Damas y caballeros, sean testigos de otra de las maravillas de la naturaleza moderna: con ustedes, el decimonoveno disco de Rush. Sean bienvenidos a este viaje entre universos fantásticos y manuales de auto-ayuda.

Por Gabriel Feldman

Si Rush posee la reputación de progresivos y de freakies de la ciencia ficción es debido a su cuarto disco, 2112 (1976), el disco que que transformó a Rush de tres canadienses un poco drogados que habían capturado sus primeros elogios por parecerse a Led Zeppelin en su primer disco, a una banda mainstream con todas las letras y referente del rock progresivo. 2112, la historia de un hombre que se maravilla por el poder de la música en un tiempo futuro marcado por las restricciones y el autoritarismo de un gobierno de máquinas, fue el primero de sus elepés conceptuales. Luego vendría A Farewell to Kings (1977) y Hemispheres (1978), que por la increíble complejidad de sus canciones marcaría la culminación de este ciclo épico en una banda que a esta altura se encontraba agobiada. En contraposición, sin tanto rebusque, en las primera mitad de los ‘80 llegaría su época más feliz, la de los clásicos como “Spirit on the Radio“, “Free Will”, “Tom Sayer” o “Red Barchetta”.

Muy bien, ahora mire la tapa. Mire ese cielo rojo con las nubes que se concentran en un espiral apocalíptico. Mire el reloj, ¿no lo reconoce? Puede que esos símbolos alquímicos lo confundan. Son las 21:12, ninguna casualidad. 34 años después de su última epopeya, Rush retoma su raíz primigenia y, en su primer cedé conceptual nos presenta una aventura retro-futurista, un coctel entre Philip Dick y Julio Verne, de un hombre que persigue sus sueños sumergido en un mundo de maquinas a vapor, ferias y bandoleros. Inspirada en la propia vida del baterista (y letrista) Neil Peart quien, en un año fatídico, tuvo que lidiar con la muerte de su hija y su esposa y hasta consideró dejar la música (no es para menos), resulta su testimonio de como pudo superar el dolor y seguir adelante. Ya una de las temáticas recurrente mucho antes de que en 1998 la fatalidad golpeara al baterista, la vieja historia un hombre haciéndole frente a su destino.

Pero si de Rush hablamos, la magnificencia de la música es la que nos evoca por sobretodo: las autopistas melódicas de Alex Lifeson, el bajo que todo lo puede de Geddy Lee y los singulares patrones rítmicos de Peart. Clockwork Angels es el retorno triunfal de la santa trinidad. Cuando hoy por hoy las viejas glorias viven de la nostalgia y efemérides, Rush regresa pisando fuerte con la ayuda Nick Raskulinecz, productor que también estuvo a cargo de Snakes and Arrows (2007). Volviendo a un sonido más pesado y contundente, “Caravan” y “Bu2b” abren la decimonovena placa. Aquellos que hayan estado en su primera y única (a esta altura, mítica) presentación en Argentina seguro recordarán bien estos dos adelantos que tocaron en GEBA hará dos años. Potencia pirotécnica en un inicio devastador.

Que son unos virtuosos no es ninguna novedad. Cada uno en lo suyo hace escuela. ¿Son humanos? Eso es lo que la ciencia ha querido demostrar, pero sus interpretaciones se esfuerzan en desmentir. Millones de ojos han visto sus presentaciones, no son maquinas; y no es que en vivo suenan como en los discos, al revés, en sus discos suenan como lo hacen en vivo. “Seven Cities of Gold” es la abanderada de ese rock que nunca morirá: en donde una guitarra, un bajo y una batería pueden hacer tambalear al que se le ponga en frente. Y si queda alguna duda, “Headlong Flight” las disipa de un soplido.

Pero no todo es fuerza despampanante. Si algo caracteriza a estos canadienses, es su versatilidad. Clockwork Angels se bate entre la vena hard-rockera y su costado más melódico-emotivo. “Halo Effect”, una sentida balada del estilo “Closer to the heart”, potenciada por las finas pinceladas de violin y chelo, es el momento plenamente de calma que poco se perturba con “The Wreckers”. Aunque a priori un disco conceptual presupone una unión indisoluble entre track y track, en este caso cada canción se vale por sí misma, pero escuchándolo en su totalidad es en donde cada canción encuentra su plena esencia. Y en contrapartida con un comienzo poderoso, el disco cierra con los siete minutos de “The Garden”, una pieza reflexiva con predominio de guitarra acústica y piano que avanza en el espacio hasta disiparse, en donde un hombre que las ha vivido todas nos recuerda que aunque el tiempo avanza irreprochablemente, con sus idas y venidas, siempre hay esperanza. Peart lo escribe, Geddy lo canta, nosotros escuchamos.

Señoras y señores, ríndanse ante el poder avasallante de esta máquina que es todo corazón. El trio no se duerme en sus laureles, y a pesar de llevar esa etiqueta de “progresivos”, vuelven con un disco muy accesible, de canciones para escuchar y cantar. En esta época vertiginosa, casi sin tiempo para nada, nos proponen  esa hermosa experiencia de tirarnos un rato y escuchar un buen disco de rock. ¡Larga vida a Rush!//z

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