Hablamos con el escritor cubano sobre su novela Llámenme Casandra, ganadora del premio Ñ-Ciudad de Buenos Aires, que aborda la homosexualidad en la Cuba revolucionaria; los regionalismos en el lenguaje de su obra; la figura de Reinaldo Arenas como “deuda” y la relación entre escritura y denuncia.
Por Marvel Aguilera
Fotos por Gisele Velázquez
La impronta de Marcial Gala (1965) es cálida y expresiva. El pequeño café del Ateneo se aquieta entre el runrún de señoras coquetas que murmuran frente al ventanal que da a la avenida Cabildo. Él se mira las manos y las mueve, tratando de indagar en la cocina de sus ideas. Tras casi cinco años en nuestro país, oriundo de La Habana, Gala ha colado su estilo en la narrativa actual a base de libros en los que despliega un talante creativo mutable: textos que bien pueden estar impregnados del lunfardo “provincial” cubano, como el de Cienfuegos en La catedral de los negros (Corregidor, 2016), y obras cuya búsqueda de universalidad, como Rocanrol (Corregidor, 2019), versan entre el mundo de la literatura como base para la escritura y el trasfondo de los dogmas socialistas que chocan contra la subjetividad de los personajes.
En su última novela, Llámenme Casandra (Alfaguara, 2019), ganadora del premio Ñ-Ciudad de Buenos Aires, Gala aborda la identidad en construcción de un adolescente cubano que, en plena guerra angoleña, siente ser la reencarnación de Casandra, la mítica hija de Príamo y sacerdotisa de Apolo que posee el poder de la visión, y cuya tragedia la persigue hasta la muerte.
En el contexto de una Cuba que impulsa la noción de “hombre nuevo”, donde la homosexualidad carece de lugar, Casandra emerge como forma de resistencia y deja entrever las fisuras de una sociedad arquetípica en la que las nuevas expresiones sociales son escondidas o demonizadas. Lejos de un dilema de época, la literatura de Gala crece en esa representación de los inadaptados: aquellos que no encajan, que incomodan y quedan a la deriva en un sistema que prefiere invisibilizarlos. El tiempo y el espacio son relativos. ¿Angola? ¿Cuba? ¿La Grecia clásica? Lo que importa, más allá de eso, es el escenario de tragedia anticipada, cómo la condición humana sigue sujeta a mandatos que la arrastran hasta su propia perdición.
AZ: Se publicaron dos libros tuyos casi al mismo tiempo, Rocanrol y Llámenme Casandra, y lo curioso es que parece haber una continuidad de uno a otro. Es más, habías mencionado la posibilidad de una trilogía. ¿Cómo pensaste ese vínculo?
Marcial Gala: Rocanrol era una novela más ambiciosa. De hecho, hay una versión un poco más nueva que tiene toda una parte en la que un personaje le narra a otro, Ismael, su experiencia en Angola. Ese capítulo falta en esta versión de la novela. Yo estaba pensando en hacer otra novela, que no fuera la segunda parte, pero en la que Ismael, el personaje perdido, fuera a Angola. Luego una amiga me dijo que era curioso que yo trabajara en mis novelas el tema de la homosexualidad femenina y tan poco la masculina. Eso fue un disparador. También había leído el libro de José Eduardo Agualusa, Teoría general del olvido (2012), que se desarrolla en Angola. Pero sobre todo, cuando empecé a escribir las primeras páginas de Llámenme Casandra, que en ese entonces se llamaba Intensos compromisos con la nada, toda la riqueza del personaje y el punto de vista narrativo de un niño que se asoma al balcón de su apartamento en Cienfuegos y ve el mar, y todo lo que trae éste consigo, fue muy fuerte a la hora de enfocar el texto. Me fue llevando. La historia es muy subjetiva, contada exclusivamente desde el punto de vista de Casandra, que está convencida de que en otro tiempo fue la hija de Príamo y de Hécuba. En algunas de las reseñas que han salido se ha hablado de que él cree. Y no es que cree, él juega a ser Casandra. Y desde el punto de vista narrativo, es Casandra. Él siente que lo es, y que está viviendo en un cuerpo prestado, pero no por ser transgénero –que lo es– sino que es como una reencarnación.
