. Gracias por esta educación sentimental. Tener un hermano mayor, tiene sus beneficios. Y, en medio de la multitud, caí en la cuenta de eso, mientras blandía un ramo de gladiolos blancos de tallo largo que había comprado esa misma tarde en el centro de la ciudad de Córdoba y que, finalmente, no me animé a entregarle a su majestad.
El resto es el resto.
El resto es música.
Gracias bro.