Por Francisco Bitar

Hasta no hace mucho fui presa de un conflicto largamente meditado y, sobre el final, resuelto a la fuerza: mi manera de vestirme. No data exactamente de mi ingreso al mundo del trabajo sino de un tiempo posterior: el momento en que, ya trabajando, entendí que lo mejor era no levantar sospechas. Para mí, que soy un trabajador pésimo, que odio las obligaciones y no estoy dispuesto a dar de mí mucho más que el mínimo indispensable, era preferible pasar desapercibido. La ropa se convirtió entonces en una manera de compensar mis fallas o, al menos, de ocultarlas bajo el signo de la formalidad. Camisa, zapatos, sweater cuello en V. Hoy, amigos míos, me visto como un careta.

Mi mujer, debo decirlo, está más tranquila con mi decisión. Ella, que tiene un entrenamiento mayor en la gimnasia laboral (por antigüedad pero también debido al roce diario), fue una de las principales promotoras de mi transformación. Primero desaprobando mi manera de vestirme, y, de inmediato, tomando cartas en el asunto: es ella quien me compra ropa, tanto la del trabajo como de la otra.

Pero no todo es lo que parece. Desde un principio, cuando nos conocimos, su manera de vestirse me cautivó: ella no usaba otra cosa que polleras y vestidos (llámenme sentimental, pero odio los pantalones en una mujer) y llevaba lentes desde antes de que se convirtieran en una contraseña cool y mucho antes de que empezaran a venderse marcos sin aumento. Mi mujer tenía estilo y todavía lo tiene: cualquier pedazo de tela, por neutro que parezca, se convierte en una prenda viva y llena de gracia si ella lo viste.

Por eso, ni bien fui capaz de quedarme solo frente a su ropero me apropié de la única prenda que me entraba: la remera con la leyenda Vegetarian Justice y el estampado de una vaca. El hecho de que me entrara hacía de la remera vegetariana una leyenda, la pieza clave de un museo personal; era la remera que, en su adolescencia, mi mujer había vestido en los shows de Néctar, su banda hardcore. El hardcore, el grunge, los noventas. Época que el mundo recordará por sus buzos y remeras al menos un par de talles por encima de lo que manda la etiqueta. La ropa grande era una forma de resistencia. Diez años después la remera vegetariana entraba conmigo en su segunda vida.

bitar - remera

Y durante el tiempo en que la usé, fui, creo, fiel a su importancia. Me la puse durante las lecturas públicas de toda una época, no sólo para lucirla, sino también por el poder que me confería. Con la remera vegetariana mis poemas sonaban profundos e intensos porque yo mismo era entonces alguien intenso y profundo.

Pero también, como toda prenda vieja y al borde del descarte, yo la usaba de entrecasa. En momentos de reposo esa remera me ponía en contacto con zonas de la vida de mi mujer que yo no había conocido pero soñaba atestiguar. La primera pelea con los padres, el primer amor, el viaje que la llevaría lejos, al encuentro con una carrera universitaria.

Ya no la uso. Está en una bolsa que en nuestra última mudanza mi mujer rotuló como REMERAS QUE YA NO USAMOS PERO QUE NO QUEREMOS TIRAR. Esa bolsa nos recuerda nuestros primeros tiempos juntos. La homenajeamos cuando vamos con la camisa desprendida, cuando nos acostamos sin bañarnos oliendo a cerveza, cuando subimos el volumen de los parlantes aunque sea un punto por encima de lo permitido. Cuando ella y yo nos odiamos por un problema menor y nos resulta imposible recordar por qué seguimos juntos y unas horas después el tono de nuestras voces vuelve a ser amable. Incluso cariñoso. //∆z

Francisco Bitar nació en 1981 en Santa Fe, ciudad en la que reside. Publicó los libros de poemas Negativos (2007), El olimpo (2009 y 2010), Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y The Volturno Poems (2015); la novela Tambor de arranque (2012); los volúmenes de cuentos Luces de Navidad (2014) y Acá había un río (2015), y la crónica Historia oral de la cerveza (2015). Tradujo, entre otros, a Jack Spicer (Quince proposiciones falsas contra Dios, 2009) y Charles Reznikoff (Por gracia de lo vivido y lo visto, 2015). Tuvo a su cargo las ediciones de Trabajo nocturno. Poemas completos de Juan Manuel Inchauspe (2010) y es uno de los antologadores de 30.30. Poesía argentina del siglo XXI (2013). Es Licenciado en Letras y coordina talleres de escritura.