AZ: Pero él tampoco se siente cómodo siendo trans…
MG: No, porque estamos hablando de la Cuba de los años setenta, donde hacía poco se había escrito un libro como La respuesta sexual humana, un libro de norteamericanos donde se empezaba a hablar de lo que es ser transgénero. Estamos hablando de una época donde era muy difícil serlo. Sí empezaba a haber una distinción –al menos en Cuba– entre lo que era la homosexualidad y las preferencias sexuales, pero casi hasta esos días la homosexualidad se “curaba” con electro-shocks. Eso no es cuento. Ser homosexual podía derivar en diversos caminos, uno era ir a parar a un hospital psiquiátrico. Estaban convencidos de que un homosexual era un enfermo, por lo que era muy difícil que tuviera conciencia. Entonces hubiera sido vaciar un poco la historia si el personaje dijera: “yo soy un transgénero”. Quizás la identificación de él como mujer es más fuerte que alguien que piensa que puede o no ser mujer, la de ser un hombre en cuerpo de mujer. Él está convencido de que es Casandra, porque lo eras o no lo eras, no existía el llamado tercer género del trans o del travesti.
AZ: Así como en La catedral de los negros se vislumbraba un desencanto en el plano espiritual, ¿en Rocanrol y Llámenme Casandra hay un giro en ese desencanto hacia los movimientos políticos del siglo pasado?
MG: En realidad yo escribo poco sobre temas ideológicos. Mis visiones están situadas en un campo que yo conozco bastante bien que es el de Cuba, pero que tratan de tener una dimensión mundial. En La catedral de los negros hay como un mosaico de hasta dónde se expande la cubanidad: Europa, Barcelona, y otro personaje en Estados Unidos. Y Llámenme Casandra es una novela con una dimensión de lo fantástico y de las posibilidades de la narrativa que era un deseo mío: explotar esas posibilidades de la narrativa más allá del trasfondo ideológico que pudiera tener la historia. Por eso elegí a este personaje, que es uno y muchos a la vez. Es como una especie de Alicia que cae en el mundo del espejo, y todo el mundo ve en ella lo que quiere ver. El capitán ve a Olivia Newton-John, a su esposa en Cuba; la ausencia de lo que tiene añoranza. Y la madre ve a su hermana Nancy, que lo debe haber querido y protegido, pero es otra persona.
AZ: Más allá de los contextos políticos, ya sea en el socialismo o en el capitalismo, parece que tus personajes son personas que no logran adaptarse al sistema.
MG: Son personajes que están condenados per se, por lo que son, más que por lo que hicieron. Casandra está condenada de entrada, es el ejemplo más claro. No tiene ninguna posibilidad. Cuando sale de su entorno familiar, la única chance es el disfraz, y mientras más trata de disfrazarse más descubre quién es. Incluso, ¿qué cosa es un disfraz? En Cuba hay personas homosexuales de alrededor de cincuenta años que hablan con una voz semejante a la de Terminator, porque en los años que eran jóvenes asumir la sexualidad era difícil, entonces se acostumbraron a tener una voz ronca y fuerte, como la de un herrero. Y eso acapara lo que sos, es renunciar a tu espiritualidad más cercana.
AZ: Tiene que ver con la cuestión de homogeneizar que hace atrapar a las personas en estereotipos, como bien se ve en la escena del tenista en Rocanrol.
MG: La novela cubana más conocida del siglo XIX es Cecilia Valdés (1839), de Cirilo Villaverde, que es como el Rojo y Negro (1830) cubano. En Rojo y Negro (de Stendhal), Julien Sorel es un tipo de las clases pobres francesas que quiere codearse con la aristocracia. En Cecilia Valdés, el personaje es una mulata blanconaza, una mujer que es tan blanca que puede aparentar que no es hija de esclavos negros, y ella trata de pasar por blanca hasta que termina por ser descubierta. Esa necesidad de fingir lo que no eres es una impronta muy fuerte en la cubanidad. Aparte de todo lo que trae consigo el socialismo. Recuerda que cuando Mijaíl Gorbachov empezó con todo esto de los cambios, asoció dos palabras: la perestroika, que es democratización; y la glásnot, que es transparencia. Cuando las personas no pueden vivir en transparencia y decir lo que piensan es como si algo se torciera. La sociedad cubana vivió durante mucho tiempo sin transparencia y entonces estos personajes son tan torcidos, aparentan una cosa y son otra, para escapar de un entorno donde se han visto desde siempre birlados.
AZ: Hay también una incapacidad de reconocerse, que hace que cuestiones que podrían ser entendidas como amor deriven en abuso y violencia, como es el caso del capitán y Casandra en el ejército.
