Mario Vargas Llosa: la vocación literaria como destino
Por Darío Amaral

Un repaso lúcido y afectivo por la obra, las ideas y las contradicciones de Mario Vargas Llosa, entre la admiración literaria y el debate político.



A Fabrizio Bianco.

“Las palabras sobreviven a quien las escribe.”
Mario Vargas Llosa

No negamos que ese vórtice consuetudinario, que parece regir cotidianamente la vida de abundantes potenciales lectores, apenas conceda algo de espacio, tiempo y complacencia para el tránsito lectivo de un viaje iluminado por aquellas incandescencias líquidas provistas de algoritmos digitales, prestos a ser consumidos en la parada de un bus, en la fila del supermercado o en el intermedio de un evento deportivo, siempre que la batería o la señal del dispositivo lo secunden. Y si desvariamos un poco más, aceptando —como infiere Dolina— que leer no sirve para nada (“excepto para hacernos mejores”), cabría sincerarnos al punto de verbalizar esa exégesis con la que todos cavilan: aquellos que no quieren leer, bien quisieran haberlo hecho (bis de Dolina), y haberlo podido “compartir” luego en sus redes sociales como otra buena “selfie” más.

Desde el principio, la historia de la lectura ha estado signada por mediaciones, donde lo crucial no fue nunca el soporte, sino la naturaleza de la relación simbólica establecida con el texto. Precisamente sobre esta suerte de declinación del hábito lector en plena era digital, escribe Vargas Llosa en La civilización del espectáculo: “La desaparición progresiva de la lectura en beneficio de la imagen es una de las grandes tragedias de nuestro tiempo. La lectura exige concentración, disciplina, reflexión; ver una pantalla apenas demanda pasividad.”

Pero, por suerte, siempre existen excepciones a la regla, capaces de revelar el desacierto de no aprovechar la eventualidad de haber sido, por ejemplo, contemporáneo de nuestro Nobel peruano; a quien, además de ser un paradigma real de eminente literatura, puede leérselo con la misma exaltación de espíritu con la que este leía y releía al argentino universal Jorge Luis Borges, que tanto lo deslumbrara y por quien prodigara exultantes elogios a través de notas y textos memorables, como el ensayo “Medio siglo con Borges”, publicado en 2020 por Alfaguara, y que recopila entre dispares artículos, entrevistas, reseñas y conferencias, esa sentida apreciación del arequipeño por el autor de El Aleph.

Sin embargo, ese ecuánime derrotero —como el reciente deceso del “escribidor peruano”, ocurrido el pasado domingo 13 de abril en Lima— nos conmina a reparar en algunos aspectos o aristas —soslayando reducciones— de la significación de su poliédrica figura para el orbe político-cultural en general e intelectual-literario en particular; sin que ninguno sea sucedáneo ni excluyente del otro, y alentando el portento de que quien no lo haya leído aún se decida, al allegarse a su gran obra, de una buena vez.

Al igual que un cometa celeste surcando el retórico firmamento, se nos hace preciso reconocer, en esta misma sintonía, que no solo ha fenecido otro multipremiado y célebre escritor de entre siglos, sino que además —seamos justos— ha extinguido su estela de fuego lúcido y afilado verbo el último de los más prolíficos e influyentes representantes del denominado “Boom Latinoamericano”. Lo hizo llevándose en su hálito una historia de vida cargada de mundo, soles y lunas, acaso equiparable a la de contados prodigios de nuestro siglo que, aquí en la tierra cotidianamente transitada, estamparon su huella enfática de coloso, pareciendo advertir en todo momento la manera en la cual despuntar, con su dote, del saldo humano.

Partiendo de esta atalaya alegórica, no cabe sino pensar que su desaparición signa además el cierre simbólico de una era —y de una hermenéutica consolidada y propia— desde uno de los tantos ápices cualitativos, gestados en el núcleo mismo del canon narrativo, cuyo potencial gravitó tanto en la literatura hispanoamericana contemporánea como en el imaginario cultural de los siglos XX y XXI.

