La novela póstuma de Jiří Weil –editada este año por Impedimenta– narra con ironía y serenidad el horror de la ocupación alemana en Praga durante la Segunda Guerra Mundial.
Por Juan Alberto Crasci
En una Praga ocupada por la Alemania nazi, Julius Schlesinger, un aspirante a oficial de las SS, recibe la orden de retirar la estatua de Mendelssohn, compositor judío, del tejado del Rudolfinum, transformado en la Casa del Arte por los alemanes. Pero como ninguna estatua lleva inscripción, ¿cómo identificarla? Una serie de malos entendidos turban a Schlesinger, hasta que se ilumina: lo aprendido en un curso de “ciencia racial” le da la clave para derribar la figura. Sus hombres deberán encontrar la de nariz más grande. Y así, sin más herramienta que su instinto, eligen la estatua perteneciente a Richard Wagner, compositor favorito del Führer. Con esta ironía se inicia la novela de Jiří Weil –publicada originalmente en 1960, un año después de su muerte–, que con enorme serenidad y medidas cuotas satíricas, da cuenta de la infernal maquinaria puesta a funcionar en Checoslovaquia en el año 1942 de la mano del Protector Adjunto de Bohemia y Moravia, Reinhard Heydrich, que fue sin lugar a dudas uno de los más perversos y temidos funcionarios del nazismo, por, entre otras cosas, ser el principal impulsor de la “solución final”.
Weil, al modo de Isaak Bábel en su Caballería roja o Cuentos de Odessa, relata los horrores de la guerra –en este caso, la ocupación alemana– junto a la vida cotidiana y las costumbres de los oprimidos, que deben encontrar constantemente nuevas maneras de sobrevivir, ya sea huyendo o escondiéndose, o en algunos casos, por sus status de funcionarios públicos o de eruditos, sirviendo con sus saberes a los requerimientos de la administración alemana en Praga. El autor estructura la novela a partir de distintas historias, intercaladas capítulo a capítulo, y amalgamadas por la tragedia de la ocupación. Se destacan las andanzas de Schlesinger, sus operarios y los jerarcas nazis, que viven en la opulencia y sistemáticamente eliminan ciudadanos a los que les embargan las propiedades y los efectos personales y los acumulan para un futuro museo –porque los judíos no son valiosos, pero sí sus propiedades y objetos–; la historia de Adéla y Gréta, dos pequeñas niñas judías que permanecen escondidas tras un armario en la casa de una familia cristiana, y la de su tío Jan, un hombre de la resistencia checoslovaca.
Los capítulos iniciales de la novela están plagados de ironía y de humor cáustico, y retratan a los funcionarios nazis como metódicos, burocráticos y, en cierto sentido, inútiles. La imposibilidad de reconocer la estatua de un músico prestigioso –y la imposibilidad de encontrar un método certero y rápido para resolver la situación– los ridiculiza, los pone en evidencia, cosa impensada para unos funcionarios del Reich. Y a medida que avanza la obra se torna innecesario el humor. La dureza recorre las páginas, y capítulo tras capítulo se ve la misma cara metódica y burocrática de los funcionarios y militares, pero llevando a cabo su fría y terrible planificación. Weil no tiene necesidad de modificar las actitudes de los nazis, ni de estilizar de más la narración. Le basta con narrar tranquilamente el horror y la tragedia de la ciudad asediada por los alemanes, dispuestos a erradicar el “mal del judaísmo” del centro de Europa. Un gran ejemplo de la frialdad y planificación alemana se ve en el Capítulo XVIII, en el que nueve soldados son colgados de una horca diseñada especialmente para estas ejecuciones, que se darían a modo de castigo ejemplar.
Weil presenta una historia escalofriante, sin lugar para la esperanza ni la sensibilidad, con una serenidad magnífica que no hace más que poner en relevancia el horror, la tragedia, y el poder delirante del mal durante aquellos años del Siglo XX.//∆z