Mariana Päraway en la La Flecha, su cuarto disco, se nutre del folklore y el sonido cuyano tamizado de rock y hip hop para consolidar una propuesta renovadora de la escena independiente.
Por Pablo Díaz Marenghi
La música puede llegar a conmover por diferentes frentes. Como un boxeador habilidoso, puede atacar mediante diferentes golpes y tácticas. A veces es la voz del cantante la que se impone. También puede ser la musicalidad, la pureza de la instrumentación o los arreglos. O quizás también la letra logre emocionar al escucha por su fuerte raigambre poética, su densidad narrativa o su caudal imaginativo. En los casos en los que todo esto se encuentra en partes iguales, se suele hablar de una obra de arte digna de ser destacada. Este es el caso de La Flecha (Concepto Cero), último disco de Mariana Päraway. La cantautora mendocina supo condensar en nada más y nada menos que siete canciones una potencia musical, lírica y artística notable. Le dio forma a un disco que se encuentra por encima de algunos soliloquios monótonos y cómodos de la escena independiente. Con producción de Ernesto Neto García (Julieta Venegas, Natalia Lafourcade) y voces femeninas destacadas que le dan su impronta a esta obra, la cantautora se deja embeber por raíces nativas y ritmos latinos que coquetean con programaciones electrónicas y sonoridades pop. Se grabó en México (Estudio Sonora) y en Buenos Aires (Estudio 505 y Silbador), lo que le da un carácter migrante a la obra que habla un poco de su autora. En una entrevista dijo: “Cuando hice Hilario (2014) no estaba cómoda con todo el movimiento de viajar tanto, tener que dejar mi casa. Pero en este disco abrazo esa situación y me abrazo, acepto que soy una mujer distinta a lo que la sociedad te dice que tenés que ser”.
Mariana es una mujer empoderada, libre que también dialoga con el pulso de la época. Desde sus letras, que exponen su mirada sobre la existencia y una conexión profunda con la naturaleza, hasta en el arte de tapa, en donde por primera vez aparece ella fotografiada y en cuerpo presente. En un terreno machista y hostil como lo es el del rock, lanza sus canciones como flechas que arremeten con seguridad y frescura.
“Cantando voy, al amanecer, y como cuesta recordar, me pierdo” canta en “Verne y el Faro”, en donde se intercalan silencios y programaciones. La voz aniñada y dulce de Loli Molina produce un bello contrapunto en la melodía. Se plantea un escenario natural y el sonido remite a propuestas que fusionan géneros autóctonos como Tonolec. Un cuatro venezolano se impone en la estructura armónica de la canción. Se nutre, como dice en los agradecimientos del disco, de las fuerzas de la naturaleza. La guitarra eléctrica de Lucio Mantel se luce y se incluyen también delicados arreglos de trombón y trompeta. La guitarra criolla es de Shaman Herrera, con todo lo que eso implica. Un verdadero dream team.
“Valeriana” cuenta con la colaboración de Andrea Echeverri, de Aterciopelados. Mariana, como en casi todo el disco, habla en primera persona: “sueño a veces que puedo quedarme quieta, sueño que es todo lo demás lo que se mueve”. Hay coros ancestrales y una tonalidad en la voz que remite al canto andino, al guayno. Esta vez es Tomás Ferrero, de Rayos Láser,quien se funde con Mariana en las voces. El ritmo es casi electropop, algo que le calza justo a Echeverri. “La belleza del error” es el mejor tema del disco, sin dudas. Es el tema más fusión y casi que plantea un escenario selvático. Su voz vuelve a ser norteña, tamizada por coros de fuerza primal; salvaje. La letra habla del derrumbe y la desolación. Hay arreglos de vientos leves, tenues, que sirven como colchones melódicos. “Hay oro aquí en mis venas, no son cadenas, todo hay que remendar y de nuevo, volver a empezar” canta Mariana y eso se vuelve casi una copla. La letra, pese a que plantea un panorama de derrota deja vislumbrar un horizonte luminoso (de aprendizaje sobre los errores cometidos). Esta es la única canción en donde aparecen algunas frases en inglés y esto merece un análisis aún mayor. En discos anteriores, solía incluir canciones en inglés, francés y otros idiomas. En este caso, decidió solo incluir composiciones en español, su lenguaje originario. Algo que más que un detalle es una declaración de principios. Es, sin dudas, el disco que mejor dialoga con sus raíces. Esta canción es muy visual (aparecen imágenes de un temblor, arenas movedizas, barro). Y de pronto irrumpen los Faauna a puro hip hop, levantan el espíritu y le da forma a un track que nutre raíces y reinterpretación de ritmos foráneos (un hip hop cuyano). Aquí hay calle, barrio e identidad a través de un mensaje optimista en el rapeo: “volver a empezar para descubrir colores, respirar el aires que acaricia las flores, intentar cada día ser mejores, abrazar a tu amigo y perdonarle los errores”.
