En su última película, el director sueco Jonas Åkerlund hace un retrato fallido de la escena black metal y refuerza varios de los prejuicios que rodean al movimiento.

Por Juan Alberto Crasci

Jonas Åkerlund fue baterista de Bathory, banda sueca surgida a principios de los años ’80 que fue pionera del metal extremo y una de las principales influencias del black metal. En poco tiempo abandonó la música y se dedicó a la dirección de videoclips, transformándose en uno de los realizadores más requeridos del mainstream ―trabajó con U2, Jamiroquai, Madonna, Taylor Swift, entre tantas otras figuras―, mientras que, paralelamente, desarrolló una carrera cinematográfica. En 1988 dirigió el videoclip Bewitched, de Candlemass, la banda sueca de doom metal, en el que aparece Per Yngve Ohlin, alias Dead, futuro cantante de Mayhem.

La realización del film Lords of chaos (2018), basado en el libro homónimo de Michael Moynihan y Didrik Søderlind, estuvo plagada de controversias y declaraciones cruzadas. Los músicos de la escena black metal se opusieron a ceder su música para la película y, cada vez que pueden, declaran contra la obra por diversos motivos: falta de veracidad histórica, ensañamiento y ridiculización de los músicos y el género, y, el argumento más pobre de todos: el acercamiento de miles de personas a la escena black metal a través del vandalismo despojado de todo contexto estético o ¿ético? plasmado en la pantalla. El black metal, a pesar de su masividad y su difusión internacional, quiere seguir siendo el círculo cerrado de culto que alguna vez fue.

Lo que Åkerlund logra con Lords of chaos es fijar los mitos, repetir una vez más lo que se sabe ―lo que muchos saben, hasta los no interiorizados en el género― de aquellos primeros años del black metal: quema de iglesias, vandalismo y asesinatos. Y lo expone de manera brutal, con suicidios, disparos, apuñalamientos y fuego, mucho fuego. Las escenas de las iglesias ardiendo rozan lo poético, y la gran cantidad de detalles en las secuencias de suicidios y asesinatos ―los primeros planos son muy potentes― hacen al film un gran aliado del sensacionalismo.

Y pareciera hacer funcionar la sinécdoque del origen de Mayhem como la del origen de toda una escena ―sobre la que no se trabaja en el film―, aunque lo que plasma en la obra es la historia de unos adolescentes despreocupados, sin problemas económicos, que quieren parrandear, emborracharse, tener sexo y hacer música. La obra, un pastiche bien logrado, alterna entre la comedia de adolescentes en fiestas en casas con piletas ―resulta muy llamativa tanto la voz en off inicial como la realización general en idioma inglés― y una película gore, de crímenes brutales y sangrientos. En resumen, un producto norteamericano, realizado en Inglaterra por un sueco, para ser consumido por todo el mundo. En este nuevo mundo sin fronteras, en el que se diluyen las particularidades, todo está permitido.

Quienes conozcan la historia y sepan del fuego cruzado entre Euronymous (gran trabajo de Rory Culkin) y Varg Vikernes (Emory Cohen), y la particular forma de vida de Dead (interpretado por Jack Kilmer, hijo de Val), quizás se sorprendan por el tono de la película: la comedia acecha a cada instante y las situaciones tensas están al borde de desbaratarse al finalizar cada escena. Y lo que se insinúa en la obra es otro cliché: el modo de actuar de estos jóvenes músicos pareciera estar más ligado a la inmadurez y al aburrimiento harto mencionado en la vida en los países nórdicos que a decisiones éticas ―como el rechazo al cristianismo― o estéticas, ya que con el surgimiento de Mayhem y de Burzum ―junto a otras bandas de la escena black metal no mencionadas― asistimos al comienzo de la última vanguardia musical del siglo XX. //∆z