Desde sus novelas iniciáticas, el registro de escritura de Vargas Llosa dejó en manifiesto una pulsión estética particular, orientada por los escarpados peñascos de una experimentación formal, una marcada complejidad estructural y una densidad conceptual sintomática de las invenciones de un temerario y, al unísono, perspicaz arquitecto —por no decir “demiurgo”— de regiones, mundos o universos ficcionales, cuyas rigurosas leyes o tramas articularon una reflexión mayéutica y hermenéutica tendiente a interpelar, a toda luz, las fisuras del poder, la fragmentación de la identidad, así como las siempre latentes tensiones entre quimera y realidad, individuo y sociedad, libertad y opresión. Así lo reafirmó él mismo en Estocolmo, en 2010, en su discurso de Premio Nobel, sentenciando que “La literatura es fuego”, en alusión al poder transformador y subversivo de las palabras, como si, efectivamente, se tratara de un ser orgánico o viviente; resultando, por consiguiente, inevitable no remitirnos al fuego y a la inmanente “ceremonia” de su robador —imagen a la que tan perspicazmente apelara su discrepante político mexicano Octavio Paz—, para que así el portento de su flama letrada prosiguiera oxigenándose y palpitando con idéntica proverbial desmesura. Porque, tal como los cometas celestes arrastran consigo memorias de tiempos remotos en sus núcleos congelados, Vargas Llosa portó en su narrativa escrita —casi a la par que en la oral— los ecos de imperios abatidos, revoluciones quebrantadas por la traición y olímpicas pasiones, más propias de deidades helénicas que de almas mortales. No se trataba, en esencia, de un astro fijo levitando en el firmamento, ni pretendía tampoco serlo: su trayectoria fue oscilante, su inteligencia feroz; supo arder sin consumirse, animándose a surcar territorios ideológicos —algunos polémicos—, lenguajes y estilos versátiles, camaleónicos.

Cuando deslumbró, lo hizo siempre a sabiendas de que tras su destello pululaba una fuerza gravitatoria implacable que, además de encarnar su razón vital de ser, avalaba ipso facto su fe inquebrantable en el verbo como recurso cognitivo del pensamiento crítico e instrumento de conocimiento ético y moral, capaz de dilatar las fronteras de la experiencia humana y cuestionar los hegemónicos dogmas del poder de turno.

“La literatura es una representación engañosa de la vida que nos ayuda a comprenderla mejor”, reafirmaría en su discurso como escritor Nobel consagrado con alcance global, quien, entre loables aportes y en constante diálogo con la historia y la política internacional, supo legarnos, mediante las tramas y modulaciones de sus personajes —incluyendo al mismo “Varguitas”—, una cartografía moral de nuestra propia humanidad.

En estos tiempos de exacerbada inmediatez y trivialización del discurso, su literatura se instala cual sólido recordatorio de que la novela, lejos de haber agotado sus intrínsecas posibilidades, aún sigue prodigando un arte avezado en iluminar las regiones más abisales de la naturaleza humana. El virtuosismo técnico, su agudeza crítica y su compromiso con la ficción como tótem del conocimiento y la revelación, sitúan a Vargas Llosa en la cúspide misma de la tradición novelística occidental.

La influencia de lecturas como las de Faulkner, Flaubert, Joyce y Balzac, entre otros, contribuyó a que luego, en el fermento o alquimia de su propia narrativa, combinara el experimentalismo con una obsesiva necesidad de representar los conflictos sociales, políticos y morales de América Latina, tal como —en su época y geografía— lo emprendieran aquellos clásicos autores que tanto supieron desvelarlo. Consciente entonces de su posición egregia en el canon de la tradición literaria, su obra responde, en gran medida, al diálogo y gravitación sostenidos por décadas con aquellos clásicos del siglo XIX y los renovadores de la novela del XX que lo precedieron, formaron y consiguieron estimular su delirio literario.

