En el marco de la última Feria Internacional del Libro de Buenos Aires hablamos con la autora franco – argentina sobre su última novela, que completa una trilogía sobre la violencia y la militancia política en la Argentina. La ficcionalización de la memoria, su interés por la traducción de su obra a su lengua materna y la literatura contemporánea argentina y francesa son algunos de los temas que atraviesan este diálogo.
Por Agustina del Vigo
Fotos por Agustina del Vigo y Sebastián Lidijover
En La Rural el desorden es general. La gente va y viene con varios libros en bolsas. Ella tiene solo uno, en la mano. El suyo, el que acaba de salir editado en Argentina y que viene finalmente a cerrar un ciclo. Una historia que empezó hace años en La Plata cuando aún vivía acá, antes del exilio. Laura Alcoba es hija de dos ex militantes Montoneros y pasó parte de su infancia argentina en la clandestinidad. A los diez años recomenzó su vida en Francia, donde reside. En ese país se transformó en escritora “franco-argentina”, como se hace llamar. Asegura que el francés le dio la oportunidad de contar su historia, de volver al pasado para sacar a la luz lo que una vez tuvo que ser enterrado. Lo hizo en francés, una lengua que le permitió tomar distancia de los hechos, la lengua de la liberación. Por eso hoy es traducida al castellano aunque esta sea su lengua materna. La danza de la araña (Edhasa, 2018) es el tercer libro de una trilogía (La casa de los conejos, y El azul de las abejas) que habla de la violencia que se acrecentó a principios de la década del ‘70 en Argentina y derivó en el Golpe Cívico Militar de 1976. En estos tres libros, que son autobiográficos pero no autobiografías, que conforman una novela y no un relato objetivo de los hechos, Laura Alcoba cuenta cómo veía ese mundo una niña de ocho años. A través de sus ojos la realidad no se problematiza (porque tampoco se logra comprender del todo) sino que se muestra como “es”. Desde el exilio, la niña mantiene una correspondencia con su padre, que aún sigue preso en Argentina. La danza de la araña lleva ese nombre a partir de una anécdota que su padre le cuenta en una de esas cartas. Un hombre adopta a una araña como mascota. Cada vez que vuelve a su casa el animal se pone a bailar fuera de la jaula. El deseo de la niña se vuelve tan inevitable como curioso.
AZ: ¿Realmente tenías ganas de tener una araña pollito como mascota?
Laura Alcoba: (risas) Sí, sí…digamos, yo tengo las cartas de papá, no tengo las mías. Pero visiblemente hubo una serie de cartas en las que hablábamos de eso. Y lo que fue muy sorprendente, bueno, más allá de esa extrañeza, de esa obsesión de tener la araña pollito…agarré esa anécdota. El intercambio era una carta por semana, desde enero del ‘79 hasta agosto/septiembre del ‘81, o sea, tomé en los dos libros, en El azul de las abejas y en La danza de la araña, las anécdotas que me parecían que me iban a encajar y significar muchas cosas. Entonces, lo que era muy sorprendente de la historia de la araña es que saltaba cada vez que el dueño se acercaba y la hacía salir de su jaula para mimarla. Los chicos tienen eso de que les atraen las cosas raras, así que también hay un motivo adolescente ahí, pero también tenía la impresión de que ese cuento anunciaba lo que papá iba a vivir en la realidad. Entonces no llega la araña hasta Bagnolet, a Francia, no llega la araña hasta la narradora, pero sí llega finalmente el padre, como si el cuento tuviese una especie de efecto mágico. Por eso lo elegí, pero sí, es extraño, y creo que tiene que ver con ese imaginario adolescente, preadolescente, una especie de morbo, una cosa rara que atrae.
AZ: Hablando de anécdotas, ¿sucedió realmente el episodio que narrás en el capítulo “La muñeca de plástico” de La danza de la araña, en el que un exhibicionista persigue a la niña hasta la puerta de su casa y se masturba frente a ella?
