Con Altered Carbon, una nueva serie en el vasto mundo de las distopías, la figura omnipresente de Philip K. Dick vuelve otra vez a merodear por la pantalla.

Por Hernán Ojeda

Este año Netflix generó unas inmensas expectativas dentro del núcleo duro entusiasta y militante que es el público de la ciencia ficción. El anuncio de la adaptación al formato serie de la novela Carbono alterado (2002) de Richard K. Morgan, acompañado de trailers que evidenciaban una producción de muy alto vuelo, pusieron en marcha el motor de la manija sin demasiado esfuerzo. Muchísimo, a su vez, fue el temor a encontrarnos con una reconversión grandilocuente e intragable, pero se puede determinar sin temor a equivocarse que el resultado ha sido meritorio.

Antes que nada es menester considerar que Altered Carbon es una historia cyberpunk, ese subgénero que le dio una vuelta de tuerca a la ciencia ficción y encarnó el advenimiento de una continuidad contemporánea a un tipo de relato que ya había dado muchísimo de sí y empezaba a perder intensidad con la vorágine de la tecnologización del nuevo siglo. La novela de Richard Morgan nos presentó un universo oscuro y decadente, bien narrado y capaz de reinventar tópicos ya vistos en obras anteriores. La obra, primera de una trilogía, fue distinguida con el premio Philip K. Dick en 2003 y gozó de un buen reconocimiento en el ámbito especializado por su abordaje del género, su tratamiento de la violencia y su gran valor narrativo. Quince años después llega a la pantalla una adaptación esperable y más que merecida.

Nos sumergimos de lleno en un mundo interestelar ubicado en el año 2384, con un Nuevo Orden mundial, unas Naciones Unidas reinventadas en ejércitos de resistencia y una sociedad distópica reventada y corrupta que a nadie podría sorprenderle demasiado. Pero más que nada, Altered Carbon nos cuenta la historia de Takeshi Kovacs, un ex guerrero de élite Naciones Unidas que, intentando evitar el progreso del Nuevo Orden, fue derrotado y condenado a prisión durante 250 años, y que retorna al mundo de los corpóreos, más precisamente a Bay City, por pedido del magnate Laurens Bancroft con el fin de investigar su propia muerte. Toda esta tramoya cargada de impunidad y trasfondos político-económicos es controlada de cerca por la agente Kristin Ortega, a quien los negociados y decisiones de Bancroft han tocado de cerca.

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Por supuesto que al hablar del retorno de la muerte estamos obviando un detalle fundamental en la historia: en este universo narrativo los hombres han encontrado una vía particular hacia la inmortalidad. Por un lado, consiguieron comprimir digitalmente las consciencias humanas en unas pequeñas fichas llamadas pilas corticales, colocadas en la espina dorsal; por el otro, es posible -una vez muerto biológicamente el sujeto- reinsertar dicha pila en un nuevo cuerpo, aquí llamados de manera despectiva y genérica fundas. Y, si se cuenta con la riqueza suficiente, se puede acceder a jugosos beneficios como el almacenamiento y backupeo permanente de las consciencias en discos satelitales similares a un Google Drive hiperbólico, la selección de fundas premium o, inclusive, la clonación.