Pero como toda medalla posee su reverso, el mismo reconocimiento literario que consagra al autor de La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral como una de las cumbres del Boom Latinoamericano acaba contrastando con la caterva de controversias que suscitó su papel como intelectual comprometido con el liberalismo político, movimiento que concibió como una defensa inquebrantable de la libertad individual, el estado de derecho y la democracia representativa ante la contingencia del autoritarismo, el populismo y el colectivismo.

Desde la obtención de su nacionalidad española en 1993, la figura de Vargas Llosa fue consolidándose paulatinamente como una presencia prominente tanto en cenáculos artísticos como políticos de la madre patria. Su afinidad con sectores conservadores —en particular con el Partido Popular y Ciudadanos— fue declarada a los cuatro vientos, al igual que sus intervenciones en auditorios o actos públicos, donde criticó severamente la filosofía del nacionalismo catalán, los movimientos sociales de izquierda y los nuevos partidos progresistas. Explorar esta postura política significa también reconocer la contradicción latente o la dualidad de promover —por un flanco más mediático— un pensamiento liberal que, por otro más circunspecto, termina recayendo en las tensiones que su discurso genera frente a los valores literarios y éticos que su obra impresa ostenta.

Asimismo, su discurso de ingreso a la Real Academia Española deja entrever esta vocación de “defensa de la civilización liberal”, al sostener que “la libertad individual está hoy más amenazada por el colectivismo, el nacionalismo y la corrección política que por las antiguas dictaduras”; un posicionamiento que acusa un sesgo selectivo, al asociar ciertas expresiones disidentes con conminaciones a la libertad, mientras omite un análisis crítico de las estructuras de poder económico o de las nuevas derechas reaccionarias. Efectivamente, en este contexto es donde su postura se distancia notablemente de aquellos modelos de intelectualidad liberal que, como Albert Camus, Isaiah Berlin o María Zambrano, se arriesgaron a apostar un poco más por la autocrítica, la apertura a una pluralidad ideológica y una complejidad moral, sin rechazar de plano cualquier forma de política emancipatoria que no se ajustara al molde mercantil o a las instituciones representativas tradicionales.

Un escenario no menos complejo, aunque más decadentista —pues esencializa las patologías políticas y reproduce una narrativa del fracaso civilizatorio— se manifiesta en el diagnóstico de Vargas Llosa, expuesto en columnas y conferencias, referido a su beligerante percepción de América Latina como un continente sujeto a los inamovibles rasgos estructurales del populismo, el estatismo y la corrupción moral.

Semejante perspectiva no hace sino omitir o minimizar las complejidades sociopolíticas de estos países, obviando deliberadamente las luchas históricas en pos de la justicia social, así como verdaderas experiencias democráticas innovadoras, procesos de inclusión social y alternativas económicas emergentes, muchas de las cuales surgieron precisamente como una réplica a aquellos modelos de exclusión que el mismo liberalismo económico no ha sabido, hasta la fecha, subsanar. Vuelve a adoptar una análoga beligerancia ante gobiernos como los de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador o Lula da Silva en Brasil, pero sin aplicar el mismo rigor analítico que frente a los gobiernos de derecha y tendencias autoritarias, como los de Jair Bolsonaro o Álvaro Uribe en Colombia.

La ambivalencia derivada de su valoración sobre las dictaduras intensificó, en su momento, la polémica respecto de su rol como intelectual acreditado o, al menos, comprometido con aquellas causas consideradas justas. Así lo hizo denunciando enérgicamente al autoritarismo de izquierda —como en el caso cubano o venezolano—, pero siendo mucho más indulgente con su respaldo al fujimorismo en sus primeras etapas, cuya visión de orden y modernidad auspiciaron, al mismo tiempo, verdaderas prácticas excluyentes.

