La segunda edición del festival se caracterizó por su ecléctico line-up y por grandes momentos musicales. Aquí un breve resumen.
Por Pablo Díaz Marenghi y Matías Roveta
Una femme fatale
Fueron una de las revelaciones del festival. Cuando aparecieron en uno de los dos escenarios principales del Wins, sorprendieron ya con su propuesta estética: camisas multicolores híper cargadas, boinas y un aura ochentosa. La Femme rompió el hielo a puro electro pop, con muchos teclados y sintes y una oscilación que fue por momentos bastante punk, a veces algo surf rock e incluso algo tarantineana –como en “Où va le monde”, en donde no moverse era imposible. Clémence Quélennec, voz y uno de los tres teclados del grupo se comió el escenario. Mucha personalidad a la hora de cantar, con una mezcla entre la chanson francesa y el pop más clásico.
Un ejemplo: el tema “Si un jour”, en donde Quélennec se posiciona como la protagonista principal de la canción. La Femme se alimenta de géneros foráneos pero mantiene sus raíces, en un país en donde muchas bandas de rock cantan en ingles. El hecho de cantar en francés le aporta un valor agregado a su música para nuestros oídos, una sonoridad atípica que es muy atractiva. Mucho baile, bases electrónicas que invitan a mover el cuerpo hasta el agotamiento total. Herederos del punk más rabioso, al mejor estilo Sex Pistols, La Femme fue el primer plato fuerte de la jornada y demostró ser una de las propuestas musicales más interesantes de la escena electropop actual.
Clásico y moderno
El show de Kurt Vile permitió ver con claridad de qué está hecho su ADN musical: una irresistible búsqueda sobre cómo actualizar para las nuevas generaciones el sonido del folk de los Estados Unidos. Hay cosas del blues y del country, pero también está su voz narcotizada y su rock con condimentos psicodélicos y ruidos de sintetizadores; melodías e influencias que pueden remitir a Bob Dylan, Neil Young o Tom Petty, sumadas a una impronta decididamente noventosa a partir del largo pelo que le cubre la cara y su viola solista como una extensión más de su cuerpo.
Así, Vile tocó un banjo en algún pasaje del show y también pudo soltar sus dedos con fluidez y sin púa sobre una guitarra eléctrica alla Joni Mitchell en “Pretty Pimpin”, sobre la base de un piano eléctrico sureño. Más tarde, fue capaz de procesar el sonido de una guitarra electroacústica con wah-wah y solos endiablados en “Wakin on a Pretty Day” y de rematar casi todas las canciones con disonancias y distorsión a mitad de camino entre el noise y el grunge. En esa tensión permanente entre lo clásico y lo alternativo radica lo más jugoso de su interesante propuesta.
Música y delirio
La verdadera figurita difícil del Music Wins era The Brian Jonestown Massacre, la banda que el genio incomprendido Anton Newcombe creó hace más de dos décadas en San Francisco y con la que transitó un largo camino bien al costado de la industria a puro revival rock para llegar, finalmente, a tocar en el país por primera vez. Y ahí se plantó él, Newcombe, arriba del escenario todo vestido de blanco, con anteojos de sol, pronunciadas patillas onda Elvis y una guitarra eléctrica de doce cuerdas colgada. Casi como alguien de otro tiempo y lugar.
De todas maneras y más allá de esos antecedentes o de la dimensión casi de culto de The Brian Jonestown Massacre, el público en Tecnópolis pareció rápidamente entender el valor de esta visita. En un show irregular con algunas deficiencias en el sonido que se fueron corrigiendo sobre la marcha, Newcombe y su banda se ganaron el calor de la gente a partir de la presencia en el set de un puñado de clásicos: “Geezers” y “Anemone” con el vuelo de las guitarras lisérgicas apoyadas en un colchón de órgano Hammond, el aroma british y vintage de “Who?” con su coro colectivo como leit motiv, “Nevertheless” y su juego a mitad de camino entre la psicodelia y el post punk o “Servo” y sus guitarras alternativas, fueron los puntos altos que terminaron por redondear un show corto pero contundente. Casi sin despedirse, Newcombe dejó su guitarra y se fue del escenario envuelto en un clima cercano al noise con los acordes del último tema todavía acoplando en los amplificadores, seguro con el sabor de la tarea cumplida y la certeza de una merecida ovación.
