Lo mejor 2021: discos internacionales

La música nos ayudó a sobrevivir en este segundo año de pandemia. Estos son, según ArteZeta, los diez discos internacionales más destacados de 2021.

Por Lorenzo Cao, Pablo Díaz Marenghi,  Matías Roveta Joel Vargas 

Foto-Ilustración: Paula Rosa – @paularosapintura

10- I. Entusiasmo, de Javiera Mena (MENI)

“La vanguardia es así”, dijo alguna vez Charly García. Una frase que le encaja perfecto a Javiera Mena. La cantautora chilena siempre estuvo un paso adelante con su música y su discurso. En 2021 editó I. Entusiasmo, la primera entrega de una trilogía de EPs. En tan solo cinco canciones Mena despliega todas las virtudes que la convirtieron en una referente para toda una generación. El concepto del disco nació del estallido social chileno, las letras no son explícitas pero la lucha del pueblo trasandino está presente en cada track. ¿El mejor? “Diva” con Chico Blanco de invitado, un electropop que se mixtura con el trap: ideal para festejar que ganó Gabriel Boric la presidencia.  Javiera está contenta. Se nota. Joel Vargas

9- For the First Time, de Black Country, New Road (Ninja Tune)

For The First Time (2021), el debut de la banda inglesa Black Country, New Road (esto es May Kershaw en teclados, Isaac Wood en guitarra y voz, Tyler Hyde en bajo, Charlie Wayne en batería, Lewis Evans en saxo, Georgia Ellery en violín y Luke Mark en guitarra), es un poderoso compendio de canciones extensas, versátiles e inteligentes. En las seis canciones del disco, que aun así promedia los cuarenta minutos, la urgencia se combina con el talento y la elasticidad para moverse entre géneros: “Instrumental”, el track que abre el álbum, es un claro ejemplo de eso a partir del violín y la melodía con dejos celtas del teclado que se conjugan en el éxtasis free-jazz que aparece hacia el final; “Opus” le suma los riffs oscuros de guitarra al klezmer, “Track X” es una hermosa balada pop y “Science Fair” suena como un auténtico laboratorio de sonido.

En otros puntos altos, la pos-rockera “Athen’s France” está llena de una magnética y fluctuante tensión-relajación entre las guitarras distorsionadas y la claridad del violín de Ellery y el saxo de Evans; “Sunglasses”, por su parte, dispone un colchón suave de sintetizadores sobre el que Hyde dibuja una línea firme de bajo, mientras las guitarras van in crescendo hasta una colisión grupal de noise. Como resultado, Black Country, New Road logra un sonido ecléctico y atrapante con múltiples géneros superpuestos y, por demás, lleno de identidad. En la prédica de la música contemporánea, las canciones de este grupo de Londres funcionan como una unidad en sí (single) y no se alinean junto a un concepto más grande que ellas mismas. Pero a contramano de lo que sugeriría una concepción pop de la canción, no se encuentra ni una mueca de fórmula en For The First Time: un gran disco de canciones extensas, cambiantes e impredecibles. Lorenzo Cao

8- Gold Diggers, de Leon Bridges (Sony Music)

El soul puede estar tranquilo. Mientras Leon Bridges siga haciendo música, el legado de leyendas tales como Otis Redding, Marvin Gaye o Sam Cooke se encuentra en buenas manos. En su tercer álbum, el oriundo de Fort Worth Texas ratifica su excelente presente musical. Si en su debut, Coming Home (2015) homenajeó sus influencias en un retorno a los sonidos clásicos y en Good Thing (2018) se puso mucho más funk y bailable, podría decirse que en este tercer disco comienza a consolidar sus propios pasos. Aquí hay otro tipo de amalgama entre sonidos clásicos Motown con funk y neo soul. Hay baladas que parecen hermanadas con la tradición de Missisipi con mucho melodrama donde se luce su interpretación vocal (“Why Don’t You Touch Me”) o un exquisito tratamiento de guitarras en “Magnolias”. O también, por qué no, coquetear con un presente en donde el Hip Hop y el trap está en auge con bases rítmicas como la de “Details” o “Sweeter”, donde se suma Terrace Martin. Todo está producido y armonizado con una belleza notable, desde en los vientos hasta en las cuerdas (“Blue Mesas”) consolidando este nuevo disco de Leon Bridges como una de las joyas de la música negra contemporánea que sabe beber de nuevas y viejas fuentes. Pablo Díaz Marenghi

7- Reprise, de Moby (Little Idiot)