Esta perspectiva selectiva no solo empobrece todo análisis, sino que tensiona la coherencia de la obra literaria del Nobel peruano. Novelas como La fiesta del chivo o La guerra del fin del mundo ofrecen una punzante crítica sobre los mecanismos de dominación política y religiosa, retratando con precisión los devastadores efectos del fanatismo y la concentración de poder. La contradicción entre esa sensibilidad artística y su posicionamiento público pone en cuestión la escisión entre el narrador de las heridas del poder y el apologista de estructuras que acaban reproduciéndolas; a flor de piel, su análisis acaba reducido a la categoría binaria de “civilización y barbarie”.

Llegados a este punto, cabe interrogar: ¿Debe un escritor circunscribir su marco de acción a la esfera estética, o tiene la —inherente— responsabilidad ética de intervenir en la vida pública? Según el autor y analista palestino-estadounidense Edward Said, un intelectual debe, fundamentalmente, actuar como un “outsider profesional” que se sitúa fuera de los muros del poder para ejercer, desde esa amplitud imparcial, una ética crítico-constructiva.

Es decir, la figura del intelectual no puede ser ahistórica ni descontextualizada: su discurso no puede ni debe ejercerse en el vacío, ya que circula, legitima, interpela y, ¿por qué no?, también excluye.

“Aquel intelectual que se asocia demasiado con el poder termina perdiendo aquella autonomía que le da sentido…”, expresa Beatriz Sarlo. Desde esta óptica, la cercanía de Vargas Llosa con élites políticas y económicas comprometió —o terminó por dejar en jaque—, sin que ello invalide su legado retórico, esa distancia crítica indispensable; su autoridad literaria acabó siendo utilizada, en pos de intereses exclusivistas, como legitimación ideológica en múltiples escenarios, aunque a costa de erosionar su excelsa capacidad de cuestionamiento estructural.

La onda expansiva de controversias de esta índole —o afines— suele trascender toda frontera personal, ramificarse e inscribirse en un entramado de tensiones ideológicas, estéticas y políticas que, para el caso y época que nos ocupan, bifurcaron las líneas de pensamiento de Mario Vargas Llosa y las de su par, nuestro compatriota Mario Benedetti.

En la década del 60, ambos Marios compartieron la misma efervescencia política en torno a la Revolución Cubana; sin embargo, la desilusión del peruano tras el “Caso Padilla” —emblema de coacción a la libertad de expresión— marcó un viraje categórico que, mientras Benedetti reafirmaba su compromiso con el socialismo y la causa de los oprimidos, condujo a Vargas Llosa a denunciar la deriva autoritaria de los regímenes comunistas. Esta desavenencia se materializó en trincheras enfrentadas: un Benedetti abogando por una literatura al servicio de la transformación social, en la que “la voz del escritor acompañara al pueblo”, y un Vargas Llosa defendiendo la autonomía de las letras frente a la contingencia política y reivindicando el papel crítico del literato, aunque ello implicara su impopularidad.

Y aunque ninguno dirigiera, explícitamente, alguna diatriba contra la persona del otro, sus intervenciones en prensa y sus ensayos permitieron entrever más de lo que estuvieron dispuestos a admitir sobre su “sorda” pero sostenida polémica intelectual.

En 1982, Benedetti publica su ensayo “El escritor latinoamericano y la revolución posible”, reafirmando sus convicciones sobre el compromiso y la responsabilidad de los intelectuales en una construcción colectiva afín a la identidad latinoamericana. Por su parte, Vargas Llosa publica, en tres tomos, Contra viento y marea, una antología de textos —artículos, conferencias, entrevistas y ensayos breves— en los que inquiere en autores como Sartre, Orwell, García Márquez, Camus y Onetti, estableciendo diálogos y confrontaciones que revelan su propia evolución de pensamiento, y donde, además, se advierte una constante: la defensa de la libertad de expresión y el rechazo al dogmatismo, sea este de origen comunista, fascista o populista.

