A mediados de año la editorial independiente Hotel de las Ideas lanzó Beatnik Buenos Aires, un comic que documenta las vanguardias artísticas, culturales y —por qué no— existenciales de la Argentina de los ‘60. Nos adentramos en las condiciones de posibilidad del movimiento y sus figuras más carismáticas.
Por Gabriel Reymann
Época pródiga el siglo XX en la producción de discursos generacionales por parte de la juventud: léase cambio de paradigmas (los jóvenes pasan a dictar los modelos de vida a seguir y la inexperiencia pasa a connotar valor positivo en lugar de valor negativo), avidez de novedades (gracias, señor Heidegger) o la mera suelta de cadenas por parte de los estamentos de la sociedad que detentan el poder (paneleemos una vez más: del estado de bienestar a la reducción de ojos avizores sobre las elecciones sexuales), toda esa confluencia permitió que prácticamente cada generación pueda hacer su statement y elegir —una vez más, dentro de su libertad situada, ahora gracias al señor Sartre— cómo llevar su vida.
Pero no confundamos problemática de clase media con problemática de clase baja, o etnocentrismo, trasladado a las realidades socioeconómicas de cada país. Todas las expresiones de rebelión en cultura joven surgieron en los países centrales, aquellos que no solo garantizan su propia soberanía económica y política sino que la reafirman sojuzgando las soberanías económicas y políticas de los países periféricos (“colonias” suena más lindo, la verdad) por medio de la superimposición —exportación— de su cultura.
Corresponde no subestimar ni banalizar con chauvinismos, y otorgar que más allá de las filiales culturales, hay problemáticas que poseen base similar en países sometidos y sometedores. Y la crítica a la cultura del consumo como forma de vida, la experimentación con drogas y la pasión por el jazz que tanto ponderó la generación beatnik en los Estados Unidos de los ’50 encontrará su correlato en la Argentina de los ’60.
Diego Arandojo es poseedor de un curriculum amplio y variopinto: guionista de comics, varias obras de teatro junto al Chino Volpato (sí, ese Chino Volpato) y documentales varios. Uno de ellos fue Opium, la Argentina beatnik; el propio Arandojo aclara en el libro que la abundancia de material del documental es la condición propiciatoria para la aparición de Beatnik Buenos Aires (2018) (hay disponible también un libro editado por Caja Negra llamado Argentina Beat). El grupo que da nombre al documental (integrado por Reynaldo Mariani, Sergio Mulet, Isidoro Laufer y Ruy Rodríguez) también daba nombre a una revista literaria donde estos poetas (“escritores que no escriben”, autodefinición estética y programática) se publicaban a sí mismos y a otros autores.
El libro consta de trece capítulos de historias cortas, de rigurosas seis páginas cada una. Quien busque encontrar en Beatnik Buenos Aires un relato estructurado cronológicamente, va mal encaminado, y la prerrogativa argumental de Arandojo se ve muy atinada. Cada episodio está dedicado a una figura distinta del ambiente de aquella época (excede a la constituciones de los grupos Opium y Sunda, también en actividad en esos años) y lo único parecido a un hilo conductor es la presencia en (algunos de) los relatos de Isidoro Laufer, quien no aparece nunca llamado por su nombre pero es identificable por sus rasgos.
La decisión de presentar un mosaico de personajes en vez de un relato de armazón clásico se entiende desde la primera historia, que introduce a Ithacar Jalí, pintor y bombero voluntario, ataviado como corresponde a esa última profesión dentro del Bar Moderno, uno de los epicentros de la movida junto al Café La Paz. Uno de los mayores éxitos del guionista es ser consciente de la materia prima de la que dispone, y situar esa excentricidad (verídica, lo que se cuenta pasó efectivamente, tanto hechos como señas particulares) como trofeo: un pase de posta para que el lector le dé su mano a ese anzuelo y se tome el mínimo trabajo de entrar en un buscador de internet para saber más de la vida de estos desesperados (el libro cuenta con un anexo que expande detalles biográficos, pero solo como mínimo anclaje).
