Con la salida de su nuevo disco —en el que, fiel a su estilo, cruza varios géneros— surge la pregunta por el momento artístico, personal y político en el que está inmerso uno de los artistas más destacados de la música contemporánea.
Por Rodrigo López
Quien dude de la legitimidad que ha obtenido Kanye Omari West como artista dentro de la industria musical contemporánea busca contradecir a la mismísima historia. Los hechos son irrefutables: dueño de un lugar inamovible en el olimpo de la cultura pop moderna, el cantante, productor y empresario nacido en Atlanta y criado en Chicago es una de las mentes más creativas, audaces, feroces e innovadoras de su era. Amado y odiado en partes iguales, Kanye ha conseguido diferenciarse de la gran mayoría de sus colegas al apoyarse en una rocosa columna vertebral compuesta por una inigualable capacidad para reinventarse sonora y estéticamente y por su revolucionaria visión a la hora de combinar géneros, sub-géneros y estilos musicales sin perder jamás la coherencia estructural que lo sostiene.
En su obra vertiginosa, que puede ser dividida en dos partes muy diferentes entre sí (pre y post 2016, con un tramo final bastante flojo en lo compositivo), dialogan con absoluta consistencia evolutiva –entre muchos otros– el rap, el hip hop, el soul, el funk, el jazz, el pop barroco, el pop clásico, el electro, el synth pop, el rock industrial, el trap, la electrónica clásica, el house, el punk/rock rap y el góspel. El resultado es una maquinaria conceptual ecléctica que siempre se encuentra en proceso de expansión y que, hasta la actualidad, no había tenido tapujos a la hora de denunciar en su lírica las duras vivencias y padecimientos cotidianos de la comunidad negra de los Estados Unidos.
Una maquinaria caracterizada por un profundo amor hacia el arte, por su facilidad para abrir líneas experimentales inesperadas y por el hecho de quebrar un sinfín de barreras raciales y culturales, que le permitió a su creador acceder a lugares a los que los negros jamás habían llegado. Por ejemplo, a las altas esferas de la moda y las rondas empresariales.
¿Por qué realizar esta aclaración extensa? Porque el problema en el que está metido Kanye West lejos está de ser uno plenamente artístico. La famosa hospitalización en 2016, después de su peculiar meltdown en Sacramento y previo a cancelar unilateralmente el “Saint Pablo Tour”, es el punto de partida para analizar una transformación tan radical como inentendible. Las críticas por los ataques de pésimo gusto hacia Taylor Swift, la nula difusión radial de The Life Of Pablo (2016), el fracaso de su nueva colección de ropa y el robo a punta de pistola sufrido por su esposa (Kim Kardashian) en su departamento de París le provocaron al norteamericano un nivel de angustia que pocas veces había experimentado en su vida. Un momento doloroso y revelador que lo demolió física y psicológicamente y que, según sus palabras, lo obligó por primera vez a practicar la humildad y la empatía.
Hasta allí no se divisaba nada que se saliese del habitual proceso de caída en desgracia y posterior resurrección de un ídolo popular. Un desliz sobre las tablas lo puede tener cualquiera, y mucho más si se encuentra en una situación límite, como fue el caso de Kanye West. Pero lo que siguió sorprendió a todos: “Cuando escuchás que nos dicen que la esclavitud duró cuatrocientos años… ¿Duró realmente cuatrocientos años? Entonces eso suena como una elección. ¿Estuviste ahí por tantos años y eso es todo lo que hiciste? Estamos encarcelados mentalmente”, dijo en la famosa entrevista que le dio en exclusiva al presentador de radio Charlamagne el año pasado.
Palabras pobres, históricamente erradas e indignas para alguien que hasta ese momento era un emblema de su comunidad y que además es hijo de Ray West (ex miembro de las Panteras Negras y uno de los primeros fotoperiodistas negros del país) y de Donda C. Williams, profesora de inglés en la Clark Atlanta University y Jefa del Departamento de Inglés en la Universidad Estatal de Chicago.
Para entender este brusco cambio de escenario hay que recapitular: sus reuniones ofensivas y bizarras con Donald Trump en la Trump Tower y en la Casa Blanca habían abierto una herida dentro de la comunidad afroamericana. Ese abrazo con uno de los mandatarios más racistas y misóginos de la historia estadounidense lo puso frente a una imagen de sí mismo que muy pocos siquiera imaginaban. Aunque siempre hubo que tener en claro que su mayor combustible fue el ego, y que políticamente nunca había sido tan efusivo como en estos años post-pelea con Barack Obama: la infame entrevista con Charlamagne contiene también algunos golpes bajos, llenos de rencor, dedicados al primer presidente negro de su país, y una dudosa explicación de su apoyo hacia Trump. Lo que le llamó la atención, dijo de Donald, fue el hecho de que un “outsider como yo” pudiese ganar las elecciones, así como también le sorprendió la “moderna” estrategia comunicacional utilizada durante la campaña presidencial.