Uno de los episodios más notorios y, a la vez, más simbólicos de esta divergencia paradigmática ocurrió en 1981, cuando Vargas Llosa fue invitado al Congreso de Intelectuales en La Habana. Benedetti, alineado con el gobierno cubano, lo calificó como un “escritor brillante, pero políticamente reaccionario”; a lo que este último respondió que el oriental “representaba a una izquierda dogmática, enemiga de la libertad”. Perseverando en las simetrías —sin omitir por ello las desemejanzas latentes entre ambos escritores— remataremos diciendo, en favor de la honestidad intelectual, que los dos encarnaron modalidades distintas de interpretar el rol del pensador en América Latina: uno como militante y cronista de lo colectivo (Benedetti), el otro como individuo crítico y escéptico ante las utopías (Vargas Llosa). Ciertamente, su debate literario y político seguirá siendo, hasta hoy y por muchos años más, una clave fundamental para comprender parte de la historia intelectual del continente.

No podemos cotejar —por sobradas o exiguas que hayan sido las afinidades y disparidades sostenidas en el tiempo entre estos insignes agentes del pensamiento y del “arte del buen decir”— sin reivindicar la ponderada estimación que el premio Nobel peruano albergara hacia el autor de El pozo, el “juntacadáveres” montevideano Juan Carlos Onetti.

En ese concierto de polifónicas voces que amalgamaron la literatura latinoamericana del siglo XX, Onetti ocupó un sitio pródigo, reservado a aquellos autores de culto: circunspectos, periféricos y, sin embargo, fundamentales.

Vargas Llosa, plenamente consciente de ello, publica en 2008 su célebre ensayo El viaje a la ficción, texto que —junto con la declaración de que Onetti “fue el mejor de todos nosotros”— trasciende el panegírico para constituirse también en una interpretación lúcida y cabal del orbe onettiano.

A medida que el renombre de Onetti comenzaba a abrirse paso entre los novelistas latinoamericanos más reconocidos, Vargas Llosa se interesó particularmente por la complejidad psicológica, el tono sombrío y el desencanto existencial que caracterizan obras como El astillero o La vida breve. Ya en la década del 80, el peruano reconocía en Onetti “una de las más radicales aventuras del lenguaje y la conciencia en nuestra literatura”, hasta posicionarlo dentro de la tradición de autores fundantes como William Faulkner y Franz Kafka. Al explorarlo, Vargas Llosa advierte en la mítica ciudad de Santa María una suerte de espejo deformado de la existencia, cuyo mayor portento consiste en hacer de ese espacio ficticio una plataforma evasiva de una realidad degradada. En este sentido, Onetti acaba convirtiéndose —para el autor de La tía Julia y el escribidor— en un autoexiliado de la sustantividad, con una literatura que, portando una voz propia que suena más a resistencia pasiva, rehuye comprometerse con causas sociales o políticas y opta por auscultar el fracaso, la desilusión y la decadencia humana.

El justiprecio que Vargas Llosa encauza hacia la obra de Juan Carlos Onetti no se reduce a una admiración elogiosa, sino que constituye una apuesta crítica sostenida por rescatar el brío de un autor inclasificable. Desde ese paraje, el Nobel peruano se planta más como lector devoto que como colega distante, y en El viaje a la ficción concreta una interpretación que devuelve a Onetti su lugar central en la literatura universal.

Difícilmente podríamos dar cierre a este ensayo sin referir la incidencia y gravitación que Madame Bovary y su autor, Gustave Flaubert, ejercieron sobre la estructura del pensamiento narrativo y del quehacer novelístico de Mario Vargas Llosa.

Leída durante una de sus primeras estancias en París, la novela de Flaubert no sólo lo deslumbró sino que lo reveló: la literatura podía abrir un cauce alternativo, un orbe paralelo, y constituirse, con el tiempo, en “la mejor vocación del mundo”. Le proveyó, además, del impulso e inspiración necesarios para estructurar, tras su experiencia en el colegio Leoncio Prado, su primera novela y gran éxito literario, La ciudad y los perros.

Pero fue recién doce años después, en su ensayo La orgía perpetua, cuando el “escribidor” peruano erige —a partir del desencanto existencial que horada a Emma Bovary— su tesis central: que la ficción nace del afán irrefrenable de escapar de una realidad casi siempre insuficiente, cuando no injusta. Emma es, para Vargas Llosa, una heroína de la imaginación, una figura universal del ser humano que sueña con vivir otras vidas.

