A partir del lanzamiento del excelente Rough and Rowdy Ways, un repaso por momentos claves de su carrera con un denominador común: volver a ser genial.
Por Matías Roveta
Collage por Jesica Giacobbe
Planet Waves (1974)
Los fans de Dylan conocen bien la fecha: 29 de julio de 1966. Ese día, poco después de terminar su gira europea junto a The Band, la del famoso grito “judas” en un show en Manchester, el músico tuvo un accidente de moto en Woodstock, Nueva York. Los detalles y la gravedad del hecho, fiel al estilo de Dylan, son poco claros y herméticos, pero mucho más contundentes fueron las consecuencias. Dylan usó esa experiencia dolorosa como excusa perfecta para realizar un cambio radical en su vida, algo que ya venía madurando en su cabeza: dejar de tocar en vivo, evitar las presiones de la industria musical y su calendario de trabajo asfixiante, alejarse de la vida de una estrella de rock, es decir, dejar de tomar anfetaminas y de vivir sin dormir, y de la escena pública en general. Dylan se pasaría los años siguientes recluido, sin dar entrevistas y feliz por su nueva vida hogareña en su casa de campo en Woodstock junto a su esposa Sara y sus hijos. Y, de a poco, iría despuntando el vicio: primero, durante el Verano del amor, se encerró en el sótano de una casona rural a zapar con The Band. El resultado de esas sesiones informales de junio de 1967 se editaría en 1975 con el nombre The Basement Tapes. Después, cerró una década imbatible con otros dos discos geniales como broche de oro: el acústico John Wesley Harding, de 1967, y country Nashville Skyline, de 1969.
Pero la década siguiente empezó de forma errática y confusa: New Morning (1970) es un buen disco, pero su antecesor Self Portrait (1970) y los dos que lo siguieron, el soundtrack Pat Garrett & Billy The Kid y Dylan, ambos de 1973, eran desparejos y muy alejados de su estándar de calidad. Era necesario un cambio. Y las cosas empezaron a ordenarse cuando Dylan decidió convocar a sus viejos amigos de The Band para grabar un disco y prepararse para una nueva gira: la primera en ocho años, que fue anunciada como un gran regreso y quedó registrada en el doble en vivo Before the Flood (1974).
Pero la verdadera vuelta triunfal de Dylan fue en el estudio y se cristalizó en Planet Waves (1974), el álbum que disparó ese tour y que se grabó en apenas una semana en noviembre de 1973 en los estudios Village Recorder de Los Ángeles. Es un disco espontáneo, rockero y definido por la justeza de una banda con oficio que secunda a Dylan, quien batalla con sensaciones encontradas que van y vienen a lo largo de todo el álbum como si fueran olas, en referencia el título. La adrenalina por la gira en camino parece materializarse en “On a Night Like This” y el groove poderoso de The Band brilla en “Tough Mama”, con el órgano crujiente de Garth Hudson y la guitarra funky de Robbie Robertson, mientras el cantante habla sobre volver a la carretera.
En otras canciones, Dylan se refiere a la pérdida y a comenzar a procesar las consecuencias dolorosas de un matrimonio que se encaminaba hacia el fracaso. En “Going, Going, Gone” la soberbia guitarra con slide de Robertson perfora como un puñal frío una noche triste en la que Dylan se debate entre conservar a su amada o directamente abandonar todo. Y en la balada emotiva “Hazel” reconoce el estado de crisis con Sara: “Esto me enceguece más y más / Subí a la cima de la colina y vos no estabas ahí”. Dylan es directamente un manojo de nervios en “Wedding Song”: le declara todo su amor a su esposa pero, como argumentó el dylanólogo Paul Williams en Bob Dylan: años de juventud (2004), también se esmera por intentar explicar que la gira venidera no va a poner en riesgo la relación. Ahora se sabe que eso no funcionó (Dylan y Sara efectivamente se separarían al poco tiempo) y también se sabe que el disco incluye uno de los grandes himnos de Dylan: “Forever Young” rankea altísimo en su catálogo y es una efervescente balada folk con tono paternal y frases hermosas que el músico aparentemente le escribió a uno de sus hijos.
