Presentamos un cuento inédito del autor de Rabia, Planet y Borgestein, entre muchos otros trabajos que incluyen novela, cuento, poesía, teatro y cine.

 

Por Sergio Bizzio

Ilustración por Sabrina Pintos

Mi mujer me aplica a diario una tortura de lo más perversa: agarra el libro que estoy leyendo y que por un momento he dejado sobre la mesa o sobre un sillón y lo pone en la biblioteca, en cualquier lugar de la biblioteca, por lo que me veo obligado a una revisión casi siempre completa para encontrarlo. No sé qué es una biblioteca grande (dentro de poco nadie sabrá siquiera qué es una biblioteca) pero diría que mi casa es más una biblioteca que una casa: hay miles de libros.

Si la posición del libro, abierto y boca abajo, indica que lo estoy leyendo, es algo que la tiene sin cuidado. Lo agarra y lo mete en la biblioteca. Lo peor de todo es que nunca sabe dónde, así que no tengo más remedio que ponerme manos a la obra. A veces lo encuentro enseguida, pero en general me lleva un tiempo considerable. Si ella está ocupada con los niños o se ha traído trabajo de la oficina y recoge el libro de encima de un sillón al pasar, tengo chances de que lo haya colocado rápidamente en la zona central de la biblioteca, en un sector de dos metros de ancho por uno de alto, que es el lugar más fácil y cómodo donde poner un libro sin necesidad de estirarse o de agacharse. Pero si está en la tarea de ordenar la casa, precisamente, y le sobra el tiempo, mi libro puede terminar quién sabe dónde. No pocas veces lo he encontrado días y hasta semanas después de haberlo perdido.

Discusiones, ruegos, nada alcanza para poner fin a esta tortura. Un día me promete que no lo hará más y al día siguiente lo hace de nuevo. Y en ocasiones con el mismo libro. En efecto, si estoy leyendo un libro voluminoso, digamos un libro de trescientas o cuatrocientas páginas o más, puedo perderlo varias veces, casi tantas como me veo obligado a dejarlo momentáneamente, por cansancio físico o porque tengo otras cosas que hacer, de modo que la lectura se ralenta hasta desfigurarse. No pocas veces tuve que volver a leer desde el principio, cuando la pausa forzada por su pérdida se extiende demasiado, porque en el interín, mientras lo buscaba, empecé a leer otro, y al encontrarlo ya no sabía por dónde iba. Entonces retomo el primer libro, y pierdo el segundo.

En todos los casos me gana una irritación tal que mi mujer me califica de loco, lo que me enloquece. Una vez arranqué de un florero un ramo de margaritas y lo decapité con una torsión rabiosa de las manos. Otra, tiré un vaso de vidrio grueso contra la pared, por encima de su cabeza. Cualquier lector comprenderá que ese no es el mejor estado para leer.

Un día llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era esconder el libro, en el cajón de un mueble, en la caja de herramientas, en el placard, entre zapatillas y zapatos. Al principio funcionó bien, pero no pasó mucho tiempo antes de que, ya en el confort post pesadilla, me confiara y lo dejara a la vista y mi mujer lo pusiera en la biblioteca. Entonces se me ocurrió que el mejor lugar donde esconderlo para que ella no lo encontrara y para que yo mismo no lo perdiera ni aún distrayéndome, era, precisamente, la biblioteca.