Esta concepción conecta con la filosofía de la ficción que el autor desarrolla en textos como Cartas a un joven novelista: la novela como acto de rebeldía y creación, herramienta para vivir lo que de otro modo no podría vivirse. Tanto Emma Bovary como el novelista impugnan el mundo tal como es y manifiestan otro posible.

Otro aspecto analizado por Vargas Llosa tiene que ver con la técnica narrativa flaubertiana; en particular, el uso del estilo indirecto libre, que permite fusionar la voz narrativa con la del personaje sin abandonar la tercera persona. Este procedimiento, que Flaubert utiliza para exponer los pensamientos de Emma sin editorializar, será adoptado más tarde por el propio Vargas Llosa en novelas como La casa verde y Conversación en La Catedral. Luego, en obras como La tía Julia y el escribidor, Travesuras de la niña mala y El paraíso en la otra esquina, el autor incorpora personajes que, al igual que Emma, viven escindidos entre la realidad y el deseo, entre lo que imaginan y lo que verdaderamente poseen. Asimismo, la estructura rigurosa de Madame Bovary funciona como arquetipo para la composición simétrica de otras obras suyas, en las que los planos narrativos, los tiempos y las voces se entrelazan con precisión casi matemática.

Tanto Emma Bovary —como símbolo de una imaginación peligrosa y seductora— como el propio Flaubert, cuyo efecto estético trascendió lo impreso y transformó la ética autoral y la concepción misma de ficción de Vargas Llosa, dejaron una huella indeleble en su obra.

Por ello, al final pervive —tañe como campana— en el anverso de cada valiosa medalla un correlato preponderante, autorreferencial y resistente ante cualquier disenso inquisitorio o animadversión extraliteraria que se le quiera endilgar a don Mario Vargas Llosa: la valía estética y crítica que ha encarnado su obra por más de medio siglo, más que redimir o soslayar sus objeciones y antinomias, justifica con creces su preeminencia en la tradición de las letras hispanoamericanas.//∆z

A propósito de Mario Vargas Llosa, una misiva arrinconada.

Pretérito, pero estimado,(en indicativo), alumno y amigo: Darío Amaral.

Resulta que hoy, entretanto revisaba unas carpetas olvidadas del IPA —aún con ese olor a tiza, café helado y ansiedad de examen parcial— me topé con un ejemplar subrayado y maltrecho de Conversación en La Catedral de Vargas Llosa. Al abrirlo, vi una descolorida nota al margen: “Zavalita no busca respuestas, busca una memoria”. Y de inmediato no tuve cómo no pensar en vos.

Aún logro recordarte como un estudiante un tanto irreverente, asaz curioso, con una mezcla de escepticismo y voraz apetito lector que se adivinaba en las pupilas. Cuando leímos juntos, en el patio del IPA, aquel pasaje en que Santiago y Ambrosio conversan entre cervezas tibias sobre la corrupción, la derrota y la dignidad, me percaté que algo en vos parecía cobrar vida y arder. Evidentemente no  se trataba sólo de comprensión literaria, sino de  esa chispa, sobre combustible, que se da cuando el libro deja de ser papel y se convierte en espejo.

Permíteme, a propósito, referirte una escueta anécdota. Fue a mediados de los ‘80, cuando yo aún dictaba clases de Literatura en cuarto grado. Uno de mis estudiantes —de noche, obrero de una imprenta en La Teja— leyó “La ciudad y los perros”  y se acercó entonces, con su libro en las manos, a platicar conmigo después de clase. Allí mismo me soltó: “Profesor, yo también estuve en un mundo así de complejo, solo que no era un colegio militar, era mi propia casa.” Sin saberlo, Vargas Llosa, le había puesto palabras a una vivencia que él nunca había logrado manifestar en voz alta. Pues, esa es la potencia de la literatura, mi amigo: no explica, pero revela y trasciende. Nos da lenguaje para lo que nos duele, para lo que no sabemos cómo nombrar.

