La interlengua: entre amores e idiomas
Por Rosario Isasi

Una lectura de la segunda novela de Mónica Zwaig editada por Blatt & Ríos que expone, por medio del amor y el lenguaje, una invitación a replantear y –por qué no aceptar– las propias indeterminaciones.


Hija de argentinos exiliados, nacida en Francia, instalada hace diez años en Buenos Aires, saliendo hace un tiempo con el castellano y arrancando una relación con el italiano. Esta enumeración describe a Amanda, la protagonista de La interlengua, segunda novela de Mónica Zwaig, de quien también puede decirse que es hija de exiliados argentinos de la última dictadura militar, vive hace más de diez años en Argentina y aprendió el castellano en su adultez. La obra presenta en primera persona las vivencias de Amanda al embarcarse en el aprendizaje de su tercer idioma, el italiano, desde su segunda lengua: el castellano. 

Publicada en 2023 y editada por Blatt & Ríos, La interlengua explora varias de las relaciones que Amanda sostiene, por ejemplo, con Mario, su novio, quien “ama primero a su hijo, después a las tres Santas Ritas que tiene en el balcón y por último a mí”. Otros dos hombres importantes para Amanda son sus dos profesores de italiano del CUI, Federico (binacional) y Vittorio (italiano nativo), quienes se ven enredados en una relación no del todo sana entre ellos.

Los compañeros del curso, con sus motivaciones particulares para aprender el idioma, tienen una presencia secundaria en la vida de Amanda, quien aprendió a quedarse callada en grupo, explicar que es extranjera y pedir perdón por todo como estrategias de supervivencia de inmigrante. Su familia está lejos, en Francia, y quizás la distancia agudiza los recuerdos de su infancia, sobre todo el de su madre, a quien cuestiona y analiza. Más allá de las personas, Amanda se involucra a fondo con cada idioma que tiene un papel importante en su vida y los vive con el goce y el dolor que hacerlo implica.  

“Pero enamorarse de otro idioma es desde el inicio una relación tóxica”, concluye Amanda. El francés, el castellano y ahora el italiano son sus “relaciones” más conflictivas pero, a su vez, de quienes más aprende, porque atraviesan su identidad. El aprendizaje de una lengua se refleja en la obra como un proceso que involucra y pide de alguien mucho más que sentarse con un libro y un anotador tres horas a la semana. En la novela se encuentran varias comparaciones y definiciones de lo que es estudiar un habla nueva que se pueden aplicar también al amor romántico.

Aprender un idioma es inevitablemente errar, como les advierte Federico en la primera clase al insistir en que se van a equivocar mucho. De Amanda conocemos algunas relaciones fallidas; ya erró algunas veces. Tuvo un ex italiano con el que cortó porque se volvió a su país. Antes de Mario, tuvo un novio cuyo apellido empezaba con “a” y quien la dejó con la frase “hablás mal”. Su relación actual es con Mario, con quien comparte la experiencia de tener un apellido que empieza con “z”. Amanda no concibe vivir en Argentina sin él pero no soporta su calma, paciencia y lentitud. 

Otro punto que tienen en común embarcarse en la búsqueda del amor y en el aprendizaje de una lengua es que “cuando uno aprende un idioma nuevo es un idiota sin defensa por mucho tiempo”. Esto sucede también cuando una persona empieza a salir con alguien. Estudiar un idioma y conocer a una persona tratan sobre aprender sus historias, sus raíces, sus costumbres, sus chistes, sus heridas y todos los elementos que los hicieron lo que son hoy. Y estos procesos no tienen ni una receta ni una culminación, aunque profesores y películas insinúen lo contrario. Suele haber un tiempo indeterminado de no entender. Amanda descubre en la primera clase de italiano que ese periodo de no entender, de no tener las palabras para nombrar los sentimientos y las cosas es la interlengua. “No se asusten, bánquensela”, les dice Federico a sus alumnos. No asustarse y darse cuenta de que hay cosas que no se van a comprender son consejos que sirven no solo para aprender italiano sino también para aprender a relacionarse. Y también como en el amor, “para aprender un idioma…hay que dejar la susceptibilidad atrás” , piensa Amanda. 

Se suele decir que en el amor y en la guerra todo vale. El día del examen final Amanda se encuentra con los desertores. “Aprender un idioma es una guerra, hay heridos, hay muertos y hay prisioneros”: cuando las cosas se ponen difíciles, cuando hay que demostrar el nivel de compromiso, cuando hay que dar la cara se ve realmente quiénes se tomaron el asunto seriamente y quiénes no. En La interlengua, la protagonista está comprometida con no dejar nunca de analizar y preguntarse por (cada aspecto de) los elementos que conforman su vida y su identidad.

En los doce capítulos de la novela, se puede ver cómo Amanda explora estar entre dos ahora tres lenguas, entre París y Buenos Aires, entre Mario y sus fantasías personales, entre Federico y Vittorio y entre echar raíces o hacer borrón cuenta nueva. Y esta indefinición, que a veces parece quedarle cómoda a la protagonista, hace de la obra una invitación a replantear y por qué no aceptar las propias indeterminaciones. //∆z