LA: Sí, yo siempre trabajo con recuerdos auténticos pero que significan cosas, que hago funcionar. Yo siempre digo que es como si formaran parte de una caja de Lego, entonces voy agarrando cosas, cada pieza es un recuerdo auténtico, y armo algo. El recuerdo es auténtico, y es auténtico también por muchos motivos. Primero por la relación que se tenía en Argentina con el cuerpo desnudo durante la dictadura, era delirante. Yo nunca había visto un sexo masculino. Vivía con mi madre y otra mujer, había un pudor increíble, y el cuerpo desnudo era algo que no se veía. Entonces la escena de estar frente a un exhibicionista y no entender lo que muestra, eso lo recuerdo muy bien. No entendía qué podía ser. Y el grito…
AZ: En relación a ese grito hay otra muñeca en La casa de los conejos, que la madre de la niña le regala cuando vuelve a buscarla para finalmente vivir juntas pero en la clandestinidad. Las dos escenas con las muñecas parece que son “momentos de pasaje” en la narración.
LA: Para mí la muñeca con el pelo arrancado de La danza de la araña es la muñeca de La casa de los Conejos. Por eso el grito viene de ahí, es esa muñeca con el pelo arrancado. Y está dicho que el grito viene de muy lejos. Pero claro, a mí no me gusta subrayar las cosas. Se grita lo que no se pudo gritar antes, y esa muñeca que quedó en La casa de los conejos, ahora con el pelo arrancado, es toda una evocación. Sí, esa conexión entre las muñecas la escribí conscientemente.
AZ: Cada lengua es un mundo que habilita ciertas cosas. Elegiste el francés para construir tu relato argentino, ¿siempre fue clara la elección?
LA: Sí, sí, no tuve dudas…
AZ: Aún vos siendo traductora, ¿qué te genera que tu obra sea traducida al castellano?
LA: Siempre me causa mucha angustia (risas). Para mí es importante ir a ver a los traductores, hablar un poco, tomarnos unos mates, porque siempre me genera mucha angustia la traducción al castellano.
AZ: En general se suele generar una relación con el traductor. No sé si a vos te sucede lo mismo cuando estás del otro lado, ya que compartís el oficio.
LA: Es particular en este caso porque la traducción es hacia mi lengua materna y es casi al destino de mis libros porque yo escribo mucho pensando en Argentina, no es una traducción como cualquier otra. Por ejemplo, ahora yo estoy traduciendo a una escritora mexicana al francés y nuestra relación es solo a través de los mails. Yo soy argentina y para mí que mis libros lleguen acá tiene un significado muy fuerte, como que llegan al lugar de donde vienen, casi, entonces sí, me genera ansiedad que lleguen bien.
AZ: ¿Pensás que hay algo que el castellano no puede transmitir de tu escritura al francés o viceversa? O quizás algo que en tus libros en español se transmite mejor, por las características propias de cada lengua.
LA: Bueno, es verdad que yo trabajo mucho el ritmo y la música, y la música es diferente, es inevitablemente diferente. Yo sé que en El azul de las abejas, todos los juegos con el sonido en castellano se leen de otro modo. Describo lo que son los sonidos pero de repente la nasal, o la pronunciación de algunas vocales en francés, se pierden ese juego. Pero creo que, dentro de lo posible, las traducciones son de una gran fidelidad, y estoy contenta por las traducciones. Pero es verdad que toda la dimensión musical no funciona del mismo modo en todo caso.
AZ: ¿Pensás que si hubieses decidido escribir en español habrías hecho otra cosa?
LA: No sé eso…. (risas)
AZ: ¿Alguna vez te lo preguntaste?