En el IPA aprendimos —y luego enseñamos— que la ficción no es evasión, sino más bien compromiso. Vargas Llosa, como Cortazar,  siempre defendió que escribir es un acto moral, una forma naciente y desbordante de rebeldía. Leer, entonces, también lo es. Por ello, aunque este loco mundo nos quiera apurar, reducir y hasta distraer de lo esencial, te pido, Dario, que no abandones ese gesto tan íntimo y tan político que es abrir un buen libro.

Sé que la vida tiende, la mayor de las veces, a complicarse y a complicarnos; que nuestro trabajo, el cúmulo de  responsabilidades, y una silva de urgencias nos impelen a apartarnos del tiempo lento de la lectura. Sin embargo, yo, que no sirvo de muy poco para consejos, puedo acaso pretender, para un amigo distante, que  cada vez que sientas que algo se desordena adentro tuyo, acudas sin vacilación a los libros. Volvé a Zavalita, o a Lituma, o a Pantaleón. Ellos también buscaron sentido en medio del caos.

Un abrazo desbordado de tinta y gratitud,

Prof. Jorge Albistur,(Literatura Española),

IPA, Montevideo, 1995.

Cronología, (personal), de intervenciones públicas e inflexiones políticas de Mario Vargas Llosa:

1953–1954. Génesis militante. Participa activamente en círculos intelectuales juveniles y en actividades estudiantiles. Se afilia de forma breve a grupos de izquierda, aunque no se compromete orgánicamente con el comunismo.

1955. Conflicto cercano-aledaño. Vive su primer gran escándalo personal y familiar: a los 19 años, se casa en secreto con su tía política, Julia Urquidi, 13 años mayor. El matrimonio provoca un conflicto con su familia, especialmente con su padre, y se convierte en tema de conversación en su entorno social.

1956–1957. Primeros pasos periodísticos. Comienza a trabajar como periodista en la agencia France-Presse y en Radio Panamericana. Gana el Premio Leopoldo Alas en España por su cuento El desafío.

1958–1960. Residencia en París. Se instala en Francia e inicia su carrera literaria internacional. Alejado del Perú, toma distancia del contexto político local, aunque simpatiza con la Revolución Cubana.

1965. Segundo matrimonio. Se casa con Patricia Llosa, prima hermana y sobrina de su primera esposa. Este vínculo también será objeto de atención mediática años después.

1971. Ruptura con la Revolución Cubana. Tras apoyar inicialmente a Fidel Castro, rompe públicamente con el régimen a raíz del caso del poeta Heberto Padilla. El distanciamiento genera tensiones con intelectuales de izquierda latinoamericana.

1987. Oposición a la estatización bancaria. Se convierte en figura pública destacada al rechazar la propuesta del presidente Alan García de estatizar la banca. Su protagonismo político crece.

1990. Candidato presidencial. Se postula a la presidencia por el partido FREDEMO con un programa de corte neoliberal. Es derrotado por Alberto Fujimori en una elección polarizada, lo que marca su giro definitivo hacia el liberalismo político.

1991. Retiro de la política partidaria. Tras su derrota electoral, anuncia que no volverá a postularse a cargos políticos. Se instala en España y retoma su carrera como novelista y ensayista.

1993. Publicación de El pez en el agua. Autobiografía dividida entre sus años de formación y su experiencia como candidato presidencial. Genera controversia por sus críticas a políticos peruanos y su visión liberal sin concesiones.

1994. Premio Cervantes. Es galardonado con el máximo premio de las letras hispánicas. Aunque ampliamente celebrado, algunos sectores critican su ideología neoliberal y sus posturas antinacionalistas.

1995. Críticas desde el exilio. Se convierte en una de las voces internacionales más activas contra la dictadura de Fujimori, denunciando violaciones a los derechos humanos y manipulación institucional.