Mac Demarco: de mayor a menor
A eso de las 21.20, Vernor Winfield McBriare Smith IV, mejor conocido como Mac Demarco, sale al escenario con una boina blanca y un chaleco de pescador. Uno no se espera al músico de otra manera: ya está acostumbrado a su apariencia desalineada, sus ojos etílicos y su sonrisa de bartender. Así y todo, sus canciones exponen sus miserias más profundas, en la misma línea que grandes cantautores lo han hecho, como Nick Drake o Jeff Buckley. Demarco saluda al público –que durante toda la noche fue cambiante pero, para escuchar al canadiense, se aglutinó bastante más que para escuchar a otros– y produce una ovación gracias a su chispa.
El arranque fue más que atractivo, con temas como “The Way You’d Love Her” -con su guitarra como faro guía y una melodía playera- o el clásico “The Salad Days” -que se alimenta de The Kinks y de Pixies para dar forma a una balada lisérgica-. Otros momentos destacados llegaron con canciones como “Still Together”, uno de sus últimos hits, o “Chamber of reflection”, que resultó ser lisergia pura. El show comenzó a flaquear sobre el final, cuando el músico extendió, más de la cuenta, sus habituales intervenciones entre tema y tema (que incluyeron chistes sobre su propia muerte y el Cementerio de la Chacarita). Luego, un cover bizarro de Limp Bizkit -Shut The Fuck Up- y una improvisación que no parecía tener fin, desbalancearon un show que venía rankeando bastante alto. Algunos verán esto como una falla imperdonable y otros tal vez, como una parte inherente de este músico. No hay que esperar pulcritud y soberbia elegancia de Mac Demarco. Él ofrece esto y el público argentino lo recibe con entusiasmo. Prueba de esto fue el celebrado anuncio de su sideshow esta noche en Niceto. Improvisación, psicodelia y sonido lo-fi, Demarco fue Demarco en su máximo esplendor.
Un viaje a la luna
Los cierres de los festivales son un momento clave. Air, banda francesa de música electrónica con casi veinte años de trayectoria, estuvo a la altura. En una especie de epílogo, los franceses despertaron un trance en el público, le dieron despegue e ignición a un trip en donde repasaron parte de sus canciones más destacadas. Sonidos espaciales, bases electrónicas y una pulcritud a la hora de equilibrar diferentes capas melódicas, revalidaron las credenciales de Nicolas Godin y Jean-Benoît Dunckel como grandes maestros del género.
A las 23.39 los franceses salen al escenario. Todos de prolijos trajes blancos, toman sus posiciones rodeados de cables, pedaleras y demás artilugios. Son como piezas de un entramado maquínico que da origen a ese sonido electrónico tan particular. “Venus”, con su aura de misticismo cósmico, fue la encargada de iniciar el setlist. Luego, “Don’t be light” evidencia la versatilidad del grupo, ya que aquí aparecen sonidos muy postpunk, guitarras, baterías y bajos intermitentes que producen que el público salte y se vuelva loco, mientras agitan botellas de agua recargadas en los puestos de hidratación. “Cherry blossom girl”, con la guitarra que lleva los hilos de la canción, “J’ai dormi sous l’eau”,como una banda sonora onírica, o “Sexy Boy” –de uno de sus discos más destacados, Moon Safari (1998)– una invitación lisérgica a la danza en formato rave, fueron los puntos más altos del show.
Air cerró un festival que se caracterizó por la versatilidad musical, la frescura y la potencia de un rock a veces más electrónico, a veces más alternativo, otras veces más punk, pero siempre, alejado de los grandes cánones. La música ganó una vez más.//∆z