LA: Sí, me lo pregunté mucho cuando se publicó acá La casa de los conejos y muchas personas se acercaron a decirme: “viví algo similar, todavía no lo puedo contar”. Y tomé consciencia de la manera en la que me había ayudado el francés para tomar distancia, pero para volver… es raro, no es tomar distancia para tourner le dos (dar la espalda) pero tomar distancia para volver a esa historia argentina, conectarme con esa historia argentina. Sé que le debo mucho al francés, le tengo como un sentimiento de reconocimiento. El francés me permitió ser una escritora argentina, y siento que sin el francés no hubiese podido. Creo que el mandato del silencio, y la experiencia del silencio obligado vivida a esa edad ( siete, ocho años), es difícil de salir de eso. Yo sé que me ayudó la distancia y el otro idioma. Y cuando empecé a escribir Manèges (el título en francés de La casa de los conejos) realmente me venían imágenes de Argentina, experiencias, sensaciones muy precisas y me dije ‘voy a intentar explicarle a otro, tratar de explicarle eso a un lector francés’. Entonces era en francés, y el destinatario también. La casa de los conejos tuvo muchos más lectores acá que allá, pero era explicar esa experiencia extraña a alguien que no sabía nada de Argentina, nada de eso. Y el idioma francés era esencial, pero yo imaginaba también un lector francés. Pero después el libro acá tuvo un impacto muy fuerte, y muchas personas siguen hablándome del libro como si yo lo hubiese escrito en castellano. Negando, casi, o como si fuese una especie de fantasía o, no sé, algo extraño, o quizás ni se dan cuenta, no lo ven.
AZ: Es curioso eso que decís. En principio pensaste en un lector francés, y hay tantas referencias históricas que alguien que no es de Argentina quizás podría no reponer, y entonces se perdería en la lectura. O quizás no, porque lo interesante es que vos escribís desde el punto de vista de una niña. ¿Pensás que eso facilita la llegada de la experiencia y de la información? Y, en relación a esa voz, ¿cómo hiciste para reconstruirla? ¿Fue difícil?
LA: Fue difícil volver a la casa de los conejos, a ese lugar, tardé mucho. Volví por primera vez en el 2003, puse por escrito realmente imágenes, como las fotografías que uno tenía. Había rescatado una serie de imágenes y era como un álbum de instantáneas fotográficas ausentes descrito en francés, así: je me souviens de la voisine (me acuerdo de la vecina), je me souviens des lapins (me acuerdo de los conejos), así…y eso lo dejé reposar. Y después volví en el 2006, volví a la casa, y ahí salió La casa de los conejos. Pero yo tenía otra idea al principio, porque, precisamente, como pensaba en un lector que no sabía nada de Argentina, yo pensaba que tenía que poner una voz adulta, precisamente para acompañar la voz infantil. Y a medida que avanzaba en ese proyecto de libro la voz adulta me parecía zonza y la voz infantil era mucho más potente. Yo me resistí al principio, no quería. No es que busqué la voz infantil, es que la voz infantil me salió y se impuso en el borrador. Y en cierto momento dije: ‘bueno, yo lo viví así, no entendía, estaba ahí, plenamente ahí, sin entender muy bien la situación política, desde ese lugar lo tengo que escribir’. En cierto momento acepté la voz infantil y, cuando la acepté, terminé el libro. Y corté mucho. Corté la voz adulta. Existió una voz adulta, no totalmente terminada, está al principio y al final y en el capítulo sobre la palabra “embute” (en La casa de los conejos). Eso es lo que quedó de la voz adulta. Y cuando lo envié a Gallimard yo tenía la pregunta sobre si se entendía para un lector francés y ellos me tranquilizaron diciendo: ‘sí, sí, sí, lo dejamos así, no hay que tocar nada’.
AZ: Es que más allá de si se entiende o no, la voz infantil transmite sensaciones y emociones más directas.
LA: Sí, a nivel de las cosas, de los objetos, y de repente las cosas significan. Pero no tiene las palabras para poner la distancia, pero sí está la emoción.
AZ: No es algo sencillo de construir, hay muchos escritores a los que les cuesta mucho encontrar una voz para sus textos. ¿Tuviste alguna guía, algún autor que te haya influenciado?