Todo comenzó cuando Richard Melville Hall —mejor conocido como Moby— asistió a un concierto de Bryan Ferry en Los Ángeles. Allí le ofrecieron la posibilidad de grabar un disco con una orquesta. Emblema de la música electrónica —producida por sintetizadores, efectos, programaciones y samplers pero con poco uso de instrumentos acústicos— , para el artista esto era una rareza y un desafío. Pero decidió asumirlo para intentar, según explicó en una entrevista, “aumentar la comunicación vulnerable directa” mediante el uso de instrumentos acústicos. Así fue que seleccionó a la Budapest Art Orchestra, comandada por Joseph Trapanese, eligió un repertorio de catorce canciones (Muchos de sus hits y algunos covers como “Heroes” de David Bowie donde reluce la melodiosa voz de Mindy Jones, cantante estable de la banda de Moby) y produjo un álbum sublime que resignifica su obra. Moby demuestra que no sólo es un hacedor de melodías que se puedan bailar en una pista de baile de una discoteca sino que, por debajo, sus composiciones reúnen belleza y simpleza. Eso se deja oir en el piano de la versión de “Porcelain”.  También la potencia y el vigor están presentes, como en la versión de “Lift Me Up” donde se destacan las voces de un coro clásico y notables arreglos de cuerdas. Hay varios invitados en el disco. Quizás el más ilustre sea Mark Lanegan (Screaming Trees) que aporta su cavernosa voz de crooner en una nocturna y magnífica versión de “The Lonely Night”, donde también colabora Kris Kristofferson. Este disco funciona para reivindicar a un músico que revela no sólamente ser un ingenioso creador de sonidos electrónicos sino que, también, es un artista y un hacedor de canciones con todas las letras. Pablo Díaz Marenghi

6- Blue Banisters, de Lana del Rey (Universal)

2021 fue un año muy movido para Lana del Rey. La cantautora estadounidense lanzó dos discos: Chemtrails over the Country ClubBlue Banisters. Dos caras de la misma moneda, el primero más vinculado al folk y el segundo sigue la estela de la canción made in Lana del Rey. Blue Banisters es mucho mejor que Chemtrails over the Country Club por el desarrollo, ninguna canción está de más, y porque sigue jugando a ser una antropóloga que estudia las entrañas de la cultura de Estados Unidos. Lana hace la gran Malinowski: se sumerge y saca una radiografía del american dream. Joel Vargas

5- Carnage, de Nick Cave y Warren Ellis (Goliath – Award Recordings)

Si Skeleton Tree (2016) se parecía bastante a un testimonio personal sobre la pérdida –Arthur, uno de los hijos de Nick Cave, falleció cuando la obra estaba bastante avanzada- y Ghosteen (2019) traducía en canciones la intención del australiano de comenzar a transitar el camino hacia la sanación, Carnage en cambio parece mirar más hacia el afuera. El disco, más allá de ocasionales bandas de sonido, es la primera colaboración entre Cave y su socio creativo Warren Ellis por fuera de los Bad Seeds y fue concebido enteramente durante la pandemia: “Hay algunas personas tratando de entender quién / Hay algunas personas tratando de entender por qué”, canta Cave a bordo de una base electrónica y cuerdas dramáticas en la apertura “Hand of God”, en una posible referencia al desconcierto general frente al coronavirus; más adelante, reflexivo y como aprovechando el tiempo en casa, sobre el mar de ambient digital creado por Ellis el cantante asume una primera persona y dice en la canción que da nombre a la obra “estoy sentado en el balcón leyendo Flannery O’Connor con un lápiz y un bosquejo”. 

En ese sentido, incluso Cave se permite hacer lecturas sobre la coyuntura política (“El manifestante se arrodilla sobre el cuello de una estatua / La estatua dice ‘no puedo respirar’”) en el trip hop “White Elephant”. Pero en otros momentos Cave y Ellis desnudan algunas marcas de estilo ya conocidas y ahí destacan el violín eléctrico de “Old Time” (con un poco de la furia del pasado y guiños al doble de los Bad Seeds Abattoir Blues / The Lyre of Orpheus de 2004) o el piano de “Albuquerque” y su formato de balada romántica patentado en The Boatman’s Call (1997). “Balcony Man” suena como un epílogo porque el verdadero final es con la enorme “Shattered Ground”, una hermosa orquestación etérea de sintetizadores a cargo de Ellis en la que Cave susurra y repite hacia el final “adiós, adiós”, mientras la música se desvanece en fade-out como correlato de otra historia de desamor, ruptura y despedida. Matías Roveta

4- Daddy´s Home, de St. Vincent  (Loma Vista Recordings)