Algunas aclaraciones forzadas no alcanzaron para despejar los reproches de su comunidad: la temperatura subió cuando al poco tiempo elogió públicamente a Candance Owens (vocero afroamericano ultra-conservador y anti-derechos del Partido Republicano, un férreo opositor al movimiento Black Lives Matter) y cuando publicó en sus redes sociales una imagen de la gorra roja con el eslogan “Make America Great Again” autografiada por su nuevo mejor amigo. Demás está decir que tampoco ayudaron sus declaraciones vía Twitter, explicando que “la turba enojada” no iba a hacerlo cambiar de opinión y que, con el empresario y ex conductor de “The Apprentice” devenido en la persona más poderosa del mundo, eran pura “energía de dragón”.
Regresando a lo musical, hay que decir que la única verdad es la realidad: Jesus Is King ha sido alabado por Donald Trump Jr. –quien lo considera un hito rupturista dentro de la cultura americana y un bastión de resistencia moral y religiosa– y, al mismo tiempo, ha alcanzado el número uno en todos los rankings globales. Lo que desde acá podemos decir es que es un registro apenas sólido y muy intenso que gira alrededor de mucho más que una “polémica” transformación personal, religiosa y política. El puntapié lo da junto a su Sunday Service Choir a puro góspel (“Every Hour”) y consigue asentar un clima bien crudo y alegre que logra transmitir por completo los conceptos de liberación y renacimiento que forman parte del disco. La bajada en tono gótico es automática (“Selah”) y encuentra al protagonista rapeando con dureza y convicción sobre un tenebroso órgano. Instala, así, amplificado por la potencia coral, un clima bélico y opresivo que contrasta por completo con la imagen descripta inicialmente.
Mientras “Ye” le grita al mundo que la única verdad es la suya, aprovecha para merodear alrededor de un sinfín de lugares comunes tanto políticos como sociales y para plantar una bandera cuyos colores e intenciones pueden distinguirse a leguas de distancia. El regreso a las bases souleras más estilizadas y al hip hop clásico (“Follow God”) es una gran noticia, tal vez de las mejores en este último tramo de su carrera, y resalta el vértigo de una prédica que establece el contrapunto rítmico con el beat principal. Los toques de Vangelis son la sazón ideal para el ascenso de una oscuridad hipnótica (“Closed On Sunday”) en la que un Kanye West renacido canta sobre las épocas en las que el diablo capturaba su alma, pero sin dar demasiadas explicaciones sobre quién (o qué) la posee actualmente.
El giro experimental es breve y conciso, alternando el beat con programaciones retro y creando una atmósfera celestial 3.0 (“On God”), algo que deja en claro que su gran aporte –para nada despreciable– es haberle enseñado al resto de sus colegas una nueva forma de encarar el góspel. Junto a Ty Dolla $ign y Ant Clemons, West mantiene el buen rumbo con una fábula coral a capella repleta de funk (“Everything We Need”), realizando una previsible oda hacia la pureza que trae el bautismo y, una vez más, marcando una tajante diferencia con quienes no creen en su verdad.
Tiene absoluta lógica que luego de fotografiar con mucha precisión a lo peor de la Norteamérica de los años ’50, el rescate emotivo y lleno de culpa hacia la Black Music originaria sea inmediato (“Water” y “God Is”). Una doble jugada muy inteligente, disparada desde la voz femenina clásica del soul y que finaliza en un nuevo sermón. Claro que la plegaria y el agradecimiento a Dios no alcanzan para encubrir un acto de egocentrismo en el que Kanye West –siguiendo la línea poco sutil abierta en Yeezus años atras– se proclama como el nuevo Dios.
Un nuevo descenso pedante y agotador hacia lo más profundo de su persona (“Hands On”, junto a Fred Hammond) deriva en un repulsivo discurso aleccionador dominado por el prejuicio y el racismo, porque nadie –y esto él debería saberlo como ninguno– debe limitar su accionar ni su pensamiento a su color de piel. Los trazos finales llegan con una exposición muy calibrada de jazz y funk (“Use This Gospel”, con los inmejorables aportes de Clipse y Kenny G) que sirve para enfocar la imagen definitiva de una amplia pradera soleada (“Jesus Is Lord”) dominada por un juego de vientos en el que solamente falta Julie Andrews cantando a viva voz.
Sin ninguna intención de retractarse, confirmando que nada es casual, nuestro protagonista se sentó a hablar con Big Boy y volvió a dejar tras de sí un tendal de polémicas. Después de afirmar que Jesús lo liberó de las “cadenas del Partido Demócrata”, acusó al liberalismo norteamericano de lavarle la cabeza a la comunidad negra para forzar a las mujeres a abortar. Y, para coronar otra conversación que, poco a poco, lo acerca al extremismo blanco, agregó que los afroamericanos no tienen su propia cultura, que viven en una ilusión consumista creada por los demócratas y que esto es lo que les impide constituirse como self-made man exitosos. Una figura simbólica clave del conservadurismo traída a la mesa para reforzar la alianza con el sistema añejo y cruel creado para generar el mayor daño posible a la comunidad afroamericana.
Hay algo que debe quedar en claro: la única víctima y cómplice a la vez del “lavado de cerebro”, es decir, del nefasto “racismo internalizado” es Kanye West. Esta vez no habrá cuestión artística que lo salve: será él mismo el que deba encontrar la manera de escapar de este laberinto oscuro si es que no quiere terminar su carrera asociado a la siempre recurrente (y distorsionada, vale aclararlo) figura del “Uncle Tom”. //∆z