Aprovechando el año sabático de Los Natas, Sergio Chotsourian reformó Ararat, banda-experimento, y grabó disco nuevo. La fecha del miércoles 8 de diciembre en el Roxy de Palermo fue la gala de presentación del nuevo material, Ararat II.
Crónica y fotos: Pablo Lakatos
Siempre está la espera. Pero pasa, aunque cuando se la vive nunca parece que fuera a acabar. Es eterna, monstruosa por lo inconmensurable. Porque todo lo que no se sabe cuándo va a terminar no termina hasta que termina. Y así es la espera en los recitales. Por lo menos antes de que detrás del telón cerrado, de terciopelo oscuro que se chupa la poca luz que hay en el lugar, empiecen a sonar pasos y ruidos. Plugs que se enchufan haciendo un delicioso TRUC. Ya los primeros amagues, también a telón cerrado, denunciaban. Chotsourian es un esteta, y agarre el instrumento que agarre, toque donde toque, esos acordes sueltos, ocre, agrios le van a salir como le salen: como cuchillos inmensos de piedra que despacio, atacan el silencio. Apenas unos amagues, para ir amenizando.
Digamos de vuelta que Ararat es una banda-experimento. Señalemos que Sergio Ch (como firma sus discos) en este caso no toca la guitarra sino el bajo. Ya hay una primera pauta. Sergio ha asegurado que este alejamiento de su instrumento en Los Natas responde a una búsqueda musical que él entiende más pura. Teniendo conocimientos de composición, pero volcándolos a un instrumento que no le es el habitual, el líder de Los Natas intenta anular la propia deformación del virtuosismo. En el bajo encuentra una forma de contacto más pura con la música que intenta crear. No se pone mucho más “experimental” que eso.
La formación ha variado desde ese debut del 2009. Acompañan a Ch. el monstruo Alfredo Felitte (de Taura y Banda de la Muerte) en batería y el legendario Tito Fargo (que quizás no les suene, pero tocó en Sumo, los Redondos, Divididos y en estos días en Gran Martell, junto a Jorge Araujo) en teclado y guitarra, quien le sigue el juego a Chotsourian y relega la guitarra al segundo lugar, volviéndose loco en cambio frente a un pequeño sintetizador atiborrado de perillas alquímicas.
Se abre el telón y sobre el escenario esta Sergio, gorra de visera grandota y totalmente plana bien sobre los ojos, inclinado sobre el micrófono, criolla en brazos. Solo sobre el escenario manda la mano y de los parlantes chorrea negro. ¿Una criolla? Eso sonó a fábricas contaminantes robotizadas del futuro. Eso sonó a espíritus demoníacos por Internet. Verdad que era música experimental. “Las Piedras”, anuncia Sergio y arranca con una canción que hizo las delicias de los que desde siempre esperábamos más Natas como los de “En el camino de Dios” (temazo de El Hombre Montaña). Esos acordes repetitivos, deterministas, marcados de ritmo total, de latido. Eso que está en “Las Piedras” y seguirá estando en “La Ira del Dragón” ya casi para el final de la noche, esa es la matriz de Ararat. Pero por ahora está Sergio en el escenario haciendo que esa criolla nos lleve a otros lugares, a los que no siempre te lleva una criolla. La melodía es monótona, las voces cansadas, viejas, hay algo de vieja magia en el aire.
Hay un visitante en el escenario. Alguien más entra del otro costado, se acerca a Sergio con una sonrisa, con otra criolla que ya está largando aún más psicodelia transhistórica, aún más música petrólica del futuro. “Son cinco los barcos que llegan”, canta Sergio para dar comienzo a “El Inmigrante”. La guitarra de Tito Fargo (¿Pero no eran un trío experimental? ¿O esa es otra banda?¿De dónde salen todas estas criollas?) da el contrapunto. Se quiebra mientras los acordes de Sergio (en la versión en estudio la música es menos pastosa, más identificable, distinta a la que presentan en vivo) buscan en el pasado, en su médula. Ararat busca en eso que se llama herencia para encontrar su código, su idioma. No es desestimable. Esta es la voz más sonante del stoner nacional buscando algo que guerrea para salir afuera. Es la raíz balcánica. Aquella que recuerda con nostalgia aquel monte (el Ararat, el que da nombre a la banda) símbolo eterno de la República Armenia que descansa, desde la caída de la Unión Soviética, dentro de las fronteras de Turquía. Es la memoria de la sangre, que se destila, se expande, infecta, como lo hace en “Atenas”, quinto tema del disco, en el que tiene protagonismo el piano, reproduciendo intrincadas melodías como telas de araña. La música, que recuerda las exploraciones cosmopolitas de Gustavo Santaolalla, pinta ese mundo que algunos solo conocemos por películas. En el disco le sigue “La Ira del Dragón”, con su intro acústica y los bellos aullidos de Haien Qiu (de Armanoid) terminan de definir aquella postal gris que parece salida de los mejores encuadres de películas como Babel o Antes de la Lluvia. Son esos riscos antipáticos frente al mar, esa infinita variedad de grises, desde pulsantes a en estado de descomposición, los que Ararat conjura e invoca con su propuesta sonora.