Si para Annie Clark la obra de David Bowie siempre fue una referencia —el nombre St. Vincent como plataforma para adoptar diversas improntas estéticas en cada disco, la teatralización escénica en el vivo—, resulta entonces tentador ubicar a Daddy’s Home bajo el paraguas de influencia de Young Americans (1975) y el período de plastic soul del ex Duque Blanco. Porque, si bien la apertura con “Pay Your Way In Pain” parece trazar una línea de continuidad con Masseduction (2017) a partir de su pulso sintético, buena parte de este nuevo disco tiene un sonido orgánico como resultado del uso extensivo de los pianos eléctricos, los bajos melódicos, las guitarras con wah-wah y los arreglos de vientos sintetizados. En esa línea, destacan el groove negro de “Down And Out Downtown”, la balada de soul psicodélico “Daddy’s Home”, los coros gospel de “The Melting Of The Sun” o el funk vengativo “Down”. La cita a Bowie puede leerse, además, de un modo indirecto y vía Lou Reed: el disco cierra con un homenaje a Candy Darling, que acentúa la onda glam de la portada del álbum. 

Pero St. Vincent recorre también otros estilos y es una rareza por ejemplo el paso de lounge espacial “The Laughing Man”. Más previsible, aunque no por ello menos emocionante, es encontrar un solo de guitarra espectacular: su destreza con las seis cuerdas quedó en evidencia en el genial St. Vincent (2014) o en su show en la edición local del Lollapalooza de 2015 y, si violeros como Robert Fripp, Hendrix o Adrian Belew se sitúan entre sus favoritos, es David Gilmour y Dark Side Of The Moon (1973) de Pink Floyd lo que reluce como influencia en la progresiva y lisérgica “Live In The Dream”. En esa canción, St. Vincent canta: “Bienvenido, hijo, estás libre de la jaula”; un rato antes, en el tema que da nombre al disco, la cantante habla sobre firmar autógrafos en la sala de visitas o de esperar por el “recluso 502”. Entre otros homenajes —a Tori Amos, Nina Simone o Marilyn Monroe—, Daddy’s Home se refiere a la liberación del padre de Clark, quien pasó diez años encarcelado a raíz de un delito financiero: la música, una vez más, como vehículo para purgar dolor y buscar la luz. Matías Roveta 

3- El Madrileño, de C.Tangana (Sony Music)

C. Tangana pasó de ser un trapero más del mercado hispanoparlante a ser una estrella mundial de la canción española sin escalas. El madrileño es un homenaje a los ritmos tradicionales de España: hay flamenco, feats con artistas clásicos, intertextos de canciones populares, apariciones estelares de rioplatenses enamorados de Madrid (Andrés Calamaro y Jorge Drexler) videos con una estética que remite a Pedro Almodóvar, y un arte de tapa que homenajea al pintor Diego Velázquez. Es un disco conceptual, una cartografía de la capital española; un inventario de relaciones fallidas y de las tradiciones. La síntesis perfecta es “Nunca Estoy”. Pasado, presente y futuro en una canción. Joel Vargas

2- Happier Than Ever, de Billie Eilish (Darkroom / Interscope Records)

El rock murió. O, al menos, ya se ha dicho tantas veces que uno empieza a creerlo. Lo cierto es que tal vez ya no surjan tantas bandas de rock ultra convocantes como hace décadas atrás pero si han aparecido una serie de artistas ligados a la denominada “música urbana” ya sea Hip Hop o trap. Dentro de esa constelación —que se muestra, por momentos, bastante homogénea, repetitiva, chata, sexista y estereotipada— resaltó el surgimiento de Billie Eilish. Con su disco debut (When We All Fall Asleep, Where Do We Go?, 2019) desembarcó con fuerza en la escena musical mundial a base de melodías introspectivas que coqueteaban con el gótico y ritmos que oscilan entre el tecno pop y el dark. Nuevamente co-escrito y producido con su principal socio compositivo, su hermano Finneas O’Connell, su segundo disco marcó un viraje dentro de su recorrido artístico. En tiempos donde las voces intentan romperse o manipularse al extremo en las sesiones de grabación mediante el uso —y, en algunos casos, abuso— del autotune, la voz de soprano de Eilish se mantiene pura en la mayoría de las ocasiones, evidenciando un tratamiento notable en cuanto a la producción vocal que hace lucir sus cualidades como cantante.