En “Décimas para los puertos”, Päraway demuestra su conocimiento musical (estudió guitarra clásica en la Universidad Nacional de Cuyo y da clases de música en escuelas). Construye décimas, canción tradicional que mezcla la clave de bembé, propia del sonido africano, con la música de los barrios judíos de Nueva York. La voz de la mexicana Ruzzi aumenta el crisol vocal. Las voces armonizan, dialogan, se complementan una a otra mientras el cuatro venezolano, una vez mas, los vientos y las percusiones se funden y le dan forma a una armonía en capas muy solida. “Plan de vuelo” comienza con percusión y Päraway casi que recita. “Que su corazón, adentro del pecho baila”. La voz remite a la mas tenue Celeste Carballo y la percusión es tribal, propia de la música negra. El ritmo de bajo y batería es casi de jazz rock y en un momento la canción baja su intensidad y le da lugar a un sonido diáfano, donde sólo queda el rasguido de criolla, la percusión, y la voz de Mariana casi fantasmal. De pronto, Mantel reaparece con arpegios de su viola eléctrica sentenciando el final.
“Fitzcarralda” es un homenaje al cine de Werner Herzog (de hecho se inspiró en su filme Fitzcarraldo, 1982). “Quiero mover las montañas, no es un secreto” canta con una voz mixturada por diferentes efectos, reverberaciones y un arpa paraguaya que maneja los hilos de la melodía. “Decidí caminar buscando la claridad”, miro al frente, nunca doy pasos atrás, voy río arriba y Fitzcarralda me llaman”. Parecería estar hablando de ella misma y de su camino en el arte. Que comenzó bien intimista, se electrificó, profundizó aun mas su versatilidad sonora con Hilario (2014) y ahora atraviesa un momento de liberación. Un camino similar al transitado por la inglesa Kate Nash: de la inocencia minimalista a la mujer liberada, incluso desde el cuerpo (arte de tapa del disco, performance en vivo, seguridad vocal y una búsqueda artística arriesgada). “Carnada” es otro de los grandes temas del disco. La voz también resuena a ritmos originarios. La percusión es muy tenue. La esencia de esta canción es, nuevamente, la naturaleza; hilo conductor de esta obra. Aquí hay pajaros, fuego, truenos y bosques que construyen una metáfora sobre el femicidio que termina con un “No soy carnada” en loop; una canción de protesta del siglo XXI. El aporte de Violeta Castillo en la segunda voz es fundamental y sobresale como una de las cantautoras más solidas, singulares y versátiles de la nueva escena independiente argentina.
Este disco, uno de los mejores de la cosecha 2017, es renovador por muchos motivos. Primero porque se sale del estilo tradicional que supo caracterizar la música independiente post Cromañón del 2004 hasta hoy (el indie platense, los cancionistas del Río de la Plata) ya que da un giro sobre si mismo casi rizomático: se vale de un sonido ancestral, originario, que bien podría ser utilizado de un modo conservador, para renovarlo, deformarlo, contaminarlos de diversas sonoridades contemporáneas como el hip hop, la electrónica y el pop. En segundo lugar, porque analizando texto y contexto a Mariana Päraway no le es ajena su realidad como mendocina, como profesora de música y como mujer; exorciza sus vivencias y las vuelve canción. Además, se crió en el rock, curtió esa escena y todo eso forma parte de su arte (más próximo a los escenarios del under que al Festival de Cosquín, por suerte). Por último, porque este disco expone la propuesta sonora de una cantautora que sabe donde esta parada y que termina de asentarse y consolidar su sonido. Por eso la metáfora de la flecha como nombre del disco: algo que se arroja hacia la inmensidad con un blanco preciso. Siete disparos le alcanzan a la mendocina para trazar toda una cosmovisión que cruza naturaleza, femineidad y ritmos nativos.//∆z