Por Juan Manuel Daza
Nunca fui un periodista de rock y hace unos cuantos años ya, que dejé de tener ganas de serlo. Aunque quise serlo, alguna vez, cuando vi Casi Famosos. ¿Recuerdan? Almost Famous: esa pseudo-auto-bio-pic en donde Cameron Crowe nos cuenta la historia de un adolescente muy talentoso de esos que, siendo adolescentes, todavía no superan la pubertad, de esos a los que les faltan barba y hormonas como para ser rockeros y que, en su madurar más lento, logran acercarse a lo que los fascina más bien como cronistas que como protagonistas.
A esta altura, ya no sé si estoy hablando de mi adolescencia o si sigo describiendo el argumento de la película. Yo también tenía 16 años cuando vi cómo a ese loco le asignaban su primer reportaje para la Rolling Stone, en el que debería subirse a la gira de Stillwater para llevarles a esos lectores de esos setentas imaginarios, las aventuras y desventuras de una banda menos buena que pretenciosa y a las puertas del éxito.
Yo también quise ser periodista de rock. Pero a ese nivel: bien cerca de la cuestión, para lograr humanizar el boludeo típico de la canonización rockera. Pero en la Argentina, se me hizo algo tan difícil como querer ser astronauta. Y eso que quería ser periodista de rock y no rockero. Ya lo dije: a mí también me faltaban barba y hormonas y, en ese madurar más lento, atravesé muchas cosas aún siendo pendejo.
Nunca drogas duras, pero sí: grandes desventuras. Y como sé rimar, también hice canciones. Y escribí poemas. Y publiqué libros. Fundé una editorial y organicé festivales y ciclos. Monté un espacio clandestino de fiestas y conciertos y exploté. Después, exploté. ¿A qué carajo le estaba dando tanta bola? ¿Qué estaba haciendo? ¿Más que generar el espacio para no dedicarme a ocuparlo por completo? Aquí estoy: hablándote directamente. Tu cerebro está conmigo.
Abandoné las remeras rockeras, los fundamentalismos al pedo. ¿En qué se diferencia tener puesta una remera con el logo de Nike de una que diga “Joy Division”? Probablemente, las dos fueron confeccionadas por gente esclavizada como vos: el que la lleva puesta. ¿En qué se diferencian? ¿En el mensaje? ¿Qué mensaje?: ¿”Joy Division”? ¿Qué estás diciendo con la remera que tenés puesta? ¿Acaso porque tenés una remera de Sumo no sos un careta? ¿Si la remera sólo dice “Sumo” y, repito, quizás también fue confeccionada por mano de obra esclavizada, sean niños indoneses o bolivianos en floresta?
¡Ojo! Yo también tomo Coca Cola y las zapatillas, me gustan Element. Estamos de acuerdo en que, si le buscamos la vuelta, nadie se escapa de ser un careta. Pero, ¿qué estoy diciendo con esta remera? No le voy a ceder, en mi pecho, un espacio publicitario a nadie. Ni a Sumo, ni al negocio que las vende.
Por eso también, un buen día, quise dejar de ser periodista de rock. ¿No los vieron?: ¿Cómo se fascinan con tener las que nadie tiene?: “Yo en los noventa tenía una remera de Joy Division que me la trajeron importada de Alemania y yo me la ponía y nadie sabía qué banda era. Ahora hay un montón de gente que anda con remeras de Joy Division por la calle. Está de moda”. ¡Buena, man! ¡Qué logro el tuyo en la vida!
Mis remeras son lisas o a rayas: pero no dicen nada. Si me regalan una que tenga alguna inscripción, la uso dada vuelta. Generalmente, hablo por la boca o escribo: a menos que mi remera tenga algo muy interesante que decir. Tengo una que dice “underground”, otra que dice “quemado” y una tercera que dice “shit happens!”. Estamos de acuerdo, si le buscamos la vuelta, nadie se escapa de ser un careta o de ser la excepción a la regla o de tomar esa pequeña decisión a tiempo para esquivar cualquier tipo de dogma.
No soy un fan y, por eso, le agradezco a la vida nunca haber tenido un mango para tatuarme nada de lo que quise tatuarme. Lo bueno de las remeras es que, al final, el tiempo las rompe, las desgasta, las descose. Pero los tatuajes son mucho más obstinados. Tenía un amigo que en la secundaria se tatuó el escudo de San Lorenzo en el brazo. Años más tarde, arriba del escudo, se hizo un tribal porque ya le daba vergüenza.
Por eso, no soy un fan. Aunque lo fui y por eso, quise ser periodista de rock. Y los hay críticos, enciclopedistas, melómanos, músicos, sabelotodos, cronistas, fans. Los hay 2.0, modernos, chetos, faranduleros o anarquistas. Hay de todo, pero hay pocos periodistas.
A casi todos, les falta mucha poesía. La escriben al margen y quizás, publican libros. Muchas veces, como no son músicos, al menos quieren ser poetas, ocupar ese espacio y sentir un aplauso. Pero muy pocos, ponen poesía en sus notas. Muy pocos, hacen caer el rayo justo aquí donde nadie aplaude.
Y ya no sé si estoy criticándolos o criticándome. Por eso, no quiero ser un periodista de rock. Quizás lo fui, lo hice y ya está. De veras, se los juro: deseo con todo el corazón no ser un periodista de rock. Por eso, no uso remeras rockeras. Y para sentirme más libre, les corto el cuello y, en verano, las mangas. Quiero estar cómodo y también, quiero verme bien. Soy periodista y rockero. Nunca más, un fan.//∆z
Juan Manuel Daza (1985, Buenos Aires) es, ante todo, poeta. Luego, periodista, músico y gestor cultural. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y enseña español para extranjeros. Escribe sobre música para el diario Clarín desde 2008 y colaboró con la edición argentina de la revista Rolling Stone, La Mano y Ñ. Creó el ciclo de poesía y rockRocanpoetry! y fundó la editorial CILC (Casi Incendio La Casa), que editó libros de Vicente Luy, entre otros autores. Hoy se dedica a gestionar las actividades culturales del Colectivo Ultravietnamita (un proyecto autogestivo multidisciplinario) y compone canciones en un proyecto musical que surfea el inconsciente: Jugo de Naranja en Pipa. Actualmente vive en Santiago de Chile.
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