A trece años del estreno de una de las mejores series de la historia. La escritora uruguaya desmenuza la creación de Matthew Weiner. 

Por Carolina Bello

“Debes continuar con tu vida. En cuanto puedas descifrar qué significa eso”.
Don Draper

Mad Men no se trata de yuppies retro en una agencia de publicidad. Ni siquiera se trata de publicidad aunque ése sea el disparador que pone en escena a los personajes y sus acciones.

Como lo hizo The Wire, Mad Men tiene un componente literario que la vuelve ambiciosa a la hora de plasmar algo más que acciones en un tiempo y espacio: la soledad, el conflicto de la identidad y el individualismo de los seres humanos como producto de una circunstancia que configura y determina. Verla es sentirse interpelado, es verse, vernos, solos y en conjunto. Es entender que el mundo siempre empezó antes que nuestra percepción y no hemos podido cambiar las formas que nos hacen ser, estar e interactuar.

Ahora que volví a verla, compruebo que aquello que por primera vez se me apareció como un universo nuevo y lleno de ideas, tornó en algo que no puedo dejar de ver desde el lugar de la empatía. Empatía sí, para la cual no se precisa ser un yuppie, sino más bien entender que el pensamiento no nos hará más felices, pero sí más alertas.

Una vez más, la siempre –cada vez más- vigente alegoría de la caverna, representada en un universo que comienza a fines de los 50 en Nueva York, que pone en escena personajes que existen en torno a una agencia de publicidad –la caverna-, órgano vital y funcional al sistema capitalista del que forma parte como un apéndice que no se nota, hasta que punza y explota.

No puedo contestar la pregunta de mesa de bar ¿de qué se trata Mad Men? Porque sería tan injusto como apurar el trago y decir que El sonido y la furia se trata de una persona con retraso mental. Mad Men no es la serie para desconectar; no es esa serie manufacturada en serie para distraer, para conformar, para creer que aliviamos alguna cosa mientras nos llenamos de nada. Mad Men es más bien una lanza afilada que se clava directo en el existencialismo que más duele: nacemos solos, morimos solos. En el medio, una individualidad configurada para tratar de encajar, existir formando parte, aunque tengamos otra forma que no encastra.

La máxima expresión de ese individualismo vapuleado a ultranza es el protagonista Don Draper. Un tipo que tiene todo para ser un ser despreciable si lo medimos con los parámetros impolutos de algún mandamiento pero que, una vez que entendemos que el hombre es él y su circunstancia y que el comportamiento humano jamás es arbitrario, podemos comprender e, incluso, sentir empatía por ese sujeto. ¿Por qué?

Porque el conflicto que introduce el personaje a lo largo de todas las temporadas es el de la identidad y cómo se construye vida y representación a partir de eso. Don Draper es un creativo publicitario exitoso, que le tocó vivir en un momento en donde su estereotipo es sinónimo de atractivo; está casado con la reencarnación de Grace Kelly, tiene una mansión con puerta roja, dos hijos y un perro. Su entorno lo respeta con admiración y extrañamiento. Sin embargo, Don Draper tiene un pasado que lo limita, lo constriñe, lo sesga, lo vuelve una persona que no es. Eso lo sabremos mediante flashbacks milimétricamente colocados en la trama.

En uno de esos saltos en el tiempo, vemos a Draper en una trinchera de la guerra de Corea junto a un compañero. Una bomba cae, su compañero muere y con él Dick Whitman, el verdadero nombre de este Don Draper quien, al ver el cuerpo tendido de su compañero, intercambia las chapitas que el ejército cuelga del cuello de sus soldados para identificarlos.

Desde ese momento en adelante, Dick Whitman –Ahora Don Draper- no solo vivirá con la paranoia de saber que ha cometido un delito, sino con la atribulada conciencia de ser alguien que no es. Ese es el fundamento principal de esta negación del héroe que encarna. Todas sus acciones vinculares están, de una u otra manera, condenadas a la frustración porque, después de todo, no existen en él rasgos que le permitan volver su propia mentira lo suficientemente tolerable como para encajar en un esquema bilateral de respeto entre él y el mundo circundante.

Corazón delator

Ese respeto no es el que parece imperar en sus vínculos de amor: él y su esposa, él y sus amantes. En este sentido se abre otro ropero de posibilidades que podría ser Don Draper y la forma del amor. Draper no ama a su esposa pero ella es la pieza clave para sostener el simulacro que lo contiene. Cuando se vive una mentira, la ilusión de lo real y lo aceptado es un banco de arena en el mar: un lugar en el que creemos estar seguros, más peligroso que la hondura.

