En la última película de la saga, la tensión entre la moral y la lealtad a la patria es la clave para entender el derrotero del personaje interpretado por Matt Damon. 

Por Sebastián Rodríguez Mora

Durante una entrevista a principios del mes pasado para la televisión australiana, Matt Damon contó que en el set de filmación en Tenerife de su reciente película de Jason Bourne tuvo la oportunidad de charlar con el físico Stephen Hawking, que estaba de visita allí para una conferencia. Ese día se grababan escenas de un flashback en el que Damon (de 45 años) estaba visiblemente más joven, por lo que al momento de hablar con el postrado científico inglés su cara estaba llena de puntos de referencia para luego superponerle animación CGI. Damon se disculpó con Hawking por su apariencia y este le respondió: Es fácil ser más joven. Hacete tiempo para eso”.

En los últimos catorce años, la franquicia Bourne ha producido cinco películas y recaudado 1200 millones de dólares. ¿Cómo es que ha generado –y durado- tanto? Las novelas originales fueron escritas por un tal Robert Ludlum, ex marine, y fueron un best-seller clásico en los ochentas. El guión adaptado de Tony Gilroy (El abogado del Diablo, Michael Clayton) construye sobre la fértil coyuntura de la seguridad nacional en los EE.UU. con efectividad combinatoria de espionaje, tecnología y acción filmada con innovación. Sin embargo, si algo puede concluirse es que la franquicia Bourne no hace leña del árbol caído con la política internacional estadounidense durante la primera década del siglo. A diferencia de las sucesivas James Bond y Misión Imposible, los enemigos no son extranjeros que amenazan la homeland, más bien al contrario. Los enemigos de Bourne están adentro y forman parte esencial de lo que EE.UU. comprende por seguridad: la CIA y la NSA. Se trata de ideólogos y ejecutores de una agenda política paralela y exitosa tras los atentados del 11-S, pero que mantienen sus métodos –la total pérdida de la privacidad personal e institucional- a la sombra. Las películas de Jason Bourne parecen implicar una denuncia naïve al atropello de los derechos ciudadanos, aunque miradas con más detenimiento incurren en la mayor protesta que el mainstream hollywoodense parece capaz de producir a la vez que sinceran, casi con desdén, el control sobre cualquier individuo a nivel planetario. Paul Greengrass, director de las últimas cuatro películas y cultor de la temblorosa cámara en mano que caracteriza la franquicia, resume un concepto fuerte sobre el protagonista: “[Bourne] vive bajo su propio código moral en un mundo que se desploma. Es alguien que rechaza el sistema, pero todavía tiene lealtad en su corazón. Ésa es toda la cosa: no rechaza el sistema para demolerlo; es el personaje más leal y patriota”. ¿A qué es leal Bourne? ¿Qué es ser patriota para él?

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Ganemos algo de tiempo. Bourne es, ante todo, un caso más de daño colateral, concepto caro a las invasiones a Afganistán e Irak por parte de las administraciones Bush y Obama. Ingresa al programa Treadstone de la CIA para entrenamiento de agentes black ops en el cual debe cambiar su identidad o más precisamente, perderla. Todo va bien por un par de años de asesinatos furtivos por encargo oficial a través del mundo, hasta que falla en una de sus operaciones. Aparece moribundo en el Mediterráneo, recogido por un barco pesquero. La CIA comprende por su desaparición que Bourne abandona su tarea y por tanto es traidor. Él no recuerda nada de nada, salvo flashes que se amplían a lo largo de las películas pero que no hacen sentido, no conforman unidad. Su única certeza está en sus magníficas capacidades para sobrevivir y lastimar (un curioso caso de tabula rasa). Marie (Franka Potente), una hippie nómada con problemas de papeles que lo ayuda a escapar, se convierte en el primer sentimiento humano que recuerde, el amor. En Bourne Identity, podríamos decir que ganan los buenos cuando ellos se reencuentran en una exótica península para ser libres. En una escena definitoria de aquella primera película, Bourne y Marie duermen juntos en un hotel parisino mientras son buscados. A la mañana siguiente, Bourne borra las huellas dactilares que puedan haber dejado y le dice a ella: “Recordemos todo lo que hayamos tocado”. Su país es su recuerdo, y Marie es la primera mujer de su (nueva) vida. Bourne no recuerda su vida antes de ser Bourne, no posee otra patria que el amor. Pero Marie es asesinada con una bala que era para él en el principio de Bourne Supremacy (2004), por un arreglo de negocios turbios entre el director de Treadstone y un magnate ruso. Recién aquí es donde la cuestión de la patria entra en vigor: ¿debería Bourne cargar a sangre y fuego contra todo el aparato de inteligencia de su país del mismo modo con el que fue entrenado –lo cual significa que debería aplicar a EE.UU. lo que EE.UU. aplica al mundo? No, porque Bourne es un hombre sin patria. Escapa, se esconde, busca el recuerdo y la verdad de su historia.

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La reciente Jason Bourne (2016) tiene olor a reboot pero bien mirada es conclusiva respecto a la historia general. A través de Nicky Parsons (Julia Stiles), ex miembro de Treadstone, Bourne se entera que su padre fue uno de los que diseñaron ese proyecto. Sabíamos ya que Bourne decide integrarse al proyecto voluntariamente, y lo hace porque su padre es asesinado –en apariencia- por extremistas islámicos delante de sus ojos. Hasta aquí la patria en sentido fuerte, defender a mi país es vengar a mi padre. Pero aquí lo definitorio del asunto es que, alerta spoiler, su padre es asesinado por la CIA al arrepentirse del proyecto e intentar detenerlo. ¿Cómo se es patriota cuando el Estado te arrebata a tu padre y a tu mujer? Ahí el conflicto, ahí la resolución: la patria de Bourne no responde a países ni respeta instituciones porque él vive en su patria moral. Frente a cómo lo ven los ejecutivos del Estado (“Sos un arma defectuosa que vale 30 millones de dólares”), Bourne opone un esencialismo que sobrevive a la despersonalización de su entrenamiento y la amnesia de su presente (“Puedo ver todas las caras de quienes asesiné, pero no sé sus nombres (…) No quiero hacer esto nunca más”). Los ejecutivos también se dicen patriotas, pero respecto a la ideología del imperio. Bourne es más bien ciudadano de una nación desperdigada “en un mundo que se desploma”, como decía Greengrass más arriba. El mundo de la moral, la del bien sin restricción, ése que se aprende en la juventud y que todos los espectadores de la franquicia Bourne identifican.

Del país del recuerdo al país de la moral, mucho ha pasado en nuestra historia reciente. Bourne parece lidiar con eso bastante mal, obligado a un turismo fugitivo mientras mira fotos viejas, se masajea los puños doloridos e intenta recordar –como cada uno de nosotros- cómo fue que llegó hasta acá.//z

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