Pasé días extraordinariamente tranquilos, leyendo y disfrutando de la lectura, hasta que una mañana fui a la biblioteca a buscar el libro donde lo había dejado y no lo encontré. Pensé que había sido un error mío. ¿De quién más, si no? Eran las cinco y media de la mañana. Sí, me levanto temprano, me gusta leer con la mente limpia mientras todavía es de noche y el mundo está callado. Busqué el libro hasta las siete, hora a la que se levanta mi mujer. Demás está decir que mi humor ya no era el mismo de una hora y media atrás. Peleamos un rato hasta que me confesó que el día anterior le había pedido a la mucama que limpiara la biblioteca. “A lo mejor lo cambió de lugar”, dijo. ¡No era posible! Pero sí, yo había notado que algunos libros estaban al revés, con el lomo boca abajo, o contra la pared, lo que en ese momento me extrañó, aunque no supe a qué atribuirlo. Ahora lo entendía: la mucama había apartado bloques de libros para pasar un trapo en los estantes y los había vuelto a colocar en cualquier posición y en cualquier lugar.

Se llamaba Caro. Ni bien llegó al día siguiente le pedí que después de pasar el trapo colocara los libros tal como los había encontrado. Su respuesta me llamó la atención:

-¿Usted dice por ancho, o por altura?

Yo, que tan leído me creo, no había alcanzado a descubrir que esa era la solución definitiva. Durante varios días me dediqué a reordenar los libros colocándolos en la biblioteca por ancho y por altura y finalmente le pedí a mi mujer que cuando agregara algo, es decir cuando pusiera un libro en la biblioteca, lo hiciera respetando las dimensiones; de esa forma ella podía satisfacer su manía sin temor a que yo le reprochara nada, y yo rescatar sin ningún drama las cosas que necesito para vivir. Le pareció bien.

No sirvió.

No sirvió por un error de cálculo mío: los libros anchos eran muchísimos, tanto como los libros finitos, de modo que encontrar el que buscaba se me hizo tan difícil como siempre, y más todavía porque esta vez mi mujer parecía haber cedido y colocaba, efectivamente, un libro ancho entre los anchos y uno finito entre los finitos –si hubiera puesto un libro ancho entre los finitos, o al revés, yo lo hubiera divisado enseguida.

Me di por vencido. Eso significó un cambio en mis hábitos de lectura. Dejé de leer ficción, y más que nada novelas policiales o de aventuras, excepto si podía leerlas de una sola sentada. Caso contrario, me arriesgaba a perder el libro que me había atrapado, y ¿quién que haya leído doscientas páginas tolera perderse el final, la resolución de una intriga, o la revelación del nombre del asesino? Volví a leer ensayos, que pueden interrumpirse, incluso provechosamente, dando tiempo a la reflexión; libros de historia, que pueden leerse por períodos; y de tanto en tanto uno de esos libros sin género definido que pueden empezarse en cualquier página sin que uno se pierda gran cosa. Pero algunos de esos libros me atrapaban de todos modos, o me resultaban interesantes y curiosos, y la interrupción, por más que yo hiciera lo mismo al empezarlos por cualquier parte, volvió a sacarme de las casillas. Debo ser el lector más nervioso del mundo.

La solución final, ya que la solución definitiva no había funcionado, se me ocurrió de pronto: librarme de la biblioteca.

Llamé a un comprador de libros usados y le vendí la totalidad de los libros por metro cuadrado. Conservé sólo uno, el que estaba leyendo en ese momento.

Después de tres o cuatro horas de lectura, llegó mi mujer. Al ver la biblioteca vacía detuvo por un instante su marcha, pero no dijo nada. Yo dejé el libro con indolencia en mi sillón preferido y la ayudé a descargar las bolsas de compras, e incluso cocinamos juntos hablando de esto y de aquello; de tanto en tanto le echaba un vistazo al sillón; el libro seguía ahí. Más tarde mi mujer lo agarró y lo puso en la biblioteca, donde no tuve ninguna dificultad para encontrarlo. Lo curioso fue que no era el libro que había estado leyendo hasta un rato atrás. Y no había ningún otro libro en toda la casa. //∆z

Sergio Bizzio. Foto: Mathieu Bourgois

*Sergio Bizzio (Ramallo, Buenos Aires, 1956) es novelista, cuentista, poeta, dramaturgo, escenógrafo, guionista, productor de televisión, director de cine y músico.