MG: En ese mundo homofóbico, al capitán, al igual que Casandra (que no se ve como trans sino que se siente mujer), le cuesta verse como homosexual. Siente que su hombría está siendo mancillada por el soldadito, que con su feminidad lo engañó. La condena es mayor, porque no es un homosexual que no quería que se supiera. Hace poco salió un informe sobre que el 90% de sacerdotes del Vaticano son homosexuales, por eso la homofobia es una denuncia clara. Y este capitán nunca se va a reconocer como homosexual, ni siquiera le pasa por su mente. Los hombres somos presos de nuestra época, no queda más remedio. Y en esa época era imposible que él pudiera reconocer que estaba enamorado del chico. Tendría que ser un hombre excepcional, y él no lo era.
AZ: ¿Qué significó el “período especial” para la sociedad cubana?
MG: Es una etapa bisagra en la historia de Cuba, porque hasta ese momento parecía que el socialismo era la respuesta a los problemas de la humanidad, y personas como los homosexuales y los religiosos –en su mayoría– pensaban que esas cuestiones eran debilidades, y vivían con su condena. Si tú por ejemplo pensabas que el socialismo era lo mejor y eras homosexual, vivías como en una contradicción. Pensabas que lo que decía el líder Fidel Castro era así, que había que construir una sociedad nueva, una sociedad donde no tenían cabida las debilidades. Y si se decía que la homosexualidad era una debilidad, porque perjudicaba la integración de la nación, te sentías mal contigo mismo. Lo mismo los religiosos. Un tipo que decía “yo creo en Dios” no podía ser del partido, porque si eras del partido tenías que esconder tus creencias. Era una tensión. Pero a la vez había muchos problemas económicos resueltos. Cuba era un país, salvando las diferencias, como Argentina: ibas al almacén y comprabas comida, usabas un reloj, te comprabas zapatos y medias. Si eras médico ganabas más que un cocinero o un taxista. Tus hijos podían estudiar: ser ingenieros, maestros, arquitectos, publicar libros, lo que sea. El período especial fue la inversión de todo eso. Podías ser un arquitecto o un ingeniero y ganar trescientos pesos, cuando el costo de la vida era de veinte mil. Yo vendía café que me robaba en el monte, y con eso mi familia vivía mejor que otro que había estudiado en la universidad. Fue una inversión de los valores de toda la vida. Hubo gente que se adaptó, sobre todo si te agarraba de joven, con veinte o treinta años. Pero hubo muchas personas que no lo soportaron, se mataron o se suicidaron.
Fue como una herida en la psicología del pueblo cubano que no se ha sanado. Como la única posibilidad que había para sobrevivir era robar, se desató una ola de robos, gente que se robaba cosas en su trabajo. La honestidad dejó de ser un valor. Por ejemplo, (Tomás) Gutiérrez Alea, el director de Fresa y chocolate y Memorias del subdesarrollo, es de los artistas cubanos que mejor definió el período especial cuando dijo que fue la pérdida de todos los valores. Fue un sinsentido. El país no se desintegró por la incapacidad de Fidel Castro – que sí tenía capacidad– sino que el período especial significó una descomposición de la sociedad: la gente se moría de hambre. Ya después, la memoria selectiva olvida cosas, como que por ejemplo la luz eléctrica funcionara veinte minutos al día o que no hubiera nada de transporte ni comida en los merenderos. Tú ibas a La Habana y lo único que había era infusión de ananá, que era la cáscara de ananá hervida con azúcar. Es difícil narrar esa etapa, yo nunca lo he hecho. Sentada en su verde limón (2004) no es el período especial en sí, aunque lo toca, pero del 2000 para acá, que empieza a suavizarse. Quizás otros escritores están mejor dotados para narrarlo, porque es muy difícil poetizarlo.
AZ: En cierto momento dijiste que el tema de tu escritura es la literatura, ¿a qué te referías con eso?
