Sangre, sudor, lágrimas y jazz en Whiplash, segunda película de Damien Chazelle en la que Miles Teller y J. K. Simmons la descosen.
Por Martín Escribano
Cinco años atrás vimos cómo Nina Sayers se convertía en el cisne negro sobre un escenario. La película de Aronofsky concluía con la transformación alucinada y definitiva de una bailarina veinteañera aplastada por la cruel competencia del mundo del ballet. Whiplash es, también, la historia de una transformación que se da en plena performance, aunque si en El cisne negro el camino estaba signado por la psicosis aquí el norte lo marcará la perversión.
Andrew Nieman (Miles Teller) no tiene ni veinte años y quiere ser tan buen baterista como Buddy Rich. Por eso pretende entrar en el radar de Terence Fletcher (J. K. Simmons), el mejor profesor del conservatorio Shaffer, ese al que basta verle la sombra para sentir una parálisis en todo el cuerpo. Los métodos pegadógicos de Terence son de temer pero a pesar de eso (o quizás por eso) muchos quieren estar en su clase. Andrew lo busca y lo consigue.
‘Not quite my tempo’ repite Terence. El profe marca el ritmo y el que no pueda seguirlo hará bien en tener reflejos rápidos para esquivar las sillas que vuelan por el aire y tres o cuatro sopapos. Clase a clase, y con implacable efectividad, los latigazos (los whiplashes) verbales y físicos del teniente Fletcher hacen mella en su alumno-soldado. El pupilo demuestra ser bueno (“el esclavo vive el reconocimiento del amo como una liberación”, decía Freud) y sus réplicas se hacen sentir fuera del aula. Esas manos que se usaban para compartir los pochoclos con papá o acariciar a la novia se llenan de callos y cicatrices. Acá se toca la batería o no se toca.
Tal y como John du Pont compra a Mark Shultz en Foxcatcher con la excusa de enaltecer los elevados valores estadounidenses, Fletcher atrapa a Nieman en su tela bajo la premisa de que el jazz con sangre entra. Du Pont deambula por la vida ignorando las razones de su accionar, Fletcher se escuda alegando que quiere evitar la muerte de la buena música y que eso lo salva de pedir perdón. Lo que no sabe es que su fórmula para que no muera el jazz es que mueran los jazzistas. Solo una vez lo veremos llorar. Ojalá fueran simples lágrimas de cocodrilo, pero no… son lágrimas de fanático.
Se diría que frente a uno de esos monstruos grandes que pisan fuerte los más débiles harían bien en buscar la fuerza a partir de la unión. Nada de esto ocurre en Whiplash (tampoco en El cisne negro ni en Foxcatcher): parece que la trascendencia en el deporte o en el arte no puede llegar más que por la vía del sacrificio individual.
Hay luz en el futuro del joven Miles Teller, cuyo CV arroja películas como The Spectacular Now, Rabbit Hole y la saga teen Divergente, y en pocas semanas J.K Simmons ganará un merecido Oscar como mejor actor de reparto en reconocimiento a una trayectoria que sobrepasa holgadamente la centena de títulos.
Si uno sale del cine a mil revoluciones por minuto es mérito de estos dos actores porque, a no confundirse, Whiplash no se trata del amor al jazz. Lo que circula en sus 107 minutos es la intensidad de la pasión llevada al límite del trance. Es la pasión lo que hace que la mosca (que buscó a la araña no una sino dos veces) se debata en la tela para demostrar que esta vez no será tan fácil y que, quién sabe, quizás en el futuro pueda ser araña ella también.
Amargo duelo final el de Andrew Nieman que no puede encontrarse con el niño que fue, ese que seguía el tempo de su propio deseo en lugar de andar dedicándole solos de batería a un dios que lo revalide como mártir.//∆z
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