LA: Siempre me gustaron mucho los diarios, los textos de inspiración autobiográfica, no necesariamente autobiografías. Me gusta mucho Annie Ernaux, ella trabajó mucho sobre su historia personal también, pero dice: mon histoire ne m’appartient pas (mi historia no me pertenece), habla de un mundo, de un momento, utilizando experiencias y sensaciones personales, y tiene una escritura del cuerpo, que me marcó. Pero no tengo un modelo directo de esa voz infantil. Hay textos. Hay uno de una italiana, Rosetta Loy, que se llama La porta dell’aqua (La puerta del agua), que transcurre durante el periodo de Mussolini en Italia y es un relato infantil, desde un punto de vista infantil. Pero en realidad lo leí detenidamente después de escribir La casa de los conejos.
AZ: ¿Qué libro hay hoy en tu mesita de luz? O en tu bolso de viaje, en este caso.
LA: Muchas cosas. Bueno, leo mucha literatura francesa porque además soy miembro de varios jurados. Ahora estoy leyendo para un premio, “Le prix Billetdoux”, también para el “Marguerite Yourcenar” que se da por toda una obra, entonces leo mucha literatura francesa por eso.
AZ: Literatura francesa contemporánea…
LA: Sí, me gusta mucho Jean Echenoz, Pascal Quignard. Me gusta mucho Emmanuel Carrére, me gusta esa manera que tiene de trabajar entre ficción y realidad, de meterse en sus libros pero experimentando formas diferentes. Creo que la frontera entre lo que en Francia llaman le récit (el relato) y le roman (la novela) es algo que va a caer, que está cayendo, y me interesa mucho la gente que lo pone en cuestión como Carrére. Hay escritores muy celosos del éxito de Carrére que dicen: il fait du journalisme (hace periodismo), y no, no. Hace otra cosa.
AZ: En realidad es: Il fait ce que tu peux pas faire… (hace lo que vos no podés hacer)
LA: (Risas) Yo lo admiro mucho, causa muchos celos el éxito.
AZ: ¿Y de este lado del Atlántico? ¿Literatura argentina?
LA: Y de este lado del Atlántico hay mucho escritores que me gustan. Traduzco a Selva Almada al francés y me interesa mucho. Al principio, hace unos años, traducía un poco lo que me proponían, ahora me organicé mejor. Con mi actividad en la universidad, la escritura, siempre tengo una traducción, porque me sirve para mi escritura. Pero realmente trato de traducir los libros que me parece que pueden aportar algo a mi escritura o que me parecen buenos y Selva Almada realmente me gusta mucho. Después tengo una gran relación de cercanía con Leopoldo Brizuela, me interesa mucho su trabajo. En la literatura mexicana hubo cosas muy interesantes. Ahora estoy traduciendo al francés a una escritora interesante, con una novela muy violenta que me causa ciertos problemas pero que reconozco que es excelente, Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor. Durante dos años dirigí la colección de Littérature Étrangère (Literatura extranjera) del Domaine Hispanique de la edición du Seuil. Es algo que dejé, fue un momento en el que leí mucho, mucho, para publicar en esa colección. Leí cosas muy interesantes, logré publicar a muchos escritores pero tenía muchas trabas por razones económicas y decidí renunciar. No me arrepiento de la experiencia, no me arrepiento de la decisión. Fue una experiencia interesante pero tenía que cerrarlo porque me daba mucha frustración tener que rechazar libros que eran excelentes. Pero fue un momento en el que leí muchísimo, leía diez libros por semana, era mi trabajo. Descubrí muchas cosas. Pero lo dejé, así que ahora estoy leyendo menos literatura latinoamericana, pero en cierto momento, del 2013 al 2015, leí mucho. Me gusta Mariana Enriquez. El hecho de que haya habilitado de ese modo el cuento, que es el género noble en el Río de la Plata y que se había dejado, género noble por Borges, Cortázar, Bioy Casares. De repente todo era novela, y que haya vuelto al cuento de ese modo para mí es muy interesante. Samanta Schweblin también.