MG: Pienso que actualmente es muy difícil escribir sobre la realidad directa, uno escribe condicionado por el lente de los libros que ha leído. A estas alturas del siglo XXI escribir una literatura directa que trate la realidad olvidándose por completo de la herencia literaria de Occidente es para mí imposible. Si tú escribes una novela de la tierra no se puede no tener en cuenta a Pedro Páramo (1955). Es difícil. Estos grandes escritores condicionan lo que haces. Y la literatura como tal es prácticamente el asunto, o uno de los asuntos capitales de lo que he escrito, sobre todo en el género novelístico: desde Sentada en su verde limón, que es sobre una chica que quiere ser poeta; Berta, la escritora de La catedral de los negros; en Rocanrol uno de los chicos es poeta; también la chica de Llámenme Casandra. Todo está condicionado por la literatura. Todo lo de Príamo viene de ahí. La Casandra que ve el agujero no se sabe si fue algo objetivo o una creación mítica de Homero, entonces ya es una prueba de que la literatura es un material de mis novelas, que muchas veces tiene guiños u homenajes a los escritores que me marcaron. Tampoco busco hacer una novela de guiños porque si no sería un acertijo.
AZ: Lejos del autor que le hablaba a un continente, como pudo ser Carlos Fuentes o García Marquez, ¿hay una búsqueda de la universalidad hoy en la literatura?
MG: Últimamente lo que se está escribiendo por cubanos, tanto en Cuba como fuera de ella, trata de buscar otra dimensión: porque o se escribió y no nos dimos cuenta o la novela de la revolución no la va a escribir esta generación porque es una cosa muy grande y muy pegada a nosotros. El tema de querer escribir la novela de la revolución recuerda un poco a La guerra y la paz, y quizás del conjunto de novelas y cuentos que han escrito los cubanos salga una “novela de la revolución”, pero como tal siempre va a haber fisuras.
AZ: Le dedicaste tu último libro a Reinaldo Arenas. ¿Qué significó para la literatura cubana?
MG: No significó, está significando cada vez más. Es que en Antes que anochezca (1992) él culpa a Fidel Castro de todo lo que le pasó. Parecía que ante esa figura tan inmensa, que cuando eras chico era un coloso, Reinaldo Arenas no iba a ser conocido. Ni Reinaldo Arenas ni Virgilio Piñera ni Lezama Lima, nadie. Fidel ocupaba todo. Y actualmente, cada vez más, parece que la estatura de Reinaldo Arenas va creciendo, todavía no alcanza la de Fidel Castro, pero crece. En algún tiempo quizás alguien dirá: Reinaldo Arenas fue un gran escritor que vivió en la época de alguien llamado Fidel Castro. Entonces, Reinaldo Arenas es un escritor muy actual para los cubanos, ¿por qué? Porque como estaba vedado en Cuba, la gente no lo conocía. La gente empezó a leerlo con Antes que anochezca, con mucho deseo. En Cuba solo publicó Celestino antes del alba (1967). Sus novelas El mundo alucinante (1969) o La vieja rosa (1980) nunca se publicaron, y actualmente tampoco lo están. Los libros llegan de alguien que los compra acá y los lleva para allá, y así. Sin embargo, es un escritor que pasó de ser un apestado a estar en el centro del canon para mucha gente, con su manera tan desprejuiciada de escribir, que casi lo hace un Manuel Puig. Todo lo contrario de Carpentier, un escritor muy de lo clásico, de la cita prestigiante. Arenas, que es un gran escritor, llena su obra de una frescura muy cubana, que lo acerca bastante a Guillermo Cabrera Infante, que también tiene esa capacidad. Y creo que muchos autores en Cuba tenemos una deuda con Reinaldo Arenas, una deuda que no es solo literaria sino más entrañable, porque fue el primero que dijo que “no”.
Cuando empezó todo esto de la homofobia, muchos de esa generación fingieron que eran otros, entre ellos grandes autores. A Reinaldo Arenas lo agarró la maquinaria directa, el mecanismo elector, porque él era lo que era. Había ganado un premio por su primera novela, era un chico pobre que venía de Holguín y que se integró a la revolución al llegar a La Habana. No era un heredero ni un tipo de clase, era un hombre nuevo, lo que se pretendía. Tampoco era un Lezama Lima, que había sido parte del grupo Orígenes y que no se había integrado. Después de que gana el premio y publica su novela, empieza en 1971 todo esto del Congreso de Educación y Cultura, donde se habla de la homosexualidad y de las conductas impropias. Él siguió viviendo a su manera. Lo cuenta en Antes que anochezca: tenía una máquina de escribir que era su única propiedad y tenía que escribir antes de que anocheciera en El Morro. Es muy parecido a lo que narra Italo Calvino en El barón rampante (1957), que vivía en los árboles, pero a su vez era un aristócrata. Arenas vivía oculto, era una sombra, vivía escondido. Y ahí lo iban a buscar los agentes literarios para publicarle sus obras. Para mí y para mucha gente en Cuba es el mayor ejemplo de resistencia, porque resistió de verdad.