Luego de llenar estadios junto a The Band durante la presentación del disco, Dylan cambió una vez más: para su siguiente gira, la mítica Rolling Thunder Revue, volvió a tocar en espacios reducidos, a veces improvisados, y con entradas a precios accesibles. Pero el éxito de Planet Waves se mantuvo e inició un nuevo estado de gracia que dio paso a Blood on the Tracks (1975) y Desire (1976).
Slow Train Coming (1979)
Street Legal (1978) tiene un puñado de buenas canciones: el venenoso resumen de dieciséis años de carrera que Dylan esboza en “Changing of the Guards”, la marcha sombría con tono de resignación “Señor (Tales of Yankee Power)” y el irresistible cierre con “Where Are You Tonight? (Journey Through Dark Heat)”. Pero fue bastante maltratado por la crítica y ni siquiera el propio Dylan parecía estar satisfecho con el resultado. No era tampoco una época particularmente buena para Dylan en su vida privada, luego de un desgastante proceso de divorcio con Sara. Pero la gira de presentación de Street Legal a lo largo de 1978 seguía su curso y, entonces, durante un show ocurrió la epifanía: un fan arrojó al escenario una cruz de plata y él se acercó a recogerla.
Lo que siguió fue una verdadera revolución personal que, lógicamente, se manifestó en su música: Dylan —Robert Allen Zimmerman, judío de nacimiento— decidió convertirse al cristianismo e iniciar una trilogía de discos religiosos. Es una etapa fascinante en la carrera de Dylan, pero el recorrido es complejo y no está exento de polémicas: después de todo, cada uno de sus grandes cambios trajo como consecuencia un tendal de amantes y detractores por igual. Así y todo, Slow Train Coming, el primero de la saga cristiana que completarían luego Saved de 1980 y Shot of Love de 1981, sigue brillando como uno de los grandes momentos de su obra y es un regreso a su mejor versión: la sentida balada “Precious Angel”, “Gotta Serve Somebody” con su sutil aroma funky y el sólido blues rock “Slow Train” son clásicos absolutos de su discografía.
Una de las claves del disco está en su sonido limpio y armonioso, muy bien trabajado por el histórico productor Jerry Wexler (Ray Charles, Aretha Franklin) y en donde brillan la guitarra de Mark Knopfler, los vientos de The Muscle Shoals Horns y los coros gospel de Carolyn Dennis (sería esposa de Bob en el futuro), Helena Springs y Regina Havis. La explicación está en que Dylan quería que la sonoridad del álbum fuera perfecta para que el contenido de las letras llegara de un modo claro a sus oyentes. Acá es donde la cosa se pone difícil, porque a lo largo de algunos de esos textos Dylan asume por momentos un tono evangelizador y agresivo. “Ahora hay una guerra espiritual. (…) O tienes fe o no la tienes y no hay terreno neutral”, canta, por ejemplo, en “Precious Angel”.
Claro que no todo el tiempo el mensaje del disco era tan confrontativo: “Las canciones se dividían claramente en dos grupos: las que agradecían la iluminación recibida y las que condenaban la oscuridad de los otros”, explicó el escritor y periodista Rodrigo Fresán en una nota en el suplemento Radar, de Página/12, sobre la edición del disco tributo Gotta Serve Somebody (2003). En definitiva, el disco genera esa atracción incómoda: melodías hermosas y canciones perfectas que dan sostén a letras que a veces no son tan simpáticas. Y, en vivo, la cosa se puso todavía más complicada: Dylan solía dar casi sermones entre los temas y el público, en algunos casos, respondía de forma hostil pidiendo que tocara más clásicos o más rock y no tanto gospel. Casi un revival del famoso grito de “judas” durante la gira de 1966, cuando sus fans no le perdonaron que abandonara el folk acústico de protesta en manos del endiablado rock and roll eléctrico. Saved (1980) y Shot of Love (1981) tuvieron algunos buenos momentos —“Covenant Woman”, “Every Grain of Sand”, entre otras—, pero estaban lejos de la genialidad de Slow Train Coming y Dylan abandonó el credo religioso en Infidels (1983), otro pequeño renacer en su discografía.