AZ: ¿En qué sentido te quedás con las traducciones que aportan a tu literatura? ¿Desde lo formal?
LA: Sí, digamos, ahora trato de mantener siempre un libro en traducción, no más, y libros que estén escritos de una manera… En la traducción yo me pongo en contacto con mi lengua materna, entonces prefiero que sea contemporáneo. Me interesa más traducir latinoamericanos que españoles y que sea de calidad. La traducción es un ejercicio que aporta mucho.
AZ: ¿Qué opinabas de Montoneros en esa época y qué opinás hoy?
LA: Es difícil ese tema para mí. En ese momento era una montonerita más, tenía siete, ocho años. Hay algo de adaptarse a la situación y de formación, es decir, me habían educado así. Hay una serie de recuerdos que no aparecen con los que todavía tengo algunos problemas. Pero claro, después la pregunta de qué hubiese hecho yo (a veces me preguntan eso), yo tenía ocho años, me sentí legítima contándolo desde ese lugar que evidentemente era el único lugar que me parecía el adecuado para no caer en algo que hubiese sido, para mí, obsceno. Veía una doble obscenidad posible. Por un lado, reivindicar una militancia que no era mía sino de mis padres. Y otra trampa para mí era caer en el juicio a los padres. Yo sé que hay mucha gente que leyó el libro así, me hicieron muchas preguntas de ese tipo cuando salió en Alemania, finalmente (decían) es la historia de una infancia robada. Y entiendo que se reciba así, yo no juzgo, para mí es importante dejar libertad total al lector para que lo reciba como quiere, pero yo pensaba, se robaron tantas vidas en Argentina en ese momento que reclamar mi infancia robada me parecía una obscenidad. Para mí la mirada infantil era lo que me permitía no caer en esas trampas. Fue un momento de gran violencia política. No idealizo la lucha armada. Es algo que trato de entender pero como un momento histórico y no lo reivindico y de eso creo que la gente se da cuenta en la lectura. No es un libro escrito desde una perspectiva militante, tampoco es un libro escrito desde la perspectiva de la condena. Es un libro escrito desde un “es así, era así” tratando de reconstruir ese momento. Es una nena perdida en un momento de violencia política.
AZ: ¿ Es eso lo que diferencia tu testimonio de los tantos otros que hubo?
LA: Primero, lo que lo diferencia es que está escrito como una novela, eso es esencial. Digamos que yo utilice una serie de recuerdos. Es verdad pero hay una construcción. No escribo desde hoy, escribo desde ese entonces. Hay una nena desde su presente y una historia con un desenlace. Para mí eso era muy importante. No es un libro de recuerdos, no es un libro sobre Montoneros, no es un testimonio. Que pueda tener un valor testimonial lo entiendo, pero yo asumo deformaciones que vienen de la subjetividad pero también una serie de construcciones literarias. Hice una selección, porque también recuerdo cosas que no están. A partir de cierto momento se trataba de contar como si fuera un personaje si bien estaba utilizando recuerdos. Tal vez lo que haga que se perciba como un libro diferente es que no entro en un discurso heroico ni en juicio, sino que escribo desde un “era así”, abriendo puertas, dejando preguntas en suspenso. Para mí es el lugar y la libertad del lector, la parte que le toca. A mí no me gustan los libros que vienen con lectura incluida. Es una propuesta, un trabajo de reconstrucción con un deseo de leve ficcionalización a partir de una memoria muy dura. Yo sé que muchas personas vinieron a decirme ‘gracias por haberlo escrito, yo viví algo similar y todavía no puedo contarlo’. A mí me marcó mucho el momento de la publicación en Argentina, y son cartas que aún sigo recibiendo, acerca de dos libros: La casa de los conejos y Los pasajeros del Anna C., que es otro libro en el que se reconstruye a partir de la memoria de mis padres y de dos personas más un viaje que ellos hicieron a Cuba en los ‘60 en un proyecto de formación revolucionaria, un viaje increíble. La mayoría de los que estaban con ellos encontraron la muerte en los ‘70 en Argentina o en América Latina, y muchos hijos de esos personajes del libro me escribieron, me pasó aún hace poco. Me dijeron: ‘leí libros de historia donde aparece el nombre de mi abuelo o de mi padre vinculado a una serie de hechos, y es el primero en el que lo veo vivo y lo veo como una persona’. Para mí es una satisfacción muy grande ese tipo de recepción. Y eso es lo que permite el trabajo literario.