AZ: ¿Qué cambió en tu literatura desde que vivís en la Argentina?
MG: Yo escribía no desde el centro de Cuba sino desde Cienfuegos, que es una ciudad del interior de Cuba.
AZ: ¿Como el conurbano de allá?
MG: Más lejos, en otra provincia, donde se habla un español más cerrado. Por ejemplo, tanto Sentada en su verde limón como La catedral de los negros están escritas desde el cubano de Cienfuegos. Tiene palabras como “pejera”, que los otros cubanos no entienden y deducen o hay que explicarles. En el caso de Llámenme Casandra es más cubana, más internacional. Como estoy fuera veo más los términos cubanos, aparte quiero ser entendido por los argentinos. Yo creo que es un lenguaje que conserva la musicalidad de lo cubano pero que no hace hincapié en palabras de la cubanidad. Aparte para mí, la verosimilitud es esencial en la narrativa. El chico que narra Casandra lee y tiene un léxico, además. Se supone que es Casandra que vivió miles de años y que debió haber pulido su manera de expresarse. Creo que el personaje no tiene por qué estar preso de ser cubano, podría ser cubano como argentino o checo, es una circunstancia extemporánea. Casandra lo siente más porque cree que viene de la Grecia clásica. Sí está presa en la lengua española, como estamos todos, pero no es que lo busque.
AZ: Por último, ¿cómo se hace para no caer en la lógica binaria de capitalismo contra socialismo siendo crítico de ciertos aspectos de la sociedad cubana?
MG: Yo por ejemplo vivo acá, y veo las dificultades que conlleva el neoliberalismo. No soy ajeno a eso, pero a mí lo que me interesa por sobre todo en estas novelas es condenar el totalitarismo del autoritarismo, que creo que tiene poco que ver con la esencia del socialismo. Aparte, a mí una de las cosas que me sirvieron para entender la narrativa es haber leído a León Tólstoi, La guerra y la paz, y haber leído a un escritor inglés —que ahora no recuerdo— que dijo que La guerra y la paz pudo haberse acabado cuando los rusos pierden, pero como Tólstoi tenía que decir la verdad al final aparece un epílogo. Y ahí uno ve que Pierre sigue siendo el mismo tipo, alguien sin muchas luces. Natasha es ahora una mujer de casa normal, no ya una chica deslumbrante por su intelectualidad, o sea que los años le han echado una pátina de decadencia. Todos los sufrimientos que pasó Pierre no sirvieron para hacerlo más espiritual, al menos interiormente. Y Natasha ahora es vulgar. Es decir, pienso que en todo escritor —quien escriba con cierta decencia— el hecho de decir la verdad te mata.
En el caso de Balzac, le puso “De” a su apellido porque amaba la aristocracia, y la mayor condena al mundo aristocrático está en sus novelas. La literatura, si no sirve para decir la verdad, entre tantas otras cosas, para qué sirve. Es lógico que el personaje de Casandra, al estar en una Cuba machista y homófoba, sufra. No tenía salvación en ese mundo que a su vez es paralelo. Yo he escrito pocas cosas que han tenido que ver con mi vida realmente, trabajo mucho la ficción. Ahora hay toda una disyuntiva entre ficción o autoficción. Yo no escribo sobre la realidad. La Cienfuegos de La catedral de los negros no existe. Nunca ha habido una ciudad así con un ruso mafioso. En Llámenme Casandra es imposible que un soldadito de un metro cincuenta fuera a la guerra. Tenían que haberse dado muchos factores. Pero aún en estos mundos paralelos el autoritarismo está. Nunca pretendí ser un novelista testimonial, un condenador. Salvando las distancias, no creo que Ciudad Gótica sea una condena de Nueva York. Si en Llámenme Casandra hubiera cambiado Cuba por “Chuga” y Fidel Castro por “Ramos”, hubiera tenido la misma contundencia, desde los malos motivos y desde el amor. No creo que lo más importante que pueda tener una obra sea la denuncia, ya sea el racismo o la homofobia. Creo que lo principal de la literatura son los valores artísticos, que son difíciles de describir en la narrativa. Se trata de ser un escritor, no un propagandista, ni de derecha ni de izquierda. //∆z