1996. Defensa del libre mercado. Publica artículos en El País y otros medios defendiendo las reformas económicas liberales en América Latina, lo que genera controversias con sectores de izquierda, acusándolo de insensibilidad social.

1997. Publicación de Carta a un joven novelista. Aunque el texto tiene un tono literario y formativo, algunos críticos lo interpretan como una defensa implícita del individualismo liberal como ideal ético y estético.

1998. Críticas a la izquierda latinoamericana. En conferencias en México y Argentina acusa a la izquierda tradicional de populismo retrógrado y antimodernismo. Esto genera tensiones con sectores académicos progresistas.

1999. Participación en foros liberales. Interviene en congresos del Cato Institute y la Mont Pelerin Society, consolidando su perfil como defensor del liberalismo clásico. Recibe críticas por aproximarse a posturas conservadoras económicas.

2000. Celebración tras la caída de Fujimori. Apoya las marchas que provocaron la renuncia del expresidente. Aunque es reivindicado por sectores democráticos, también es visto como parte de la élite intelectual alejada del pueblo.

2001. Crítica al gobierno de Alejandro Toledo. Aunque apoya la transición democrática, expresa reservas sobre la falta de reformas profundas. Algunos periodistas lo acusan de influenciar desde el exterior sin asumir responsabilidades directas.

2002. Postura contra el independentismo catalán. Se manifiesta en contra del nacionalismo catalán, lo que provoca polémicas en el ámbito cultural español.

2003. Controversia en México. Declara que el país vivía “una dictadura perfecta” bajo el PRI. La frase se vuelve célebre, pero también provoca fuertes críticas del gobierno mexicano, incluso de Octavio Paz.

2010. Premio Nobel de Literatura. Es galardonado “por su cartografía de las estructuras de poder y su mordaz imagen de la resistencia del individuo”. La celebración es generalizada, aunque algunos critican su ideología neoliberal.

2011. Polémica en la Feria del Libro de Buenos Aires. Es invitado como orador inaugural. Sectores kirchneristas se oponen por sus críticas al populismo. Finalmente, habla sin restricciones y defiende la libertad de expresión.

2015. Relación con Isabel Preysler. Tras separarse de Patricia Llosa, se hace pública su relación con la socialité española, generando cobertura mediática constante.

2016 .Apoyo al neoliberalismo en América Latina. Defiende el libre mercado y critica con dureza al “Socialismo del Siglo XXI”. Esto profundiza su distanciamiento con sectores progresistas.

2021 .Apoyo a Keiko Fujimori. Respaldó en el balotaje a la hija de Alberto Fujimori (pese a haber sido opositor de su padre) contra Pedro Castillo. La decisión genera polémica y rechazo por parte de sectores democráticos.

2022. Ingreso a la Academia Francesa.Se convierte en el primer autor no francés en ingresar a esa institución sin haber escrito originalmente en francés. Su nombramiento provoca una mezcla de reconocimiento y polémica.

2023. Nuevas críticas a gobiernos de izquierda. Publica columnas críticas a Lula, AMLO y Petro. Aunque coherente con su postura liberal, vuelve a ser blanco de fuertes objeciones por parte de la intelectualidad progresista.

2024. Presencia en foros del liberalismo conservador europeo.Participa en eventos junto a figuras como José María Aznar, consolidando su alineamiento con la centro-derecha occidental.

2025. Fallecimiento. Muere el 13 de abril en Lima, Perú.

Referencias bibliográficas

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Darío Amaral, docente y escritor uruguayo, nació en Rocha en 1974; estudio Literatura en el IPA (Montevideo). Sus cuentos y poemas han sido seleccionados en antologías y revistas de Uruguay, Argentina, Chile, México y España. Libros publicados: Cuentos de Felisberto Hernández, El estampido de la entraña oriental, Confesiones de un oriental cuerdo en desacuerdo y La melancólica oquedad del caracol ermitaño. Participo en seminarios y talleres de lecto-escritura y en el proyecto de difusión cultural nacional “Uruguay te leo”, auspiciado por el MEC.