Enmarcado en un entorno social y familiar asfixiante, la primera novela de Alberto Montero conforma un análisis profundo y subjetivo sobre los avatares que implica la escritura.

Por Agustín Argento

A la primera hojeada Los incapaces –editada por Entropía; gran título, por cierto- lo primero que  llama la atención es que no hay diferenciación entre capítulos, párrafos ni oraciones. Se trata de un relato de 379 páginas en el que la única pausa es la coma. Ante ello, la primera impresión es la correcta: es un texto opresivo, vertiginoso, rebuscado y adictivo. Es importante esta apreciación, porque el juego estilístico que propone Montero va de la mano con el concepto autobiográfico de su alter ego T. Monroe, quien vive en una casa de Clayburg (Claypole), cuyo terreno comparte con su tiránico hermano menor, quien tomó la posta de la jefatura familiar tras la muerte de su apabullante y manipulador padre.

“Las cosas no pasaron así, pero esencialmente son así”, explica el autor en una entrevista con la revista Evaristo Cultural. “Y si es elaborativo, qué otra cosa va a elaborarse sino lo que te pasó en la vida y lo que hiciste para digerirlo, tus idas y tus vueltas. Y eso mismo forma parte del fracaso y de la desilusión”. Es el fracaso y la desilusión de haber formado parte de una “familia primaria” que se autofagocita y por la que el autor abandona su casa en la gran ciudad para regresar a un demacrado y perdido conurbano bonaerense, con una grafía del lugar propia de alguna canción de Hermética, pero con un dejo de desprecio: “Hombres y mujeres que van a concebir y engendrar a otra camada de derrotados”; “un inconfundible Stallion (semental) de los suburbios, empecinadamente vulgar, y empecinadamente gritón, un gritón insaciable, de hablar a los gritos, de reírse a los gritos, de cantar a los gritos, de vivir a los gritos”.

“Toda tu vida quisiste se aceptado y amado”, se dice T. Monroe, quien además es un renombrado psicoanalista, el cual en vez de ser el orgullo profesional de una familia intelectualmente mediocre, pasa a ser el hazmerreír por su condición de erudito, además de convertirse en la alcancía de un padre apropiador y un hermano  menor lastimero tirado a chanta.

Como un nihilista, Monroe/Montero tampoco deja afuera alguna crítica a la política argentina, aunque sólo sea parte de su infatigable cosmovisión, sin ánimos de bajar línea o elaborar una teoría: “El Estado, y los gobiernos en sucesión ininterrumpida, que, en absoluto, pienso -escribo-, se preocupan, ni ocupan, ¡jamás!, en ningún momento, y bajo ninguna circunstancia, por, ni de, esos hombres y mujeres del suburbio, por, ni de, nadie en verdad, de ningún súbdito, pero siempre, con particular rimbombancia, y desprecio, por los hombres y las mujeres del suburbio, porque si llega a preocuparse y, entonces, a ocuparse de ellos, es decir -escribo-, de que esos hombres y mujeres se cultiven, se eduquen, salgan de su imbécil barbarie, de su marasmo colectivo, y, entonces, se abran lo suficiente como para que, siquiera, se les pase por la cabeza, por lo que les quede de cabeza, la posibilidad de aspirar a mejores condiciones de existencia”.

Allí, en medio de ese berenjenal de barro, música tropical, asados de fin de semana y obsoletos trenes a gasoil es donde el personaje decide aislarse y en una tarde hacer su catarsis literaria, con citas y guiños a varios autores dentro de lo que él considera como el arte más elevado de todos (desprecia a la publicidad y hasta los guiones cinematográficos). Puede haber, quizá, alguna referencia a la relación que Kafka tenía con su padre, plasmada en su Carta al padre, pero esta construcción también se arrastra desde Edipo Rey y encuentra su analogía, también, en la perversión del padre de los Karamazov, acaso modelo cabal y sintomático en Los Incapaces.

Menciones a William Faulkner, su “amado” Thomas Bernhard, Samuel Beckett y T. S. Eliot también forman parte de la desesperación por escribir, por hacer una obra literaria, por convertirse de alguna manera en escritor y mudarse al Olimpo de las letras al terminar, al fin, una novela de las tantas que tiene empezadas y jamás continuadas; como si todas ellas hubieran visto la muerte con el mismo impulso que salieron a la vida. “(…) teclear Los Incapaces, evidentemente, lo sentí de inmediato, era lo más ventajoso, y adecuado, y oportuno, que podía haberme ocurrido y, lo más recomendable por otro lado, lo mejor que podía haber hecho, y ahora, por fin, no iba a tener que disimular nada, que al contrario, que había llegado el momento, pensé -escribo-, sentí incluso -escribo- de transformar amenaza en confesión (…) de confesármelo todo de una buena vez (…)”.

Así llega frente a su computadora, con sus botellas de jerez y un hijo (“la luz de mis ojos”) que supo escapar a tiempo de Clayburg y su familia paterna, algo que el autor no lo dice, pero en lo que seguramente tuvo su influencia, ya sea para salvaguardarlo como para crearse su propio espacio de escritura. Los Incapaces es eso: un desesperado grito por escribir.//∆z

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