La vendedora de fósforos es el último trabajo del director Alejo Moguillansky, una obra que interpela las relaciones entre política y vanguardia a través de la ópera.
Por Ignacio Barragan
El comienzo de la película funciona como el dramatis personae de una obra de teatro. Es decir, se presentan los personajes y se le agregan las acciones que llevarán a cabo en el transcurso del filme. Desde ese punto de vista, el espectador es advertido de lo que va a ocurrir. La vendedora de fósforos (2017) es un largometraje sobre una ópera del alemán Helmut Lachenmann basada en una obra de Hans Christian Andersen. En torno al trabajo de puesta en escena que se hace alrededor de ella está el matrimonio de Walter (Walter Jakob) y Marie (María Villar), que trabajan en la escenografía del espectáculo. También están la pianista Margarita Fernández, la Orquesta sinfónica del Teatro Colón y la hija de la pareja, llamada Cleo. El motivo por el cual estos personajes interactúan no es la música sino una palpable crisis económica.
Existen dos conflictos sindicales en el filme: por un lado tenemos una huelga de transporte invisible que obliga a los personajes a cambiar sus itinerarios, y por el otro, una protesta de los trabajadores del Teatro Colón en busca de mejoras laborales. Los conflictos con la patronal son una constante y no solo se remiten a las grandes dirigencias. Marie no solo lucha contra la burocracia del Gobierno de la Ciudad para recibir un contrato sino que también le exige a Margarita Fernández, a quien cuida, un aumento de sueldo. Ella, impoluta, se hace la distraída y cambia de tema hacia las melodías de Schubert.
La fórmula utilizada por Alejo Moguillansky tiene antecedentes en su filme El loro y el cisne (2013). El director utiliza un contexto real de producción artística como es la puesta en escena de un ballet o la construcción de la escenografía de una ópera para desarrollar una ficción en torno a ello. La delgada línea entre lo que es real y lo que es invención enriquece la película en varios sentidos. En principio está la pregunta sobre qué de la realidad se cuela en la historia. Se podría afirmar que la protesta de los trabajadores del Colón es verídica, ya que existen registros de ello, pero no sabemos, por ejemplo, si efectivamente hubo un paro de transporte en esos días de rodaje. También, el hecho de que Helmut Lachenmann y Margarita Fernández hagan de ellos mismos sugiere la pregunta sobre la verosimilitud de sus retratos. El espectador jamás sabrá si realmente la influencia estilística de Lachenmann es Ennio Morricone, ya que nada tiene que ver la música de El bueno, el malo y el feo (1966) con la música concreta de Pierre Schaeffer. Sin embargo, el compositor italiano está ahí, anclado como un detalle de esa historia.
Esta obra tiene un claro homenaje al cine y es encarnado por un animal. En un momento aparece el burro protagonista de Al azar de Baltasar (1966), de Robert Bresson. Este es la representación de un mundo cinematográfico donde todo es posible, inclusive la idea de que la historia de un animalito de carga puede llegar a ser interesante. Este cosmos fílmico se materializa cuando Cleo duerme y sueña que está en el filme de Bresson, que vive peripecias junto al burrito y que se besa con un niño. La capacidad que tiene el cine de insertarse en el universo onírico de los espectadores es admirable y difícil de evitar. Como bien dijo alguna vez Luis Buñuel: “El cine es un sueño dirigido”.
Por último, en un plano político en desmedro de lo estético, hay una anécdota que podría sintetizar el espíritu de la obra. Entre 1917 y 1920 el escritor Máximo Gorki y Vladimir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin, se ponen a hablar de Beethoven. El líder de la revolución rusa es fanático de su Appasionatta, pero le gustaría no serlo: “¡Qué música asombrosa, sobrehumana!”, dice Lenin, relatado luego por Gorki. “Pero no puedo escuchar música a menudo. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas, y dar palmaditas en la cabeza a la gente”. La música ablanda, e inclusive suele considerarse como un espectáculo burgués: esos años maximalistas no eran para flojitos, eran para “golpear cabezas sin piedad”. Lenin concluye: “Si sigo escuchando a Beethoven, nunca acabaré la revolución”.
La vendedora de fósforos se pregunta por las relaciones entre política, vanguardia y música. ¿Es acaso la ópera disruptiva de Helmut Lachenmann una obra revolucionaria? Más allá de los contactos que el compositor tuvo con el partido comunista alemán en la década del setenta, ¿se puede afirmar el carácter subversivo en su arte, o en el de Moguillansky? Si se piensa que ambos trabajos se realizan en espacios institucionalizados de las clases altas, como lo son el Malba y el Teatro Colon, ¿sus reclamos políticos son efectivos?
La respuesta queda en suspenso y será siempre motivo de discusión en la izquierda. El único personaje que se anima a esbozar una conclusión hacia el final de la película es Margarita Fernández. Dice, finalmente, que no, que todo eso de vanguardias artísticas en relación con el poder de turno en realidad es un juego de niños, un simple kinderspiel. //∆z