Por primera vez, hay dos argentinas entre las finalistas del International Man Book Prize. Aquí la reseña de una de las novelas más representativas de una autora cuya literatura transita los márgenes de la religión, la política, las sexualidades y las clases sociales.

Por Agustina del Vigo

No nos salva ni el destierro
Es super fast nuestra muerte:
Nadie llega  a los cincuenta
Siempre hay bala o puñalada
Transformándonos en tierra,
H
umo, polvo, sombra, nada.
(versos recitados por Cleopatra,
en el velorio de uno de los suyos)

La villa es una fiesta, saben los que se asoman a los pasillos blindados por ladrillos y chapas y caminan pateando el barro que dejó la lluvia. Los que miran pasar las polleritas y los revólveres anclados en las mismas cinturas que después menearán toda la noche (o el día, o la tarde) al ritmo de la cumbia y las sustancias.

En esa fiesta villera, cuando no hay redada, cuando no refusilan en el cielo los rayos de la pólvora, a veces suceden milagros. Se invoca a los dioses, y todos vienen, antiguos y modernos, a salvar a los condenados de esta tierra.

Dios es un invento antiguo

“Dios es un invento antiguo, hecho a imagen y semejanza de un tirano, y como un tirano le da rienda suelta a su furia cuando la siente. Y no hay súplica que valga”, dice Qüity, sobrenombre de Catalina, una de las narradoras protagonistas de La Virgen Cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara (Random House, 2019). Qüity (‘to quit’ que es como renunciar en inglés), la ex periodista y actual villera, la que no calla ni renuncia, nos cuenta su ingreso a El Poso en busca de la historia de Cleopatra, la travesti ex prostituta, ex Carlos Guillermo, que ahora se pasa el día hablando con la Virgen.

Cleopatra, la lenguaraz mística y cumbiera, es la segunda (anti)heroína de esta historia. Es, también, en el tiempo desde el que se narran los hechos (un presente desolado por el recuerdo de las ruinas y los muertos), el amor de Catalina, la madre de su hija, y, ante todo, la voz que encarna la potencia y belleza del dialecto villero.

Cabezón Cámara nos cuenta en este retrato a dos voces desde el exilio el auge y la caída de El Poso, pero sobre todo de una época feliz de la vida. Mediante una mágica torsión del lenguaje (“una alarma erizada de esas en las que la conciencia tensa hasta en los pelos”, “contorsionándose al calor del fuego que la quemaba viva y la ondulaba con dinámica de llama”) se narra una historia de amor,  el descubrimiento de un milagro (el de esa Virgen parlanchina y su ejército de feligreses ateos) y de una idea, una de esas que cambian rumbos:  lo sagrado y el paraíso pueden ser también parte del Infierno.

Algunos pedazos del Paraíso perdido: la construcción de un santuario-estanque dedicado a la virgen, lleno de peces gigantes y carpas robadas al Jardín Japonés, alrededor del cual la vida en la villa empezó a suceder y en donde las cámaras de televisión hicieron famosa a Cleopatra por sus poderes mistéricos y no por sus clientes y su sexo. A donde los pibes de la villa iban a alimentar a los peces tamaño bestia, cogerse a las estudiantes de la facultad que venían a “estudiarlos” y documentarlos. El lugar en el que la alegría brotaba como hongo en la tierra que ganó el agua.

“Alegría sentían. Puede parecer poco, pero hay poco más que pedir”, dice una nostálgica Qüity recordando los tiempos de la fe,  antes de las balas. “(…) había fe, pero al Infierno nadie le tenía miedo en la villa. Coincidíamos, para todos la vida tenía un sentido nuevo, y nos queríamos en esa novedad”.

Defender la memoria

Cleopatra es en La Virgen Cabeza la defensora de la memoria. Siempre le anda diciendo a Qüity que cuente bien la historia, que ella se está olvidando de todo, y entonces nosotros también nos enteramos de la realidad de ese paraíso que algunos llaman “sueño argentino”:

 “ (…) tengo que decir la verdad”, dice Cleopatra, “hablaban de ‘sueño argentino’ pero nos cagaban a tiros. (…) nos tiraban por eso mi amor, por negros, por pobres, por putos, por machos, porque nos cogían, porque no nos cogían, que se yo por qué; a lo mejor practicaban para la guerra”.

Cabezón Cámara nos habla sobre las dinámicas de poder que rigen al mundo, que son las mismas de las carpas naranjas, blancas y negras que nadan a los pies de la estatua de la Virgen Cabeza: “su forma de estar en el mundo era tratar de comérselo”.

Una mitología villera

Los dioses del Olimpo, la liturgia cristiana, las enseñanzas de Alfonso X El Sabio en la España medieval, los viajes de Teseo y el mito de Aquiles. De todo toma la autora para ejemplificar y comparar las historias de sus personajes, y construye una mitología villera que, como casi todo relato fundacional, no puede más que terminar en tragedia.

La contienda entre monstruos de tres cabezas y guerreros invencibles en esta novela se transforma en la batalla entre los bienes raíces y sus intereses inescrupulosos respaldados por los fusiles de la ley, y la “furia chorra” con la que se defiende la única vida que se conoce.

La Virgen Cabeza, “por nosotros, que éramos todos cabecita negras como nos decían las viejas chetas del barrio” (dice Cleopatra), nos trae al oído, en un formato semejante a la novela epistolar, la fusión de dos mundos -el de la oralidad y el de la escritura- y una imagen precisa del “bizarro barroco” que caracteriza la vida en la villa. Sus historias de amor, las historias de los que hacen el amor y tienen sexo.  Las de los que pierden y recuperan la fe, de los que pierden la cabeza, la fuerza, la sangre, la tierra.

¿Cuántas maneras hay de contar la muerte sin desarmarse?, puede alguien preguntarse al abrir el libro. Cuántas maneras de contar la vida, uno se va preguntando, al cerrar La Virgen Cabeza//∆z