AZ: ¿Para tu familia fue fuerte cuando empezaste a publicar tus libros?
LA: Sí, particularmente para mi madre. Cuando salió La casa de los conejos, nosotras no hablábamos de eso con mi madre. Ella nunca volvió a esa casa, si bien había vuelto a Argentina, a La Plata muchas veces. Yo no tenía ningún relato. Habíamos vivido eso, con varias personas que habían muerto, yo tenía conciencia de la suerte que habíamos tenido. Lo de volver a la casa lo hice yo, y cuando le dije a mi madre que iba a volver no entendía, estaba como paralizada, no entendía que yo volviese a un lugar que para ella estaba vinculado a la muerte y al sufrimiento. Yo veo mucho a mi mamá en París, suele venir ella a mi casa una vez por semana. Cada vez que ella venía y yo estaba escribiendo (no sabía si lo iba a terminar o a publicar) sabía que para ella era una tortura que yo escribiera sobre ese tema, entonces cada vez que ella venía yo apagaba la computadora, o cerraba el archivo si estaba con eso, o tapaba, si había impreso algo. Entonces pensé que ese libro lo escribí en la clandestinidad también. Y después todo fue muy rápido. Cuando lo envié a Gallimard me llamaron muy pronto, tres días después de enviarlo, diciéndome no que lo iban a publicar pero que lo querían hacer pasar al comité de lectura, que les había impactado mucho. Fue Roger Grenier, un escritor que trabajó en Gallimard, con más de noventa años, que trabajó con Albert Camus. Una persona increíble. Él me recibió. Yo no estaba muy segura de querer publicar el libro. Lo había enviado porque quería una opinión. y también tenía la impresión de que no estaba terminado. Fue todo muy rápido. Fue una satisfacción, pero al mismo tiempo no estaba preparada para que me llamaran tan rápido. Y ahí me asusté un poco. Me tranquilizó algo, ahí en esa charla con él, en la Maison Gallimard, él vio que para mí era un tema todavía complicado, y hablamos de otra cosa. Quería saber qué leía yo, qué me gustaba. Me habló de Cortázar porque él lo había conocido muy bien. Y después de una hora o más de estar charlando me dice: alors, je présente au comité de lecture, eh? (entonces, ¿se lo paso al comité de lectura?). Yo le iba a decir que sí, y ahí me dijo: j’aime beaucoup le personnage de la petite fille (me gusta mucho el personaje de la nenita). Y para mí fue una liberación. Después, una vez que ya había pasado el comité de lectura, otro miembro del comité me preguntó si era autobiográfico y le dije que sí pero que para mí era importante que se pudiese leer como una novela. Y lo respetaron bien porque, en la editorial Gallimard, debajo del título siempre se pone o roman o récit, y tenía la impresión que si ponía récit me iba a quedar encerrada en esa experiencia y yo sabía que me había tomado ciertas libertades. Por ejemplo, el personaje del ingeniero, que existe, por supuesto, a mí me habían dicho que muy probablemente él había entregado la casa y a mí me permitía cerrar eso. Yo lo presento como un personaje medio inquietante desde el principio, y es verdad que el hecho de que yo me enterase de eso tal vez deformó mis recuerdos, pero lo más probable es que no haya sido un agente doble sino que se haya quebrado.