De vuelta en The Roxy la voz de Chotsurian se expande, reverberizada, con eco. El viaje, la escapada del inmigrante parte a la familia (unidad básica de la sociedad) al medio, como a la canción que regala espinas de punteo, abrojos de años y mugre de sabiduría que llega con los abuelos, en los barcos, escapando de una guerra que no es acá, ni es esta noche pero que se llora, quizás, así. Es la alquimia de la música esa de destilar alegría de la tristeza, de sacarle felicidad a los acordes menores.
Alfredo Felitte toma el escenario, los tres se saludan. Fargo deja la criolla, la cambia por una eléctrica y se va a parar frente a su estación de batalla. Lo esperan sus máquinas. Comienza “El Carro” con sus acordes demoledores: tananan tananan tananan, tananan tananan tananan, y los parches de la bateria comienzan a convulsionar. Felitte los golpea y acá ya no hay comparaciones. Son cascos, es la caballería del infierno que se nos viene encima. El cielo del Roxy se oscurece, de las paredes salen rayos finísimos de sonido que Fargo enlaza con un dispositivo misterioso al lado de su sintetizador. Suena como un theremin, parece manejarse como un Reactable (uno de esos muchos juguetes que le gusta tener a Björk sobre el escenario), pero el tamaño y el presupuesto no concuerdan. Es una emboscada, antes de que nadie se de cuenta aquello que parecía trance deja esa dimensión inapelable de la historia que es el pasado. A lo lejos se ven, son las tropas del infierno, son los demonios de la densidad stoner, que ya hacen temblar el piso. Y no hay más criollas sobre el escenario. Ahora Sergio desenfunda su bajo, y lo hace caminar: es “Caballos”, segundo tema del disco (algo me hace pensar que es la pieza central). Estaba todo preparado, un pequeño set acústico va presentando a la banda por partes, suavizando, ablandando los oídos de los que aquella noche nos dimos cita allí. Y ahora que el hechizo ya surtió efecto (se habrá realizado a telón cerrado, tras camarines, en fondas viejas como la tierra de la que surge esta música) “el tiempo es un caballo rápido, lo se”, Y encima se nos viene ese ejército que parecía lejano. Y he aquí la sorpresa: La música de Ararat no es ejército, no es la guerra de la herencia contra el futuro. Es música de resistencia. Es, como bien nos dice, esa montaña a la que hay que llegar. La música de la tierra, del campo de batalla, Ararat es la resistencia del planeta.
Tito Fargo está tocando su guitarra eléctrica con un arco de violín, haciéndola llorar silbidos. Parado en el medio del escenario, como una estatua, hace avanzar su mano con delicadeza. El arco del violín se tensiona y “Caballos” late, dispara diminutos rayos de energía, chillidos de laser distorsionado. En Ararat, Chotsourian y los suyos toman el doom, el stoner y lo acercan a Godspeed You! Black Emperor. Hacen algo que –para fortuna del público- sincroniza, resuena y brilla con lo que proponen los pibes de Om. No es coincidencia el espíritu tántrico que se experimenta en un recital de Ararat. Las composiciones son en cámara lenta, como cataratas de piedra (no avalancha, cataratas de roca líquida, de lava fría), como bosques que se incendian, como tierra que se resquebraja y levanta polvo santo bajo los vasos de un minotauro de guerra. Cada explosión es una bomba nuclear vista desde el otro lado del planeta, cada golpe de Felitte sobre los parches marca ese motor, ese avanzar del mundo mágico sobre el nuestro. Ararat es otro universo, que nos infecta con música para invadir nuestra realidad.
“Lobos de Guerra y Cazadores de Elefantes” es esa guerra, esa batalla eterna. Todo es marcha una hacia el descenso, es todo el planeta en pie de guerra. Y una vez que la batalla empieza, nada la detiene: “Caballos”, “Lobos de Guerra y Cazadores de Elefantes” y “La Ira del Dragón (parte 1)” se suceden como movimientos de la misma tormenta, nubes de la misma sinfonía infernal, como la espera que se amalgama con el universo, con el infinito. Ararat en vivo se vuelve puro acto, agota las potencias, totaliza el recinto y nos transporta a un universo que sólo existe cuando estos tres brujos se calzan sus amuletos y salen a rockearla, pero zarpado. El embrujo es absoluto y el final nos agarra en la calle, sudados, intranquilos, como transportados. Somos ahora como Gilgamesh, o como Juan Salvo, atravesados por el horror de lo sublime, lo bello que nos destroza hecho música de la resistencia.