Por medio de una recopilación de ensayos un libro se propone acercar la cultura japonesa al mundo occidental a través de la reformulación y el cuestionamiento de ciertos mitos.

Por Gonzalo Gossweiler

Cuanto más se conoce Japón, más difícil se hace intentar definirlo o al menos delimitarlo en piezas claves que permitan aprehender lo esencial. Japón es un poco como esa adivinanza que dice “Si me nombrás, desaparezco”, y otro poco como el “Cuento de la buena pipa”; como el monstruo de IT, que toma la forma de los distintos miedos de los chicos del Club de los perdedores, o como el espejo de Hogwarts en el que Harry Potter y sus compañeros ven sus diversos anhelos (algunos de ellos, muertos).

Por eso cualquier afirmación categórica que quiera definir a los japoneses a partir de tal o cual aspecto tiende a naufragar como los barcos de Kublai Kan en el siglo XIII. El tifón milagroso que barrió a los mongoles y salvó al antiguo Japón fue considerado un kamikaze, literalmente “viento de dios”. En uno de los episodios más tristes de los nipones en la Segunda Guerra Mundial, también recibió ese nombre la unidad especial de aviadores que apenas empezaban a afeitarse el bigote, pero que ya se preparaban para una “honrosa muerte” al sacrificarse estrellando su aeronave contra objetivos militares solo para dilatar un poco el inevitable final. Ese significado de inmolación desquiciada es la que perdura en nuestro imaginario occidental. Ya, incluso desde el lenguaje, la comprensión es elusiva.

A través de diferentes temas y episodios de la historia, pero con especial énfasis en la literatura, el libro El archipiélago – Ensayos para una historia cultural de Japón (Editorial Lomo, 2018) construye fragmentos de significado con los que el lector puede armarse una definición personal sobre qué es Japón, qué es ser japonés. Los editores, Paula Hoyos Hattori y Ariel Stilerman, advierten en la presentación: “Este libro busca criticar esa idea de la cultura japonesa como bloque monolítico, y reivindicar su condición de construcción histórica, en permanente movimiento”. El volumen surge como respuesta al Coloquio Japón Interculturas que tuvo lugar en la Universidad de La Plata en 2014. Las ponencias de los especialistas, en vez de ser transcriptas, fueron trabajadas y convertidas en los ensayos que le llegan al lector.

Haruo Shirane, prestigioso profesor de la Universidad de Columbia, abre con un análisis a propósito de la “ubicuidad de la naturaleza y de las cuatro estaciones” en la cultura japonesa. Shirane esgrime que ese rasgo casi universalmente conocido e identitario es una reconstrucción, un recorte, una artificialidad perpetuada a través del sesgo de la literatura. Habla de una “naturaleza secundaria” descripta en “La historia de Genji”, la poesía tradicional waka y otras obras de la refinadísima aristocracia que casi nunca salía de sus palacios y, por ende, vivía rodeada de una visión de la fauna y la flora circunscripta a sus jardines. Es una imagen que se podría representar con el protagonista de The Truman Show, escribiendo un poema sobre ese mar insondable que al final era solo una pileta enorme. Truman luego va y transmite esa idea a cientos de generaciones posteriores. Así, los antiguos vieron a la naturaleza armoniosa, benévola y templada (Kyoto, hogar durante siglos del emperador y la élite, estaba bien refugiada del clima extremo). O sea, la naturaleza como una representación “estetizada e ideológica”, la pintura de un escenario teatral. Esa percepción fue plasmada en obras que influyeron “sobre todas las otras creaciones culturales del período premoderno”. Las cuatro estaciones bien marcadas son también un invento: la primavera y el otoño siempre fueron breves, y su fama se debe al arte (del engaño). Luego hubo un cambio que extendió los límites de los jardines hasta los dominios inmediatos de las aldeas, el denominado “sistema satoyama”. Allí se describen con tinta los arrozales rodeados de colinas y el culto a los dioses de la naturaleza.Hay más ensayos. Tae Hirano explica la tradición de los “omikuji”, tiras de papel que auguran la fortuna de quien los compre en santuarios sintoístas y templos budistas, y que sirven como vehículo elocuente de la transformación de la cultura japonesa. Tomomi Yoshino analiza la colección de poemas clásicos “Hyakunin isshu” —la califica como “la más alta cúspide de la cultura aristocrática”— y su vigencia y popularidad ocho siglos después a través, entre otras cosas, de un juego de cartas que utiliza sus poesías waka de cinco versos. Una de sus premisas es que cuando ese bello Japón de los poemas hubo desaparecido, siguió vigente en el imaginario nacional.

Tomi Suzuki aborda cómo la entrada al mundo de Japón a partir de la Restauración Meiji y la importación masiva e hipodérmica de la mentalidad Occidental, redefinieron con sus disciplinas la cultura nipona, literatura incluida. En especial, Suzuki ataca en detalle el quiebre que representa la novela moderna encarada en gran parte por escritores varones frente a la tradición clásica dominada por mujeres de tan excelsas letras como Murasaki Shikibu y Sei Shonagon. Jun’ichirō Tanizaki y Yukio Mishima participan con sus palabras de la polémica. En medio de esa división de género y perspectivas se cuela el avance mecanicista de un imperio que busca estandarizar el lenguaje para convertirlo en herramienta y, luego en arma en sus colonias. Acerca de la transición literaria a finales del siglo XIX y el género “shaseibun”, entre la novela y la poesía tradicional, opina Daniel Poch. Sobre literatura japonesa en las colonias hace un gran aporte Christina Yi, además de dar un excelente marco histórico del expansionismo y dominación sobre Corea y Taiwán.En un plano local, Cecilia Onaha desarrolla el tema de los expatriados de Japón y los “nikkei” (descendientes de japoneses que nacieron en otros países). Habla de la condición mayoritariamente urbana de la inmigración japonesa en Argentina y de la significativa proporción de okinawenses y sus características distintivas, ya que Okinawa fue hasta 1879 un reino independiente, y tiene una cultura propia muy distinta a las de las cuatro islas principales del País del Sol Naciente. Onaha también relata la creación del Jardín Japonés del parque Tres de Febrero, y escribe sobre los límites de la identidad de la comunidad nikkei local. ¿Qué mayor ejemplo de sincretismo que un torii (arco tradicional sintoísta), cubierto de tejas coloniales a metros de la avenida Figueroa Alcorta?

Cada ensayo de El archipiélago aporta una gota de entendimiento en el océano que separa a Occidente de la posibilidad de comprender a Japón, principalmente desde la formalidad literaria. Hay campos que quedan afuera, en especial la actualidad, en donde varias generaciones —pero en especial los millennials— se educaron con animé, manga, videojuegos, jpop, series, películas y demás consumos culturales producidos en Japón, lo que condiciona la imagen que se tiene de este país en todo el mundo. Muchos más libros deberán escribirse. //∆z

El archipiélago – Ensayos para una historia cultural de Japón

Editores: Paula Hoyos Hattori y Ariel Stilerman

Editorial Lomo

2018

148 páginas