Oh Mercy (1989)
En su libro Crónicas: Volumen I (2004) Bob Dylan le dedica un capítulo entero a Oh Mercy (1989) y allí cuenta la génesis y producción del álbum, pero también da indicios del contexto en el que se encontraba antes de empezar a grabarlo: venía de un par de discos flojos (“No contenían muchas composiciones mías”, dice sobre Knocked Out Loaded de 1986 y Down in the Groove de 1988) y creía que había perdido la magia cuando tocaba en vivo (las giras junto a Tom Petty and The Heartbreakers y Grateful Dead habían sido tortuosas porque sintió que sus propios clásicos de épocas pasadas se le presentaron extraños y que no pudo conectar con su público).
Para colmo, había sufrido una grave lesión en una mano y, como consecuencia, no pudo tocar la guitarra por un tiempo. Dylan cuenta que durante esos meses en los que se rehabilitaba en su casa de Los Ángeles, simplemente se dedicaba a dormir la siesta, se sentaba en el sillón del living a hacer nada y solo lograba contención en la compañía de su esposa Carolyn Dennis. Pero de a poco empezó a ordenarse y bien entrada la madrugada, cuando la familia dormía, solía sentarse en la mesa del comedor a escribir letras sin melodía ni arreglos, simplemente texto, para futuras canciones que quizá algún día, si ocurría el milagro, grabaría. Y el milagro ocurrió: una noche regada por cerveza Guinness, Dylan le mostró a su invitado para la cena, Bono, el material que había estado escribiendo. El cantante de U2 se mostró entusiasmado, le dijo que tenía que hacer un disco con eso y lo puso en contacto con su productor estrella, Daniel Lanois, responsable, junto a Brian Eno, de The Joshua Tree (1987).
Más allá de los instantes inspirados de Infidels (1983) y de sus buenos aportes a Traveling Wilburys Vol. 1 (1988), Oh Mercy sería el mejor disco de Dylan en los ’80: una reaparición maravillosa justo cuando la década se moría y que convivió en ese 1989 con la edición de otros discos geniales de la vieja guardia: Freedom, de Neil Young; New York, de Lou Reed; Flowers in the Dirt, de Paul McCartney y Steel Wheels, de los Stones. Dylan viajó a Nueva Orleans y se puso a disposición de Lanois, quien montó un estudio casero y presionó a Bob para que diera lo mejor de sí: las sesiones no estuvieron exentas de fricción y discusiones, al punto de que a veces el productor le exigía al artista canciones a la altura de “With God On Our Side” o “Masters Of War”, entre otras.
Dylan no estaba seguro de poder volver a componer himnos de esa talla pero, según cuenta en su libro, sintió que se acercó bastante con la emotiva balada “Shooting Star” y, fundamentalmente, con el misterioso entramado acústico y nocturno “Man in the Long Black Coat”: “Era la reina [del disco]. En cierto modo, significaba para mí lo que ´I Walk the Line` debió de significar para Johnny Cash”, según el autor. Había otros puntos altos, desde el rock acelerado “Political World”, una canción inspirada por la carrera electoral de 1988 en Estados Unidos y que denuncia “vivimos en un mundo político, no hay sitio para el amor, vivimos en un tiempo de delincuentes”, hasta el ritmo frenético de las guitarras con trémolo en “Everything is Broken” o la delicadeza de “Disease of Conceit”.
Era tal el grado de inspiración que Dylan experimentaba en ese momento que las canciones parecían desbordarlo. Dos temazos como “Dignity” o “Series of Dreams”, inexplicablemente, no entraron en el disco y Lanois se convirtió en su socio perfecto al tocar varios instrumentos o al dotar a temas como “What Was It You Wanted?” con su característica producción atmosférica: un clima que también atraviesa a la gran “Most of the Time”, una balada con guitarras envolventes y la voz sentida de Dylan. La canción suena en la escena del quiebre emocional entre Rob y Laura en la película High Fidelity (2000) y en su letra Dylan actualiza el viejo truco que contenía otra gran canción suya sobre corazones rotos: “Ella debe creer que ya la olvidé / No le digas que no es así”, cantaba en 1975 en “If You See Her, Say Hello”; el mensaje parece ser el mismo en “Most of the Time”, en donde dice engañosamente que ya no piensa más en un viejo amor (la mayor parte del tiempo).
