Por Cecilia Fanti
Foto intervenida por @loquehaceruku

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20 de octubre de 2001 – Estadio de Atlanta

Una sombra oscura, ancha, maciza, monstruosa se mueve de arriba para abajo. Se detiene. Hay unos segundos de quietud, algunos murmullos y pisadas, sonido ambiente. A contraluz, la sombra se agacha y se para una y otra vez, en intervalos, como si buscara algo perdido en el pasto. La luz de la tarde me tapa los ojos, la sombra es puro misterio hasta que escucho un grito. ¿Cuántos querés, pibe? Entonces pongo la mano en modo visera, perfilo al sol y lo descubro. Es simplemente un hombre gordo detrás de un tablón montado sobre dos caballetes. Me acerco y veo frascos de mayonesa y mostaza, tuppers con lechuga y tomate y una pirámide de panes. Me acerco un poco más y descubro, debajo del tablón, un balde azul. Es el lugar al que el hombre se agacha. Me acerco un poco más. El balde está lleno de milanesas. El hombre saca milanesas de un balde para después ponerlas entre dos panes, lechuga, tomate, mayonesa, cinco pesos, una y otra vez. Es la primera vez que veo a un balde contener milanesas. Es mi primera vez en muchas cosas.

Falta una semana para que cumpla los 16 años y mis amigos me regalaron una entrada para ir al recital de Los Piojos. Esta noche presentan Verde Paisaje del Infierno en un estadio que se me hace inmenso y exploro con cautela colonial. Somos unos diez, son todos varones. Todos más enterados de quiénes son Los Piojos, cuál es la letra de sus canciones y por qué este disco es un poco más careta que los anteriores. Es la gente, en realidad, discuten. Pero nosotros venimos desde el principio. Ninguno de nosotros viene desde el principio. Cuando salió Chactuchac, estábamos en primer grado. Sin embargo, algo admirable en la autoestima adolescente los hace identificarse entre los que siguen a la banda desde los inicios cuando en verdad nuestras Toppers no están ni tan gastadas, ni tienen tanta chapita en el cordón, ellos no tienen tanta barba, todavía tomamos cerveza con adrenalina, mirando para los costados y tampoco sabemos hasta dónde somos capaces de saltar en un pogo. Qué hacer con esa fuerza, la visita a un espacio no controlado, el nacimiento de una nueva costumbre, un fanatismo, una forma de ver el mundo: desde el campo, que es también el campo de juego, el que los sensibles y espásticos habitamos poco en la infancia y adolescencia porque los deportes no es lo que mejor se nos da.

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No tuve demasiadas remeras de bandas. Pero tuve una que fue un regalo. Era roja, horrible, y tenía un piojo fuera de foco estampado en el centro. La estampa estaba sobresaturada y convertía a la tela en papel, cartón, o algo ruidoso que contra la piel se sentía frío, algo que no pertenecía del todo a la remera ni al mundo de lo poroso.

Nacho, la remera era de Nacho, a quien se le había ido la mano cortándola para que su panza apenas peluda y flaquísima de quinceañero se viera cuando bailaba. Nacho cortó demasiado la remera y me la regaló. A mí también me quedaba corta y eso me daba nervios. La usé pocas veces en público. La usé durante años para dormir. Leo siempre me decía que las chicas más lindas eran las que habían ido a ver a Los Piojos. Las chicas más lindas son. Una máxima. Yo era de esas chicas más lindas que había ido a ver a Los Piojos. Verde Paisaje del infierno.

La remera es de la época en la que los chicos encontraron una bandera cerca de la cancha de River. La bandera decía EL LUCHO en letras negras y rectas. Ese mismo día, alguien en los playones del Bajo Belgrano les tomó el pelo. Ahí estaban siempre estos juglares del margen barrial que nos fascinaban con sus anécdotas y su destreza para manejar autos con patentes gemelas. Alguno, serio, inventó a un Lucho muerto, una bandera que era una amenaza, un recuerdo, una promesa de venganza y el peligro inminente de que EL LUCHO hubiera caído en las manos equivocadas. Inocentes, sí, entrometidas también. Por qué carajo no dejaste la bandera tirada en la calle. Qué pendejo metido sos eh.