El resultado de la conversión netflixmatográfica de la novela de Morgan tiene varias aristas a analizar. Por un lado, una ventaja con la que cuenta es su contextualización dentro de una suerte de revalidación del sci-fi, impulsada fundamentalmente por Blade Runner 2049 y la serie antológica Electric dreams (sí, Philip Dick por dos) así como por el auge global de Black Mirror, serie que de hecho trabajó conceptos como el del almacenamiento de consciencias, la reinserción de copias dentro de cuerpos sintéticos y las dimensionalidades paralelas a través de realidades virtuales. Esto le da un espacio cómodo dentro del cual moverse y un lugar auspicioso dentro de los algoritmos de la plataforma madre para poder tener un alcance masivo. Otro punto clave está en la fidelidad respecto a las particularidades de los personajes, los escenarios y las situaciones narradas. Si bien se toman algunas decisiones (la fisonomía de los personajes en la serie se distancia del libro para optar por ciertos estereotipos -el de la ricachona bomba, la policía latina baja y de pelo negro, el protagonista joven y carilindo-; así como el refuerzo del vínculo romántico entre algunos protagonistas, la incorporación del Hotel Raven y su entrañable dueño, responsable de algunas de las mejores escenas de la temporada), todo aquello respetado se traslada de manera magnífica, sobre todo en lo que respecta a lo fotográfico: Altered Carbon genera un deleite visual en un derroche de producción, luces, colores, planos y escenarios que aplasta sin mayores contemplaciones a muchísimas producciones del género. La serie remite, indefectiblemente, y sobre todo en su primer episodio, al clásico film cyberpunk por antonomasia: Blade Runner (Dick, nuevamente, y van tres). La ambientación de corte oriental futurista, que linda entre una megalópolis hipersaturada de luces y rascacielos y un barrio marginal, el mercado central y los contactos entre protagonista y matufias es considerablemente similar a la del clásico de Ridley Scott, así como también el concepto de reenfundado puede hacernos acordar al replicante de Blade Runner. No obstante, quedarse con esto y continuar empapando a la serie con los prejuicios de la copia sería un error imperdonable, dado que tiene muchísimo por contar y hacerse valer por sí misma.

Otra característica distintiva de la serie dentro del género es su fuerte arraigo respecto a los lineamientos canónicos del cyberpunk: tintes de novela negra, asesinatos por resolver, un protagonista encuadrado en las mandatos del antihéroe -un outsider recuperado desde lo más bajo de los infiernos, con antecedentes criminales-, una atmósfera opresiva, virtualidad e inteligencia artificial por doquier. Resumidamente: Altered Carbon es un auténtico hard-boiled policial en los tiempos de la colonización interplanetaria. La narrativa de la serie, así como sus escenarios, desborda nihilismo y proyecciones cataclísmicas de la masificación tecnológica, el avance deshumanizante de las corporaciones y la reflexión acerca de la obsolescencia de la corporeidad. La carne es prácticamente inútil, solo un vehículo de traslación entre una muerte y otra para aquellos pocos que son capaces de costearla, pero a su vez funciona como una forma de castigo y burla para quienes no pertenecen a la clase dominante, teniendo que quedarse, en el mejor de los casos, con fundas de descarte viejas, dañadas u obsoletas. La historia es, en sí, un ofertorio de aberraciones que Morgan desarrolló bajo la premisa de “¿Qué pasaría si la humanidad descubre una manera efectiva para nunca morir?”, y que los desarrolladores de la serie se encargaron de ultraviolentar con escenas de exacerbada sanguinolencia y crudeza y con una exposición lasciva de los cuerpos desnudos, detalles que no hacen más que hacer hincapié en la sobre objetivación de los cuerpos como elementos alejados de todo tabú y protección.

Podemos decir que el mérito de un relato distópico cyberpunk está en su capacidad de mixturar de manera sutil las innovaciones futuristas y las disfuncionalidades propias del mundo contemporáneo a su escritura. El resultado eficaz lo obtiene aquel que logra generar en el lector/espectador esa duda opresiva y esa sospecha de que aquello que tiene enfrente, si bien habla del futuro e inclusive hasta tiene una fecha determinada, tranquilamente podría suceder pronto o bien estar sucediendo ahora mismo, en alguna parte. Y cuando la historia desarrolla esa angustia y envuelve al consumidor en esa atmósfera cargada de mea culpa es cuando cumple con su cometido. Altered Carbon lo logra, aún con sus clichés romanticones y similitudes con cosas que ya hemos visto, porque nos muestra un mundo egoísta, deshumanizado y miserable en el que nunca quisiéramos estar. Aunque es probable que tampoco estemos tan lejos. //∆z

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