No es con su esposa con perfil de ama de casa desesperada la primera escena en la que lo vemos interactuar con una mujer, sino con otra: una artista con bohemia y mundo. En algún momento una de sus amantes le increpará en la despedida: “avísale a la nueva que solo te gustan los principios”.

El principio de una relación es aquel estadio en el que podemos jugar. Jugar, como en un juego de estrategia en el que todavía podemos evaluar qué movimiento hacemos, qué ocultamos, qué decidimos mostrar. En ese acto fundacional del nuevo romance, nos permitimos una única chance: reinventarnos. Creer por un momento que esa otra persona que nos está conociendo puede prescindir, como nosotros, de todo lo que somos, de nuestro pasado que nos pesa, de nuestro futuro anclado a eso.

En el principio de las relaciones creemos y creamos la ilusión de jugar a ser nosotros mismos perfeccionados, limados de toda cotidianeidad, de toda miseria, hinchados de seducción vamos a por el otro. Don Draper, el que se robó una identidad, tiene la mala suerte de vivir una mentira demasiado exitosa. Todo el mundo ama a Don Draper. Todo el mundo ama a alguien que no es él. Incluso su esposa. ¿Don Draper tiene amantes porque le gusta coleccionar nombres de mujer en su agenda y llamarles un taxi al amanecer? No. Don Draper tiene amantes (una por vez a la que le dedica tiempo y libido) porque necesita crear la ilusión de ser él en un juego de dos íntimo, que lo avale, que lo alivie en un tiempo y espacio que, por su esencia clandestina es acotado: empieza y termina.

Cómo son las dos mujeres que, en paralelo a su esposa, más lo seducen: distintas al estereotipo signado por la época. Cuando la década marca pelo corto con fijador, allí repara Draper en aquella maestra jardinera que todavía lleva el pelo largo y alborotado, que parece libre; cuando los cinturones constriñen las cinturas, he ahí la artista bohemia del Soho que lo recibe descalza y con camisa sin soutien. Todas son mujeres que toman decisiones, que luchan como pueden por una igualdad de derechos ni siquiera reclamada. Paréntesis: (Peggy Olson, otro personaje trascendental al que le dedicaré líneas más adelante, una noche de bar con un periodista que conoce en una fiesta clandestina escucha la indignación de su interlocutor respecto al vapuleo de los derechos civiles de los negros y en un momento le dice: soy mujer y me pasa lo mismo pero a nadie parece importarle. Cierro paréntesis).

Volvemos al amor en Don Draper. Como la vida es un continuo y la ilusión una sustancia que no puede freezarse, tampoco prosperan esos vínculos paralelos. La figura de la amante pronto se convierte en una mujer real, que sufre, que piensa, que tiene familia, que tiene problemas. Cada una de esas mujeres pronto se convierte en otro elemento capaz de desenmascarar al superhéroe en la guarida y, cuando se trata de reinventarse, nadie necesita un corazón delator que nos recuerde quiénes somos en realidad.

Ellas saben bien

Otro personaje que le pivotea a Don Draper el protagónico es Peggy Olson (representado por una actriz tan solvente que pudo reinventarse y hacer cosas buenísimas como la película The One I Love o la serie The Handmaid’s Tale que, debo reconocer, empecé a ver tres veces y me aburrió profundamente).

Estamos en fines de los cincuenta y la serie transcurrirá en cada año de la década del 60. La década en la que todo pasó: asesinaron Kennedy, comenzó la guerra fría, explotaron Los Beatles, Martin Luther King, el mayo francés, el LSD.

Estos hechos, entre otros, no aparecen en la serie como mera referencia incidental o complemento escenográfico sino como parte adusta de un guion que se sirve de los momentos históricos para hacer actuar y evolucionar a los personajes en escenas que, de tan hermosamente acabadas, a veces tienen la perfección de un sueño.

Recuerdo, por ejemplo, el capítulo en el que asesinan a Kennedy: la percepción en la oficina, ese espacio con olor a trituradora de almas en el que en ese instante todos se permitieron el humano gesto de la conmoción; pienso en la empleada y niñera negra de Betty y Don Draper, siempre medida y recatada que ese día, al entrar a la casa de sus patrones y ver su jefa mirando la televisión absorta, camina cuatro pasos con decisión y se sienta a su lado, ahí en living, en el sillón –zona vedada- junto a su patrona. Ahora, igualadas por un mismo dolor, miran la tele que muestra una y otra vez al presidente cayendo en el regazo de su esposa con la cabeza detonada. Ambas mujeres, en un momento de complicidad que no volverá a repetirse, observan la pantalla con la consternación que plasma el capítulo: la muerte de una idea.

No se puede hablar de un personaje sin hacer estos paréntesis que pongan en escena. No con Mad Men. Tal vez por ello recién ahora me estoy animando a tratar de plasmar un parecer. Tengo miedo. Nunca le haré justicia.