Obedientes, miedosos, crédulos mis amigos corrieron a comprar pintura y siguieron agregando líneas rectas a la bandera. Las pintaron verticales y horizontales. Así EL LUCHO se convirtió en EL COCAO. No significaba nada realmente pero enseguida fue nuestro símbolo. La amistad en una canción que era arenga, entidad, energía: ohhh vamos el cocao, el cocao, el cocao, vamos el cocao.

EL COCAO eran mis amigos, los que me llevaron a ese primer recital de Los Piojos y me abrazaron para que no me pasara nada. EL COCAO se turnó para saltar al lado mío, para que el pogo no me llevara ni me tirara. No recuerdo mucho del recital. Algunas canciones, algunos gritos, risas. Uno que siempre gritaba “CAREEEETAS” cuando sonaban canciones nuevas. No llegué a quedarme en remera en ese recital. Hacía frío.

La vuelta fue caminando hasta Plaza Italia. Esperamos colectivos sentados en el cordón de la vereda un rato largo. Creo que nunca me gustaron mucho Los Piojos pero me gustaba mucho estar con mis amigos. Tiempo después vi otras bandas, con otros amigos, con otra ropa, con otro interés.

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Hace unos días le dije a un músico cliente de la librería que me pensaba como una persona sorda. Él intentó echarle la culpa a mis padres y si bien no lo contradije porque siempre suena bien en boca de otros, lo cierto es que no. Ninguno hizo nada ni bueno ni malo en ninguno de los dos sentidos. No sé explicar qué me gusta de cierta música. Me pasa o por la compulsión o por disfrute. Me encanta, por ejemplo, lo que me pasa en el cuerpo aunque no baile casi nunca. Me gusta una voz, me gusta que suene siempre algo, me gustaban los Piojos porque los escuchaba con mis amigos. Me gustaban Los Piojos porque eran la emergencia de algo nuevo, un nacimiento, la idea de adolescencia que teníamos.

Verde paisaje del infierno. Una imagen obvia, contradictoria, desencajada. No una sinestesia aunque un absurdo. El infierno es siempre rojo, quizás hasta negro, pero nada de la naturaleza nace ahí. La sensación entonces de lo nuevo, lo que no maduró, lo que se hace vital a los ojos en una imagen. En un lugar común.

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“Agua” era mi canción favorita, todos teníamos sed en ese momento. Lengua de gato, la saliva ancha y pegajosa como después de fumar porro, también de los primeros. Sed, “Agua”, algo de balada que prometía que si el chico que te gustaba andaba cerca podía besarte. La volví a escuchar hace poco: un lunes a las 8 de la mañana, la profesora de gimnasia pone play para la entrada en calor. Suena “Agua”. La mañana despunta, es septiembre y la luz tiene algo lechoso, como de catarata, que lo vuelve todo un poco más irreal.

Escucho “Agua” y mientras inhalo y exhalo, me estiro y vuelvo. Escucho “Agua” mientras miro el techo y recuerdo la letra. Sonrío del recuerdo o la nostalgia. “Agua” se aloja en la adolescencia, agua es una luz que hace despuntar al día, la astilla del recuerdo. La remera que no sobrevivió a la última mudanza.//∆z

Cecilia Fanti nació y vive en Buenos Aires. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Fue docente, formó parte del proyecto editorial Garrincha y trabajó en Penguin Random House. Actualmente atiende su propia librería, Céspedes Libros, en el barrio de Colegiales. Sus textos fueron publicados en antologías de Argentina y Chile, Felices Juntos (Tenemos las máquinas, 2014) y El tiempo fue hecho para ser desperdiciado (El perro negro, 2010). La chica del milagro, su primer libro, fue publicado por Rosa Iceberg en 2017.