A partir de la relación sentimental entre dos jóvenes Lezcano arma una novela coral que tiene como trasfondo la tragedia de Cromañón, un hecho que, a pesar de representar un punto de quiebre para toda una generación, fue poco explorado aún en la ficción argentina.
Por Juan Carrique
¡El tesoro que no ves!
¡La inocencia que no ves!
El placer es tan oscuro como el culo de un topo negro
y si no hay amor que no haya nada entonces, alma mía
¡no vas a regatear!
Indio, El tesoro de los inocentes (Diciembre, 2004)
Una reseña de Luces Calientes (Tusquets, 2018) podría encararse planteando que es la primera ficción que se ocupa de la tragedia de Cromañón. O hablando de su estilo literario: frases cortas, estructura coral, prosa suburbana. O, ¿cómo no?, haciendo una síntesis de la trama: un chico y una chica que gustan del rock and roll viven un romance turbulento que es interrumpido brutalmente por una tragedia. O, incluso, ubicando a su autor como uno de los escritores más representativos de la “literatura del conurbano” e intentando definir esta categoría difusa.
O bien podría comenzar así: Luces Calientes es un territorio: agrietado, sucio, marginal: el territorio de los años vitales de una generación huérfana: el territorio de una alegría incomprendida: el territorio de una intensidad que abre surcos en el suelo social y coquetea con la muerte: las bengalas, los litros y litros de cerveza, las drogas, el agite contra la policía: el territorio del rock barrial en los primeros 2000.
No se trata de eludir el comentario sobre la pericia narrativa de Lezcano o sobre la multiplicidad de recursos que pone en juego en la novela, sin embargo, Luces Calientes es ante todo la cartografía política de una época feliz y fatal. Allí reside su valor: asumir que no sólo se escribe sobre o desde sino, fundamentalmente, contra una forma de ver el mundo. Quizás sea decir mucho, pero en aquel entonces a los muertos de Cromañón se los condenó y abandonó por su fe: el país se derrumbaba y venían estos pibes de barrios bajos a creer en algo, a tratar de ser felices, a decir que no les importaba otra cosa que su banda o su equipo de fútbol. La clase media biempensante no se bancó ese riesgo vital y disfrazó su resentimiento con expresiones como “falta de cuidado”, “inconciencia” o “ambición”.
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En esta novela Lezcano opta por desligarse del hecho trágico puntual y volver sobre los años previos para intentar dar cuenta –desde un registro oral y una estructura polifónica– de lo que significaba vivir por y para el rock en un barrio del conurbano. Por un lado, conseguir una criolla y empezar a sacar temas, robar una batería de una iglesia para armar la banda, grabar un demo y distribuirlo entre los amigos. Por el otro, pintar banderas, conseguir pirotecnia, gestionar un colectivo para viajar desde Solano a Castelar, juntarse a escuchar discos y tomar cerveza.
Años signados por una profunda precariedad material y una excesiva efervescencia existencial. En concreto, el 2001: el año de la debacle económica y política del país. Pero también el año del último recital de la historia de Los Redondos (que no cierran con “Ji Ji Ji” sino con “Un ángel para tu soledad”, tema tributo a las bandas). El mismo año en que se publica el primer disco de Intoxicados (¡¡Buen día!!) y de Callejeros (Sed, cuyo primer tema es, ni más ni menos, “Los invisibles”). Años de inocencia, gasto y peligro: ¡no vas a regatear!
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Un dato curioso es que Lezcano, a la hora de elegir la banda de sonido de la novela, evita los lugares comunes del rock barrial y se inclina por Andrés Calamaro: los epígrafes de todos los capítulos de la primera parte del libro corresponden a versos suyos de la época que va de Alta suciedad (1997) a El salmón (2000). Una época marcada por la desmesura –publica 155 canciones en cuatro años–, la desprolijidad –graba en su casa con portaestudios obsoletos– y la independencia artística. En Nací en una generación: periodismo, monotributo y cultura (Milena Caserola, 2017), Lezcano anticipa esta interpretación y, a propósito de El salmón, señala que “hay un grado de conexión extraordinaria entre disco y época, proceso de creación y descomposición social, visión de obra y desestabilidad emocional de un pueblo.”
Así como Calamaro marcha inexorablemente al crack up después de su disco quíntuple, lo mismo sucede con el rock: el 30 de diciembre de 2004, lo ya sabido. Aunque en la novela la tragedia de Luces Calientes –trasunto de República Cromañón– es el hecho sobre el cual se va tejiendo la trama y en el que desemboca la primera parte de la historia, Lezcano prefiere hacer sólo una breve mención –a través de la voz de un periodista– y seguir adelante.
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La segunda parte del libro, escrita en clave de diario íntimo, transcurre durante los meses posteriores al incendio. Aquí Lezcano abandona la estructura polifónica y se enfoca en la experiencia personal de Martín, un “sobreviviente” que perdió a su novia. Si en la primera parte lo que se busca es mostrar un tipo de alegría colectiva que era censurada por los modos de vida imperantes, en «Diario de rehabilitación» el autor se dedica a hurgar en lo que queda después de la muerte.
Lo interesante es que, al igual que Lezcano en la novela y que la sociedad en los años posteriores a Cromañón, Martín no puede hablar de la noche de la tragedia. Es cierto que su situación, por motivos que no vale la pena adelantar, es diferente a la del resto de los “sobrevivientes”. Sin embargo, el dolor es el mismo. En su diario escribe y tacha: “¿Cuándo carajo se corta esa fuerza que tienen los recuerdos? ¿Cuándo pasa que te sentís bien con lo que te trae el pasado?” El trauma es tan grande que no se lo puede nombrar, por eso se lo rechaza: si se anima a esbozar una pregunta no le queda otra que borrarla. Porque el drama, en definitiva, es que ya no hay un colectivo donde sostenerse: el coro de voces se apagó y lo único que ha quedado es el individuo con su soledad y su imposibilidad de –o negación a– comprender lo que pasó.
Más allá de las decisiones que después tome Martín para “rehabilitarse”, la segunda parte de Luces Calientes es, sobre todo, una interpelación al mundo del rock: para reconciliarse con esa memoria trágica, es necesario recomponer ese colectivo de alguna manera. Y aunque no haya certezas, Lezcano deja algunos indicios. El primero, los epígrafes con citas de El Mató a un Policía Motorizado, una de las bandas que impulsó la renovación del rock post Cromañón y que propuso una nueva forma de relacionarse con su público. El segundo, su libro: la escritura como conjura, invocación y encuentro.
Luces calientes, de Walter Lezcano (Goya, Corrientes 1979)
Tusquets
184 páginas.