Peggy Olson, ese otro gran personaje, no necesita la ornamenta de la lucha para luchar. La forma de su reivindicación no es grupal (porque se sabe sola), tampoco de puños extendidos en una manifestación. En ese entonces todavía no las hay por los derechos de las mujeres. Son otras las minorías con voz. Sí, Mad Men muestra cómo las mujeres tienen menos derechos que las minorías. ¿De qué manera lo muestra? ¿Apelando a un discurso políticamente correcto que reina, por ejemplo, en cualquier ceremonia pública after movimiento Metoo? No. Lo muestra con un componente tan verosímil como revulsivo. Son pocas las que vuelven un hecho la decisión de no acatar, de no reproducir el mandato social asumido a ultranza de mujer que espera al marido y, ni bien éste atraviesa la puerta, se para servirle la comida.

Peggy no está casada, tampoco parece interesarle. Se acuesta con un compañero de la oficina que le gusta mucho a las pocas semanas de empezar a trabajar. Es secretaria de Don Draper que apenas nota su presencia. Peggy empieza a engordar, como las burlas sobre su cuerpo cuando camina entre los escritorios. Peggy se siente mal y va a la emergencia. Peggy está embarazada y tiene un hijo de aquel compañero que, ahora casado, ya no quiere saber nada de ella. Peggy rechaza a aquel niño. No lo eligió. Es resultado de un accidente, de una negligencia. Su futuro, el que ella misma construye, no el que le construyen, tiene otros planes. Peggy es el personaje que evoluciona de manera clara y precisa: empieza en un lugar que la configura como una distinta: pensar en un contexto concebido para acatar. Sin embargo, es hábil. No elige el lugar de la rebeldía para hacerse valer, sino el de la discreción que poco a poco logra abrir una pequeña brecha por la que meterse. Alguien ve su talento y se lo reconoce, entonces Peggy deja de teclear cartas para su jefe, y empieza a trabajar en la agencia de publicidad como la primera redactora creativa mujer que pasó por ahí. En el camino, atrás, va quedando aquella ingenuidad que la caracterizaba en los primeros capítulos y se vuelve un personaje con un poderío tan sensato que es imposible no estar de su lado, aún en las malas decisiones que toma el personaje.

Juego de niños

En Mad Men también hay niños. Draper y Betty tienen tres hijos y uno de ellos, Sally, la hija mayor que cuando comienza la serie tiene 8 años es, por lejos, uno de los personajes con más contenido de la historia. No solo por plasmar el arquetipo de una niña creciendo en esa década, sino por el espeso vínculo entre ella y su madre Betty, una mujer infeliz, que aún con tres hijos y una vida adulta con la que acarrear, entabla con su hija una relación de competencia y castración de la que Sally se despega. Lejos de repetir el estereotipo de su madre, hay en Sally un componente de rebeldía con fundamento.

Su pasaje a la adolescencia está marcado por dos hechos: su vínculo con un vecino mayor ella (que logra una de las mejores escenas históricas de la serie cuando intenta seducir a Betty siendo aún un niño y ella parece corresponderlo en un universo lejos de lo explícito y cerca lo perturbador) y la muerte de su abuelo, un hombre con demencia senil que vive un tiempo en casa de los Draper y que, como ya lo hemos visto, traza con su nieta un vínculo que se funda en la complicidad no encontrada por ninguno de los dos en otras relaciones.

La negación de la hipocresía como valor fundante de esa sociedad es evidenciada en casi todas las escenas de Sally, por ejemplo, en la vivencia de su despertar sexual y la masturbación femenina siempre como tabú que en ella es solo el descubrimiento instintivo de un deseo mientras observa, junto a su amiga que duerme a su lado, una película con un primer plano de un hombre parecido a James Dean. En ese momento, la encuentra la madre de su amiga, que la lleva escandalizada a su casa para hablar, una vez más, con Betty, la misma mujer que en una escena se masturba con el trajinar de la lavarropas. A partir de ese incidente con Sally, Betty decide que hay que llevarla al psiquiatra, no sin antes reprender a su hija diciéndole que esas cosas no se hacen a solas y mucho menos en público.

Voy tres carillas. Podría seguir y tal vez lo haga. Simplemente necesitaba contestar la pregunta de por qué estoy viendo Mad Men otra vez. Porque es un serie, sí, en este mundo donde las series son el viejo bar, pero que aprovechó el formato para hablar con maestría de los sentimientos humanos que nos mueven a todos, en un mundo que parece haber nacido jodidamente fiero para todos aquellos que estamos en él trazando un ambicioso plan, ese, que consiste en sobrevivir.//∆z