De todo ese grupo de personajes dignos de la imaginación más febril de Roberto Arlt, dos merecen mención especial: Marcelo Fox y Sergio Mulet. Fox, aparte de aportar poemas a Opium y Eco Contemporáneo (la otra revista de la movida), escribió dos libros: Invitación a la Masacre (1965, relatos) y Señal de Fuego (1968, aforismos). Como si esos títulos no denotasen lo suficiente, en la edición original de Señal de fuego se veían esvásticas, una imagen de Fox con una mano en el pecho y una cruz de hierro atrás, entre otros simpáticos detalles de color. Involucrado en cultos esotéricos junto a Jali y un tal Alberto Laiseca (uno de los escritores posteriores junto a Fogwill que reconoció influencias de esta camada), ese aura de exterminio, aniquilación y nihilismo que rodeó a Fox tiene un cierre coherente con el violento fin de sus días, en las vías de un tren. Sergio Mulet hizo de su vida un culto a la violencia algo más sutil, o paradójicamente más presentable para los cánones de la sociedad: mezcla de macho alfa y dandy, es recordado por su propensión a resolver conflictos (con éxito) a golpes de puño, ser un triunfador con el sexo opuesto, llevar una vida de nomadismo por Bolivia, España y otros países oficiando de guardaespaldas, periodista de boxeo y terminar su vida asesinado por una amante en Rumania, entre otras cosas. Mulet tuvo la fortuna de ver llevada al cine (y protagonizar él mismo) la adaptación de su novela Tiro de Gracia (1969), film con cierta fama en el mundo del rock por haber llevado una banda sonora de Manal.
Ese cruce de contraculturas es emblema de la época: el Di Tella, la publicidad, el rock y la historieta misma (Gustavo Trigo, prócer poco reconocido, realizó una tapa para Opium) justifican la inclusión de un capítulo que tiene como protagonista a Federico Peralta Ramos, nieto del fundador de Mar del Plata que utilizó su dinero heredado para dedicarse al arte (sí, el huevo gigante cuya réplica se encuentra en Retiro) y comer tallarines en la televisión con Tato Bores: ambas puntas se unen por el hilo de hacer meramente lo que se le antojase —el marplatense decía de sí mismo “pinté sin saber pintar”; he ahí el cruce con el espíritu amateur de los beatniks—.
El capítulo tres, dedicado al fotógrafo ucraniano Iaroslav Kosak, atrapa en su puño la summa diletante y urgente del espíritu generacional: con su cámara siempre a cuestas, Kosak llegó a tomar más de ¡300.000! fotografías de esos encuentros nocturnos, pura documentación e imperativo vital, total impresión de la consciencia del sujeto en su contexto espacio temporal.
Otro de los capítulos más destacables es el dedicado al poeta Hugo Tabachnik. La historia elige centrarse en el momento en el cual Tabachnik conoce la poesía de Allen Ginsberg, gracias a la lectura que hace Leandro Katz de Aullido (1956) en el Bar Florida: ese recorte documenta a la perfección la cuestión iniciática y casi ritualística que atravesaba a casi todos los descubrimientos culturales pre-Internet —juntémonos a conocer y compartir esto nuevo que encontré (avidez de novedades otra vez, sí, pero esta vez en un sentido completamente afirmativo)— y cómo la mente registra a la perfección el recuerdo del momento en el que se dio con ese hallazgo.
El otro acierto creativo de Arandojo es el ensamble de citas de los libros de los autores (que, claro, sirven como perfecto teaser para el lector) junto con su prosa, que claramente busca homenajear el estilo y la sensación de los escritores, pero siempre con brillo propio.
El compañero de Arandojo en el apartado gráfico es Facundo Percio, también poseedor de un curriculum interesante, con muchos trabajos realizados para el comic estadounidense, poseedores de una estética realista. Aquí Percio opta por trabajar con un registro entre icónico y pictórico (carbonilla parece ser el instrumental), sin pegarse en exceso a una referencia fotográfica pese a lo tentador que resultaría tratándose de un comic cuyos protagonistas fueron y son personajes existentes. Tampoco busca poner el acento en la ambientación de época (locaciones, vestimenta), pese a que todo eso se halla perfectamente retratado; lo que se busca generar es más un mood o clima, sin ponerse por encima de la historia. La narrativa (pese a estar el relato visualmente representado en tonalidad de blanco, negro, y sobre todo gris) nunca se vuelve confusa, como así tampoco las figuras y sus fondos; he ahí otro crédito para el dibujante nacido en Trelew.
Beatnik Buenos Aires resulta exitosa como objeto (historieta) y función (invitación a descubrir una subcultura perdida); es recomendable su lectura, para luego ahondar en el documental Opium y ahí sí, seguir ahondando en ese manantial inagotable (bueno, casi) llamado Google. //∆z