AZ: A mí me llegó así, de hecho se dice en el libro que se quebró…
LA: Varias personas dicen que es el personaje del traidor. Vinieron a darme nombres, yo no hice investigaciones en la realidad, yo pongo las diferentes hipótesis, pero para mí era importante que se leyera como una novela, por todo eso. Entonces le dije a Gallimard que yo no quería poner nada. Y ahora, en la edición de Gallimard, La casa de los conejos (Manèges) aparece subtitulada como Petite histoire argentine (pequeña historia argentina). Quedó el subtítulo en lugar del género, “c’est une petite histoire, c’est de l’histoire” (es una pequeña historia, es historia), hay como un juego ahí. Por eso te decía que me interesan los autores que se liberan de eso. En Francia todavía es muy pesada la distinción aunque ahora cada vez menos gracias a Carrére y a otros. Eso de que la novela (le roman) es lo imaginario y el relato (le récit) lo real. Las cosas son más complicadas.
AZ: ¿Y el personaje de Amalia?
LA: El personaje de Amalia corresponde a una persona real, sólo que le cambié el nombre. Vivió con nosotros durante años y se murió de esclerosis múltiple. No muere en La danza de la araña pero muere varios años después. Es el personaje que recuerda constantemente, y efectivamente lo hacía. Y es como si el cuerpo se fuera hundiendo en ese dolor que no pasa, en esa obsesión por la supervivencia, que es el cuento de Mariana, el episodio que cuenta Amalia de la chica que se tira por la ventana para salvar a la pareja y él después se vuelve loco. Busco la manera de retomar temas presentes u obsesiones mías que están presentes en todos mis libros. Hay un episodio en Los pasajeros del Anna C que es muy cercano a ese. También es una historia de supervivencia y locura, de una persona que llega tarde a una cita y que por eso sobrevive. Los dos episodios me los contaron, son reales. Y el personaje de Amalia, que recuerda y recuerda, vuelve al sentimiento de culpa del sobreviviente, se encierra en eso.
AZ: ¿Te sigue costando volver a Argentina?
LA: No, ahora no.
AZ: ¿Cómo te sentís hoy como mujer andando por las calles de Francia?
LA: Creo que hay acá un trabajo que hacer todavía, evidentemente en Francia quizás no tanto, pero hay problemas, y nuevos problemas. Una cosa es vivir en París y otra cosa es vivir en las afueras donde se pide a la mujer que se cubra, es un tema que acá no se conoce muy bien. Lo que es llevar una pollera en el barrio 93 es otro tema. Acá está todavía el machismo latino, el piropo que puede ser agresivo, es otro estilo, y allá hay una segregación con el cuerpo para las mujeres que viven en guetos de inmigrantes. Y ese es un verdadero tema, a mí me sorprende que acá no se tenga la menor idea de eso. El debate que me parece importante acá en este momento es el del aborto. Yo estoy a favor, firmé la carta de las escritoras que defienden la Ley de Despenalización del Aborto, ese me parece un tema realmente de dignidad. Porque el aborto existe, siempre existió, es peligroso clandestinamente. Hay quienes pueden acceder a condiciones de higiene dignas y quienes no y hay realmente una fractura ahí económica terrible. Mucha injusticia, y mucha hipocresía también. A mí ese es un tema que me molesta mucho en torno al debate. Pero lo sorprendente es que en Francia la ley es del ’74. Acá sucedió antes lo del matrimonio igualitario que lo del aborto. Es una manera muy diferente de vivir.
AZ: ¿Francia te decepcionó en algún momento? ¿Cómo es reconstruir una vida a los diez años en otro país?
LA: Me gusta Francia. Me siento de los dos países. En algunas cosas Francia a veces es difícil. Los franceses son muy esquemáticos, les falta espontaneidad. Me hace bien la espontaneidad argentina (risas). En Argentina siempre hay cosas como más desprolijas, más desordenadas. Pero a veces te alivia que sea así. //∆z