Time Out Of Mind (1997)
“La disposición de los micrófonos enriquece la textura de la atmósfera, algo somnolienta y recargada, sedante, neblinosa. (…) Era como formar una densa pantalla de humo y situar la acción real a diez kilómetros”, explica Dylan sobre la técnica de Daniel Lanois para la grabación de “What Was It You Wanted?”, de Oh Mercy (1989). Ocho años más tarde Dylan convocó al mismo productor y el efecto se mantiene en Time Out Of Mind (1997), un disco que atrapa a partir de la profundidad de su sonido de rock pantanoso: Lanois acomodó los micrófonos en distintos lugares de la sala y distanció a los músicos, que grabaron casi todas las tomas en vivo, para lograr una mezcla en la que los instrumentos suenan desde distintos planos. Es imposible no caer en el hechizo del enjambre de guitarras bluseras en canciones como “Millon Miles” y “Cold Irons Bound”, o sentir que Dylan es un fantasma que atraviesa una niebla espesa en “Love Sick”.
Son apenas tres puntos altos en un disco lleno de triunfos y definido unánimemente por la crítica como una obra maestra: Dylan, una vez más, entregaba otro disco clásico. Pero esta vez uno que nadie esperaba, porque el tipo tenía cincuenta y seis años y había transitado los últimos años como un simple performer de clásicos del folklore norteamericano: Good as I Been to You, de 1992, y World Gone Wrong, de 1993. La carrera de Dylan había sido larga y su voz es la de un hombre curtido y cansado. Time Out Of Mind es también un disco en donde es un placer escucharlo cantar: en la mencionada “Love Sick” canta con la amargura de alguien que ya perdió demasiadas veces (“Estoy harto del amor, desearía no haberte conocido”), en “Millon Miles” traduce un nuevo abandono en la forma de un corazón que se va endureciendo con los años (“Te llevaste una parte de mí que añoro de verdad”) y en “Dirt Road Blues” habla sobre la vieja idea de salir obligado a la ruta luego de otra ruptura.
Pero Dylan tampoco pierde del todo las esperanzas y ahí sí brillan “Standing in the Doorway”, una balada entrañable con órgano de gospel y licks emotivos de guitarra en la que el cantante aclara que su “corazón no se dará por vencido”, y “Tryin’ to Get to Heaven”, un soul lento con uno de los mejores solos de armónica que Dylan grabó en su vida y que tiene como protagonista a un trovador errante en busca de una nueva oportunidad.
El resultado es un disco extenso que supera los setenta minutos, pero sin fisuras. Se escucha de un tirón y concluye con “Highlands”, una epopeya blusera que en ese momento fue su canción más larga: dieciséis minutos y medio de duración que sobrepasan los casi catorce de “Tempest”, de 2012, y solo serían superados por los diecisiete de “Murder Most Foul”, en 2020.
Poco después de la grabación del disco, Dylan tuvo una enfermedad grave: “Pensé que pronto vería a Elvis”, declaró con humor apenas se recuperó de una histoplasmosis que le había generado una infección en sus pulmones y casi le compromete su salud cardiaca. “Aún no oscureció, pero no falta tanto”, canta Dylan en el estribillo de la enorme “Not Dark Yet”, y es una tentación pensar que la letra es una declaración de alguien que había estado cerca de morir pero, en realidad, la canción ya había sido escrita antes de que a Bob lo internaran en un hospital de Santa Mónica para tratar su cuadro infeccioso. Ese texto, que Dylan canta con el corazón en la mano a bordo de una balada crepuscular, es en realidad el testimonio de un hombre que sentía el paso del tiempo y veía el final cerca, pero que tenía todavía mucho hilo en el carretel: el futuro probaría esto porque, luego de Time Out Of Mind, Dylan inició otra saga de discos memorables con Love And Theft (2001) y Modern Times (2006).