En cuanto a la lírica se reúne, una vez más, un cúmulo de problemáticas que representan a, esta vez, una artista algo más madura que dos años atrás. Reflexionando sobre el paso del tiempo (“Getting Older”), la mirada de los otros (“Not My Responsibility”) o la muerte (“Everybody Dies”). Hay ritmos más cercanos al Trip Hop que producen un sonido más ligado a la electrónica Vaporwave y a reminiscencias del rap de los Beastie Boys. Por momentos la voz de Eilish se vuelve celestial, casi de coro de iglesia, con ecos y reverbs, como en “GOLDWING”. También hay baladas desnudas de piano y voz (“Halley´s Comet”) o de guitarra (“Your Power”, balada hecha en tonos menores que le canta al amor en una tonada dulce). Hay algo de la oscuridad y el retrofuturismo de su disco anterior en piezas como “Oxytocin” o “NDA”, con baterías electrónicas procesadas que la hermanan con lo que están haciendo artistas como Dua Lipa o The Weeknd. El tema que da nombre al disco es una suerte de mini Ópera Rock con varios cambios rítmicos que le aportan aún más versatilidad al álbum. En síntesis, Eilish ratifica que aún le queda un largo camino dentro de la escena musical consolidando una de las propuestas más frescas y auténticas que existen en una época que cada vez se vuelve más un loop insoportable de su propio pasado. Pablo Díaz Marenghi

1- I Don’t Live Here Anymore, de The War On Drugs (Atlantic)

El nuevo disco de The War On Drugs arranca de un modo parecido a como terminaba el anterior: “Living Proof” trata sobre un romance esquivo y es una balada epigonal a la obra de Bob Dylan a partir de sus rasgueos apurados de guitarras acústicas y un solo eléctrico que remata la canción como cortando un témpano de hielo; de un modo similar, “You Don’t Have To Go” versaba sobre la idea de abandono a bordo de melodías nasales y guitarras hirientes en el cierre de A Deeper Understanding (2017). El concepto parece estar claro: siempre se puede volver a un viejo amor (la estampita de Dylan brilla inoxidable en la mano de Adam Granduciel, el líder de The War On Drugs) o, mejor dicho, el aparente final de una relación —léase, también, de un disco— puede ser en el futuro la chance de un nuevo comienzo. 

Porque está claro que la reciente paternidad de Granduciel puede haber influido en las nuevas composiciones: “Estuve trabajando en el patio toda mi vida para seguir el sueño de mi padre y luego verlo desvanecerse”, dice el cantante y guitarrista de TWOD sobre la base de armónica, guitarras dulces y colchones de órgano de “Old Skin”, un rock mid tempo emotivo cercano a la E Street Band; Springsteen es justamente la otra cita ineludible en el horizonte de influencias de Granduciel (para más precisiones, Bruce es el nombre del hijo que tuvo hace poco con la actriz Krysten Ritter) y, en varios pasajes de I Don’t Live Here Anymore, el músico de Filadelfia reivindica el legado de sus padres de clase trabajadora del mismo modo en como El Jefe lo hizo en Darkness On The Edge Of Town (1978): en la explícita “Rings Around My Father’s Eyes”, rodeado de la nocturnidad de guitarras con trémolo y teclados envolventes, Granduciel vuelve sobre su familia y dice “hay un reinado que me protege, anillos alrededor de los ojos de mi padre”.

Pero en definitiva el núcleo del nuevo disco está hecho de finales inconclusos y amores difíciles por los que vale la pena seguir luchando. La presentación puede haber cambiado (“No queríamos hacer un álbum que tuviera canciones de 12 minutos. Esta vez quería escribir cosas que fueran claras, cortas y concisas”, le dijo Granduciel a la revista Rolling Stone de España) y los tracks pueden tener menos capas de arreglos y menos psicodelia, pero las viejas mañas nunca se pierden del todo: “Fácilmente todo puede empezar desde el principio”, implora el cantante en “Change”, la gran perla del disco que regala en la coda un pasaje lleno de musicalidad y belleza construida con coros etéreos, arpegios de guitarra y melodías circulares de piano; en “I Don’t Wanna Wait”, con reminiscencias a Phil Collins y al Pink Floyd post Waters, la guitarra siempre inspirada de Granduciel traza comienzos de posibles grandes solos para luego cortar en seco (una declaración de principios a tono con la nueva orientación musical), mientras la letra habla sobre pedir una nueva oportunidad luego de una separación.

Ese tipo de rupturas dolorosas son la especialidad de Granduciel y la canción que da nombre a la obra sí parece aceptar que todo se terminó, más allá de una pequeña cuota de nostalgia (“Cuando pienso en los días pasados, siempre estás en mi mente / Como cuando fuimos a ver a Bob Dylan y bailamos ‘Desolation Road’”, dice la letra). Pero sobre el final del disco, entre los remolinos de guitarras eléctricas que propone “Occasional Rain”, la puerta parece abrirse de nuevo cuando Granduciel usa una figura tempestuosa: esa lluvia ocasional puede ser la metáfora de un amor que nunca llegó a tormenta o también una crisis pasajera entre quienes se quieren de verdad. Matías Roveta

Foto-Ilustración: Paula Rosa – Instagram: @paularosapintura