Sepultura regresó a nuestro país, esta vez para presentar Kairos, su último disco. Lo bueno y lo malo del recital de la banda más importante del metal sudamericano el domingo en Grow.
Por Gabriel Feldman
Foto de Nicolás Sesta
Flores es el polo metalero de la ciudad. Entre Asbury, El teatro Fenix y Grow (ex The End) acaparan los recitales más importantes del género. El domingo, mientras la mayoría de las personas se encontraba cenando y maldiciendo por el inicio de una nueva semana, una ola de remeras negras se reunía una vez más en Nazca y Rivadavia esperando por Sepultura.
Así de la nada el sonido de una sirena empezó a colarse en los amplificadores y nadie entendía qué pasaba. Unas horas antes habían pasado por el escenario de Grow La Furia en tus Ojos y Mastifal –cerrando con una versión extrema de “Post Crucifixión”– en sendas presentaciones de treinta minutos, pero nada tenía que ver con el sonido que estaba molestando a una concurrencia que sólo podía atinar a taparse los oídos y putear al aire. No llevó más de unos segundos el testeo del sonido, cuando las luces se apagaron, y comenzaron a sonar unos tambores de corte orquestal que hicieron las veces de introducción al oscuro mundo de Sepultura.
El telón se abrió dejando ver la enorme bandera con el nombre de la banda, y con Derrick Green todavía fuera de escena, la banda empezaba a calentar los motores generando los primeros revoloteos de cabeza. Ahí estaban los históricos Paulo Jr. (bajo) y Andreas Kisser (guitarra), sobrevivientes de la formación clásica de los noventa, junto con el nuevo baterista Eloy Casablanca, un verdadero monstruo que con 21 años cumplió el sueño de tocar en su banda preferida. Y en el ápice del jam, cuando todas las notas se sintetizaron en los golpes aleatorios de platillos, entró Green a escena con sus casi dos metros de altura, lookeado como un basquetbolista (musculosa, short, pañuelo) y anunció “Beneath The Remains“ con esa voz podrida que tiene -como si fuera un juez dictando una sentencia de muerte-, dando por iniciada otra presentación de la S en nuestro país. Seguida de “Refuse/Resist”, otro clásico de la primera época, la pista de Grow se terminó de convertir en algo parecido a un campo de batalla: baile sin control, pogo, slam y mosh.
La banda aprovechó su quinta visita en cuatro años para promocionar Kairos, su último disco de estudio. De aquella placa repasaron la canción homónima, “Relentless”, “Mask” (“dedicada a los políticos corruptos que se esconden tras sus máscaras”, anunció Green), “Dialog” y el cover de Ministry “Just One Fix”, dejando en claro que Sepultura tiene cuerda para rato y que hay un público que sigue esperando más de ellos. Obviamente que después de la salida de Max Cavalera la banda no es la misma, pero dejémonos de joder, ya pasaron ¡catorce! años desde la salida de Max (y cinco desde la salda de su hermano, Igor, los fundadores de Sepultura), ¡No van a rendir examen por el resto de sus vidas! Y le pese a quien le pese, porque es el sostén de la banda, porque tiene una presencia que contagia y porque a todo eso le suma su técnica indiscutible, Sepultura es Andreas Kisser y su guitarra.
Esta encarnación de Sepultura tiene las espaldas necesarias para poder tocar lo que quieran. Cuando empiezan a sonar, son demoledores. Derrick le podrá dar una impronta más hardcore, pero la esencia es la misma. Además de las guitarras pesadas y las voces mortuorias, haciendo honor a sus raíces cariocas, la excelente sección de rítmica-percusiva es el elemento que termina de completar el rompecabezas de su sonido (en las que Green colaboró desde un floor-tom que tenía ubicado delante de la batería). Y por eso mismo llama la atención que no se animen de una vez por todas a dar un salto y desalojar de su set algunos clásicos efectivos que no hacen más que perpetuar los viejos fantasmas. Con más o menos atino, con Derrick Green como vocalista sacaron buenos discos, en particular los últimos dos, Dante XXI (2005) y A-Lex (2009), dos obras conceptuales que están a la altura de lo mejor de la banda. Pero, el domingo en Flores, esos discos brillaron por su ausencia.
Demás está decir que las otras canciones que tocaron de la era post-Max Cavalera fueron muy bien recibidos: tanto “Convicted in life”, “Choke” y “Sepultnation”, pero después Green anunció que iban a tocar “Old shit” del disco Schizophrenia (1987) (“Septic Schizo”, “Escape to the Void”) y el tramo final fue una catarata letal de clásicos inoxidables: “Territory”, “Inner Self”, “Arise”. De esta forma, el recuerdo siempre va a estar vigente y la nostalgia hace su aparición. Se supone que es eso lo que todos esperan y eso es lo que dan. Pero como el año pasado, (y el otro, y el otro) ya habían repasado los clásicos, y el público ya estaba embelesado coreando “Sepultura es un sentimiento no puedo parar…” y la banda emocionada tocaba por debajo del cántico haciendo las veces de banda soporte del público. Ese amor se renueva en cada una de sus visitas, especialmente fogoneada por el carisma del ya nombrado Kisser. Y, luego de esa simbiosis fraternal, coronaron el romance a pura percusión con “Ratamahatta”, una joya de Roots (1996). “No nos vamos a ir del escenario y después volver, vamos a tocar una más”, dijo Derrick antes de empezar la canción. Pero faltaba otra más que, como venía la mano, todos estábamos esperando.
Silencio.
Las luces del escenario prendidas.
Y la máxima expresión del Kairós al que hacen alusión en su último discos (del griego: «el momento adecuado para decir algo»): “Sepultura do Brasil… um, dois, três, quatro” –la ya icónica presentación– y “Roots bloody roots”, para el cierre como nos tienen acostumbrados.
Sepultura es más que una leyenda del metal sudamericano. Leyenda suena más bien a mito, una fábula, pura fantasía. Es una banda que toca y que, es verdad, no llenará estadios como antes, pero sigue sonando increíblemente potente en vivo. Por otro lado, llenar un estadio es marketing, no música. La verdadera apuesta de la banda será cuando ellos mismos empiecen a valorar su obra, mirando más hacia adelante que hacia atrás. Será hasta la próxima.