Rough and Rowdy Ways (2020)
“Crucé el Rubicón en el día catorce del mes más peligroso del año, en el peor tiempo y el peor lugar”, canta Dylan al promediar Rough and Rowdy Ways. La canción es “Crossing the Rubicon”, un blues poderoso que parece encajar perfecto en el contexto de crisis mundial y pandemia. ¿Dylan una vez más leyendo los tiempos? “Solo sé lo que sé”, ladra con voz rasposa en “False Prohet” —otro de los grandes pasajes bluseros del álbum—, mientras de fondo las notas que dejan suspendidas al final de cada verso los guitarristas Charlie Sexton y Bob Britt generan placer. Y lo que Dylan sabe es mucho: Rough and Rowdy Ways está plagado de guiños y referencias a músicos o escritores que admira y, así, el disco invita a conocer una infinidad de mundos posibles.
Dylan parece poner en perspectiva su pasado para desmenuzar la cultura que lo formó y que alimentó una obra descomunal de seis décadas a las que este disco parece venir a ponerle un broche de oro: su seguidilla de álbumes geniales que inició Time Out Of Mind en 1997 tuvo un descanso, casi un ejercicio de goce personal, en su última serie de obras abocadas a recorrer el canon de viejos clásicos de jazz y pop que popularizó Frank Sinatra (Shadows in the Night de 2015, Fallen Angels de 2016 y Triplicate de 2017), pero a los setenta y nueve años Dylan vuelve a despachar una nueva colección de canciones propias que están entre lo mejor de estos últimos veinte años de carrera. Porque el coronavirus pudo frenar su mítica Never Ending Tour, pero no la intensidad de un caudal creativo que parece no tener fin y Dylan, que ya no quiere ser profeta de nada, reconoce la complejidad de su personalidad: “Soy un hombre de contradicciones / Soy un hombre de muchos estados de ánimo, contengo multitudes”, canta en el delicioso swing pre-rockero “I Countain Multitudes”.
Y justamente Dylan parece estar hecho de muchas cosas: canta con humor en “My Own Version of You” que recorrió monasterios y morgues para elegir distintas piezas y construir una nueva versión de sí mismo (con partes del Pacino de Scarface y del Brando del Padrino, por ejemplo) que sepa tocar el piano como “Leon Russell o Liberace”. Es una canción montada con un arreglo sencillo y repetitivo (apenas el rasgueo de una acústica, una melodía circular de una pedal steel y una guitarra eléctrica marcando los compases) que genera misterio como lo hacía “Ain’t Talkin’” de Modern Times (2006).
En “I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You” se pone romántico al frente de una balada y juega con su propia historia (la estrella fugaz de “Shooting Star” era un amor que se iba y acá es el brillo de sus ojos ante un nuevo enamoramiento), y en “Goodbye Jimmy Reed” vuelve al blues para un homenaje explícito. A partir de ahí es desde donde se puede empezar a desentrañar qué o quién es Dylan: las citas a otras influencias se acumulan en “Murder Most Foul”, en donde el músico empieza hablando del asesinato de Kennedy para luego resaltar parte de lo mejor de la cultura anglosajona del siglo XX, como la llegada de los Beatles a Estados Unidos, el festival de Woodstock y su contraparte Altamont, pero también a los Stones, The Who, Charlie Parker, Ray Charles, Etta James, Thelonoius Monk y hasta Marilyn Monroe o Scorsese.
Es el reconocimiento a una cultura de la que él es testigo y sobreviviente (o “el último de los mejores”, como canta en la citada “False Prohet”), de parte de alguien que se sabe cerca del final. Porque la muerte ronda algunos pasajes del álbum y está presente en “Key West (Philosopher Pirate)”, una hermosa balada con guitarras que arropan con calidez y el sonido reconfortante de un acordeón, y en la que Dylan canta sobre cuando escuchaba la radio pirata Luxemburgo, que educó a toda la generación que sentó las bases del rock, y recuerda a quienes, como él, nacieron del “lado equivocado de la vía” para luego romper con el mundo anterior y crear uno nuevo: escritores beat como Jack Kerouac, Allen Ginsberg y Gregory Corso, o pioneros del blues y rock and roll como Buddy Holly, Louis Jordan y, de nuevo, Jimmy Reed. Dylan canta emocionado, como si se estuviera despidiendo y finalmente llegando a destino luego de tantos años de recorrido: Key West es un espacio de luz, un paraíso divino y el sitio perfecto “si estás buscando inmortalidad”, dice el cantante. Su discografía ya lo puso en ese lugar hace mucho tiempo.//∆z