Lejos de avanzar de forma coherente, la justicia y los distintos gobiernos a través de la historia reciente se han lanzado en una cruzada que atrasa varias décadas: perseguir las fiestas y torturar a los pequeños espacios donde se desarrollan fiestas que nada tienen que ver con los movimientos empresariales que hoy en día están en cuestión.

Por Alan Ojeda

Cuando las fiestas fueron perseguidas durante el gobierno de Margaret Thatcher, la inteligencia raver no tardó ni un segundo en crear su propia red: llamadas a números anónimos para conseguir direcciones, camiones con sistema de sonido integrado y eventos itinerantes. La policía inglesa, con toda su fuerza y destreza mental, no logró mucho más que detener a algunos participantes y secuestrar equipos de sonido, sin alcanzar nunca la meta de evitar que estas “zonas temporalmente autónomas” se multiplicaran. Como en el caso de las drogas, el Estado es el principal generador de la clandestinidad. Regulan de forma totalmente injusta y los perseguidos son siempre jóvenes emprendedores de pequeñas fiestas pero nunca los empresarios que manejan la noche a su antojo y son dueños hasta del agua. Esto impulsa a la juventud y los organizadores de las fiestas a superar en ingenio al poder de turno que, como sabemos, nunca posee muchas luces. Capital Federal y Gran Buenos Aires son un mapa infinito. Como señala Hakim Bey en su libro TAZ, es imposible que el ojo vigía conozca toda la topografía subterránea punto por punto. Siempre habrá un resquicio, siempre habrá un nuevo lugar para el nómada. Si hay algo claro es que, pese a todo, nadie piensa dejar de bailar.

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El impulso de prohibir “toda actividad bailable” demuestra, una vez más, la incapacidad de comprender la situación y a su vez una mentalidad por demás rústica, paleolítica. ¿Qué sentido tiene encorsetar la experiencia del cuerpo? ¿Por qué esa necesidad de hacer hincapié en un género? ¿Si muriera gente drogada en el Colón, prohibiríamos la música clásica? El problema es otro. La sociedad hace décadas está sometida a una serie de cambios que, de no comprenderse, pueden generar más problemas de los que hoy tenemos. Refuerzo la pregunta que ya he hecho en textos anteriores: ¿Por qué es el éxtasis y no la cocaína la droga de moda? ¿Por qué los jóvenes deciden ir a bailar y perderse de su yo por un par de horas los fines de semana? ¿Por qué hay una pulsión autodestructiva tan grande? El baile y la música forman parte de los rituales más antiguos que ha experimentado la humanidad. Aún hoy en día hay culturas que se relacionan de forma viva con esas costumbres, con esos ritos, sin embargo el sistema de pensamiento occidental no ha dejado de menospreciar el cuerpo como forma de conocimiento, de ser-en-el-mundo. Vencer esa resistencia implicará reencontrar esas dos partes que se han concebido separadas por mucho tiempo: mente y cuerpo. Una vez dilucidado ese problema, la relación con el consumo de drogas será, posiblemente, una cuestión mucho más fácil de abordar.

Nuevos intoxicados en la fecha de Solomun en Rosario. ¿Es un fenómeno contagioso? ¿Están tomando todos alguna droga mala? Respondo con otras preguntas: ¿Hay más femicidios ahora que hace cinco años? No hay que dejar de pensar en la capacidad de los medios para moldear la sensibilidad de los oyentes, para agarrar a vuelo de pájaro el tema que será furor y permitirá generar contenido infinito para invitar a una cantidad enorme de panelistas y opinadores profesionales, que tendrán como fin último reforzar el “sentido común” tan doñaroseano del público espectador. De hecho, cualquier asistente de las fiestas electrónicas masivas podría afirmar que un par de muertos en cada evento masivo hay seguro. Posiblemente esos casos hayan sido invisibilizados como el de Lean Grittini, joven que murió en Big One, y cuya madre lucha aún hoy en día incansablemente por instalar la discusión en los medios, aunque sin éxito. Como ese caso hay varios más. Solo basta comenzar a preguntar para que las voces empiecen a murmurar tan alto como un grito.

Hay un problema principal dentro de la movida electrónica actual, y es la casi nula cultura nacional que se ha formado alrededor del género. Cuando hablo de “cultura nacional” no me refiero en términos nacionalistas sino puramente territoriales. Mientras en otros países la música electrónica es tema de debate, de teorización, de análisis, desde hace más de una década, Argentina se ha limitado a la producción de eventos y su consumo. Lejos quedó la utopía cyberpunk de Detroit y Underground Resistance: “Underground Resistance es un sello para un movimiento. Un movimiento que quiere el cambio a través de la revolución sónica. Urgimos a unirse a la resistencia y a ayudarnos a combatir la mediocre programación visual y sonora con la que se está alimentando a los habitantes de la Tierra, esta programación está estancando las mentes de la gente, construye un muro entre razas e impide la paz mundial. Es este muro el que queremos derribar. Mediante el uso de toda la energía aun por liberar del sonido vamos a destruir este muro igual que ciertas frecuencias pueden quebrar el cristal. Techno es una música basada en la experimentación; es la música para el futuro de la raza humana. Sin esta música no habrá paz, no habrá amor, no habrá visión. Mediante la simple comunicación a través del sonido, el techno ha unido a las gentes de diferentes nacionalidades bajo un mismo techo para disfrutar. ¿Es que no es obvio que la música y el baile son las claves del universo? ¡Los llamados animales primitivos y las tribus humanas conocen esto desde hace miles de años! Urgimos a todos los hermanos y hermanas del underground a crear y trasmitir los tonos y las frecuencias sin importar cuan primitivos son sus medios. ¡Transmite este sonido y causa estragos en los programadores! Larga vida al underground.

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El género ha sido vaciado en su potencialidad para motivar una organización social y una visión política, y gran parte de su público se ha vuelto reticente a dedicar tiempo para aprender tanto de la historia como de la producción de la música que disfrutan. Es quizá la tradición rockera del país la que ha inhibido un espacio de reflexión más importante al respecto. Acá en Argentina son escasos los medios de difusión serios y las producciones críticas, salvo honrosas excepciones. ¿No existirá, en la construcción de un nuevo discurso sobre la electrónica, más comprometido, mas ético, la posibilidad de gestar algo que trascienda al baile? ¿No es la electrónica un espacio donde conviven la lógica del cuerpo, la horizontalidad, el placer, las cuestiones sobre la propiedad intelectual, el uso de tecnología, el conocimiento sobre drogas, una cultura enciclopédica del sonido y un nuevo conocimiento experimental, el pos-humanismo, los ritos religiosos y nosotros mismos?

Una música, un género, funciona casi igual que los juegos del lenguaje wittgensteniano, organiza formas-de-vida, es decir determinadas potencias de existencia, de ser. En este caso la soonófera electrónica ha creado, desde sus comienzos, una utopía propia, acorde al tiempo en el que vivimos, a las demandas actuales de una humanidad en crisis. ¿Por qué no darle al cuerpo lo que es del cuerpo?//∆z