En el primer show de su gira por Sudamérica, The xx pasó por Mandarine Park y demostró que su propuesta de pop oscuro, melancólico y minimalista puede ser una pócima irresistible para los paladares porteños.

Por Cristian J. Franco

Fotos de Nadia Guzmán

Hay siempre algo extraño en ese acontecimiento que antes llamábamos recital y hoy le decimos show. Extraño e inmutable. La palabra para designarlo puede cambiar, pero el fenómeno se conserva idéntico desde hace décadas. Nietzsche hablaba de lo “dionisíaco”: el sujeto deja de estar sujetado, el individuo se disuelve en la energía caótica de la masa, pierde su identidad, se transforma en algo deforme, irreconocible, turbio… La fiesta dionisíaca: un recital es eso o es la nada misma. Nos transfigura o nos aburre.

Sabíamos que lo suyo es el minimalismo a ultranza, pero nos quedaba por averiguar los efectos de su fórmula en vivo y en directo. Puedo dar fe, a los que estuvimos en Mandarine Park The xx nos envolvió en una niebla dionisíaca y narcótica. No tuvieron la intención de simplemente “tocar”. Salieron al escenario a hacer algo más interesante: hipnotizarnos.

Tal vez yo fuera el único sorprendido, pero no me esperaba que pusieran en marcha semejante mecanismo sónico. El comienzo fue prometedor pero accidentado: el sonido se cortó en medio de “Try” y tuvieron que salir de escena un rato largo. Empezaron con el pie izquierdo y había que ver cómo remontaban el coitus interruptus. Le pusieron el cuerpo y se la bancaron, salieron de nuevo a escena con “Crystalized” (para mi gusto una de las joyitas de su primer disco) y con toda la intención de perdernos en un crescendo sombrío que nos hizo amnesiar enseguida el “problemita técnico”.

Impecables, las voces de Romy y Oliver tejieron durante toda la noche mantras de los que no se podía escapar. Cada vez que se acercaban al micrófono el aire cambiaba de densidad, se llenaba de una electricidad suave y helada que nos lamía la sangre. Durante todo el show su juego fue evadir la monotonía. Cuando Jamie xx no nos atacaba el pecho con sus beats sutiles y magnéticos, ahí estaba Romy con sus arpegios irresistibles, Oliver haciendo que el bajo nos mordiera con fuerza los huesos. Y hay que agregar otro ingrediente esencial que supieron dosificar con delicadeza y sabiduría: el silencio.

Todo resultaba tan ajustado que hasta el ruido de los aviones que pasaban ahí tan cerquita de nuestras cabezas parecía ensamblarse a la perfección con la música. Arriba, Romy y Oliver se movían por el escenario seduciendo y mostrando que la estaban pasando hermoso: todo el tiempo se mantuvieron muy conectados con el público y quizás eso generó la magia tibia que fluía de cada canción. Abajo, éramos arrastrados por una marea que cambiaba de ritmo, color y temperatura en transiciones que nos gobernaban el cuerpo a su antojo: imposible evadirse del brebaje exacto que The xx nos daba de beber, inútil resistirse a esas cadencias que oscilaban entre la blanda melancolía y el vértigo luminoso.

Las canciones pasaron — ¿hace falta nombrarlas?— y cada una creó su propio microclima en una noche que fue deliciosa. No sé si alguien se habrá quedado con gusto a poco, pero estoy seguro de que nadie se sintió defraudado. Mucha gente los esperaba y los inglesitos no vinieron nada más que a cumplir con una fecha: dejaron claro que sabían que su desafío era lograr que Dionisios se hiciera presente y que no se iban a conformar con menos. Nosotros, agradecidos de probar esa vino sombrío, pudimos por un ratito diluirnos en una radiante hipnosis colectiva.