Lidiando con la separación del líder Ben Gibbard con Zooey Deschanel y el abandono de uno de sus miembros fundadores, el grupo reaparece con nuevo disco, Kintsugi.

Por Emmanuel Patrone

Los cuatro años que pasaron desde el último disco, Codes and Keys (2011) hasta ahora fueron, por la falta de un término más certero, moviditos para los Death Cab for Cutie. Primero, Ben Gibbard, principal fuerza motora intelectual y musical de la banda, se separó de la manic pixie dream girl actual por antonomasia, Zooey Deschanel. Por otro lado, el guitarrista principal Chris Walla -también productor de todos los anteriores trabajos de… ¿los Death Cab? ¿los Cutie?- anunció que abandonaría el grupo después de terminada la grabación del nuevo disco. Nuevo disco que se llama Kintsugi, que Wikipedia define como una especie de arte japonés en cerámica que consiste en arreglar fisuras con oro o platino, parte de una filosofía que enuncia que los quiebres y las reparaciones no se deben ocultar bajo la alfombra sino incorporarse y mostrarse como parte del objeto. Como se ve, el título no es un ejercicio caprichoso de orientalismo que haría a Edward Said resucitar y escribir otro libro fundamental de la teoría cultural, sino que intenta ser el resumen exacto del nuevo trabajo.

Aunque es tiempo de cambios, los Death Cab for Cutie no ingresan en un territorio precisamente nuevo en este nuevo disco. De hecho, podríamos decir que, a pesar de algún que otro experimento, siguen siendo la banda melancólica y emocional que aterrizó allá por 1998 con Something About Airplanes. Es cierto, metieron un par de temas en bandas sonoras de series y películas manufacturadas para el público juvenil y andan por la vida mejor empilchados, pero en el balance general, Kintsugi no difiere demasiado de anteriores álbumes del grupo. Es más, coincide en todos ellos en una parte fundamental: es un disco con algunos momentos interesantes e inspirados rodeados por canciones que no llegan a dejar una impresión durarera. Y con esto incluimos a Transatlanticism, el supuesto magnum opus del grupo que, si bien tiene canciones excepcionales (el tema que da nombre a ese disco es realmente de lo más hermosamente triste que se compuso en el universo indie en este siglo), también sufre del mal del “cinco para el peso”.

Las primeras dos canciones de Kintsugi ilusionan con que los Death Cab for Cutie finalmente van a lograr cruzar ese Rubicón que es formar el primer disco sin fisuras. “No Room in Frame” se va gestando a partir de sintetizadores ambientales, guitarras que irrumpen lloriqueando y ritmos electrónicos para terminar en un estribillo que se apaga en el momento menos esperado. El track siguiente, “Black Sun” genera un clima entre una guitarra procesada y teclados de diverso origen que desemboca en un coro instantáneamente memorable. A partir de ahí, el disco comienza a tambalear como un samba demasiado aceitado.

“The Ghosts of Beverly Drive” intenta ser el hit radial que nunca llega a ser, incorporando unas palmitas en la parte presuntamente más pegadiza que pueden ser descriptas mínimamente como polémicas. Más tarde se van mechando aciertos y desaciertos. En el lado de los primeros, “Little Wanderer” le punguea una base de bajo a algún éxito lento de The Cure de los ochenta para uno de las mejores canciones del disco, mientras que “Hold No Guns” se banca el formato de guitarra acústica más voz, antes de que lleguen la anodina “Everything´s a Ceiling” -nunca sonaron tan Pet Shop Boys como en los segundos iniciales- y “Good Help (Is So Hard To Find)”, un intento funky que aburre. Hacia el final, “El Dorado” es la única canción que se puede rescatar con una cadencia que invita al baile tristón y sombrío.

Esa sensación de quedarse sin nafta a mitad de camino -como se sostenía antes- empapa en general la carrera discográfica de Death Cab for Cutie pero en Kintsugi se hace más presente que nunca. No llega a ser el álbum contemplativo y reflexivo que impone su título metafórico, quizás por cierta autopercepción de Gibbard y asociados de estar haciendo un disco que significaría un punto revelador de su carrera, teniendo en cuenta los cambios y rupturas personales e internos del grupo. Así, se quedan entre contemplar el horizonte en pose pensativa y mirarse el propio ombligo con indulgencia, intentando encontrarle a la absurda pelusa en su cicatriz primordial un significado profundo.//z

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