Después de las idas y vueltas, Kraftwerk se presentó en el estadio Luna Park para ofrecer una experiencia audiovisual sublime.

Por Matías Roveta

“El cuerpo humano tiene una pequeña corriente eléctrica. Se puede ver en un electrocardiograma que no hay separación entre humanos y tecnología. Para nosotros están juntos como una unidad”, dice Ralf Hüttler en The Rebirth of Germany, un excelente documental de 2009 sobre el florecer musical que tuvo lugar en Alemania a fines de los sesenta y que se denominó Krautrock: un puñado de bandas ricas en experimentación, vanguardia e ideas radicales que buscó barrer con el pasado musical alemán –asociado al schlager, una variante insulsa de música pop- y crear una cultura propia que no tuviera nada que ver con lo que pasaba con el rock en Inglaterra o Estados Unidos.

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Foto: Juan Borges

Kraftwerk, liderada por Hüttler, formó parte de ese movimiento pero logró pegar el salto a partir de su propia forma distintiva asociada a la musica electrónica. Y allí es donde entra la frase de su líder: el excelente show de la banda de Düsseldorf en el Luna Park estuvo marcado por esa tensión permanente entre máquina y hombre que conceptualiza su obra y corona –además de titular- su gran obra maestra: The Man-Machine (1978). Así, sobre el escenario los que disparan programaciones y pulsan botones desde las mesas son efectivamente seres humanos, pero apelan a una parquedad absoluta y movimientos mínimos como si fueran androides programados. La voz de Hüttler en “Spacelab” suena absolutamente robotizada en el contexto de una oda espacial y futurista, pero la sublime riqueza en matices que crea junto a su banda cala bien hondo, revuelve los sentimientos y acelera el corazón del más insensible de los seres humanos.

Justamente “Spacelab” funciona perfectamente para describir la cualidad distintiva de este show: los efectos 3D proyectados desde las pantallas. Sobre un clima medio pinkfloydeano y mientras el repiqueteo acelerado de un sintetizador ofició como base para que un moog trazara melodías como un violín, desde el fondo de la pantalla principal un satélite arremetió sobre el público para despertar una tremenda ovación. Un placer audiovisual extraordinario que regaló lo más intenso de la noche y terminó con una nave espacial aterrizando en la puerta del propio Luna Park, fotografiado en blanco y negro en la pantalla. Todo eso fue durante el momento The Man-Machine, que tuvo otros picos creativos notables con la canción que da nombre al disco y su drama oscuro y progresivo, la elegancia de “The Model” y la apacible belleza de “Neon Lights” con, claro, imágenes tridimensionales de distintos carteles de neón: hoteles, farmacias y hasta el logo de Universal, entre otros.

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Foto: Juan Borges

Antes, durante el comienzo del show, había sido el turno del gran Computer World (1981) y alguna veta synthpop: para destacar el conteo asesino de “Numbers”, “Computer World” con temática sobre control y procesamiento de datos (el FBI, Scotland Yard o Interpol mencionados en la letra) y “Computer Love” con su arreglo de piano sintetizado (sí, la misma melodía que usó Coldplay en “Talk”). Pero más allá de la banda de Chris Martin, lo que es seguro es que sin Kraftwerk la música de New Order, Depeche Mode, Brian Eno, David Bowie, Iggy Pop o Daft Punk, por mencionar solo algunos, hubiera sido muy distinta. Luego llegó el pasaje Autobahn (1974) con su épica canción homónima, esa que nació a partir de viajes en auto que la banda hacía por las nuevas autopistas en la Alemania de posguerra: el ruido continuo del asfalto sobre los neumáticos, el viento entrando por la ventanilla y hasta el intento de sintonizar la radio: “Convertimos todas esas cosas en música”, explica Wolfgang Flür –hoy alejado de Kraftwerk- en The Rebirth of Germany. El ritmo de la canción fue creciendo en intensidad mientras desde las pantallas se sucedieron dibujos del legendario modelo escarabajo de Volkswagen y algunos Mercedez Benz a toda velocidad, y justo después empezó el recorrido por Radioactivity (1975): primero con el amenazante retumbe del contador geiger en “Geiger Counter” y más tarde con el teclado cargado de desolación de “Radioactivity”, un canto conscientizador reforzado con alusiones a tragedias nucleares –Chernobyl, Harrisburgh o Hiroshima- impresas en la pantalla como recordatorio siniestro.

Foto: Juan Borges
Foto: Juan Borges

Hubo citas también a Tour de France (2003) -como para recordar que el legado de Kraftwerk es amplio y duradero- pero en el cierre formal del show estuvieron dos de los mejores momentos de la noche: el combo “Trans-Europe Express”/ “Metal on Metal” (ambas de Trans-Europe Express, de 1977) con Kraftwerk viajando ahora en trenes a bordo de un paso de electrónica con ritmo mecánico, más esa frase de la letra que nombra a Bowie junto a Iggy o el por qué de la gran influencia de la banda alemana en discos como Station to Station (1976) Low (1977) o The Idiot (1977); y “The Robots” en versión en inglés y un pulso más acelerado al del disco. Sobre el final de los bises –“Techno Pop” de Electric Café (1986) y su título que no hace falta aclarar mucho más fue tal vez lo mejor de ese cierre- los músicos uno a uno fueron dejando sus lugares al frente de sus tableros sintéticos y se despidieron del público. El último fue, por supuesto, Ralf Hüttler: expresó su gusto por el tango, sonrió y abandonó el escenario con paso ordenado y lento, como tomándose demasiado en serio eso de “somos los robots”. Pero en su interior no hay circuitos eléctricos, hay órganos y tejidos, y la música de Kraftwerk es una certeza: está entre lo mejor que alguna vez hicieron los seres humanos en este mundo.//∆z

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Foto: Juan Borges