Un dato: dos muertos durante el show y personas perdidas. Una enseñanza: quizás haya llegado el momento de repensar prácticas de la denominada “misa ricotera”. Una obligación: ser responsables con la información.

Por Pablo Díaz Marenghi

Las esquirlas de los últimos acordes de “Mi perro dinamita” aún zumbaban en el aire cuando todos los presentes el sábado 11 de marzo en el predio La Colmena sentíamos que algo no había salido bien. Nos quedamos con un sabor agridulce. Los incidentes en el comienzo, apenas después de “Ropa sucia”, los parates, las interrupciones, las advertencias desesperadas del Indio a los “borrachines”que estaban haciendo desmanes. El show tuvo puntos altos (con canciones emblemáticas como “Todo preso es político”, “Nuestro amo juega al esclavo”, “Etiqueta Negra”) pero los baches entre tema y tema tornaron el espectáculo en algo incómodo, con un ritmo atípico al de los recitales que el ex líder de los Redonditos suele dar. A él también se lo notó incómodo, algo frío e irritado por lo sucedido. Después, lo que todos saben: de a poco nos enteramos de las noticias trágicas, los muertos, los heridos; pibes y pibas que no aparecían -ni aparecen todavía- por ningún lado. La salida había sido un caos, el show irregular y los incidentes terminaron siendo más graves de lo que creíamos cuando finalizó el show a eso de las 0:40. El tsunami, esta vez, no sería sólo de gente sino también de elucubraciones, teorías conspirativas, estigmatizaciones y barrabasadas mediáticas.

El infierno esta encantador esta noche

La llamada “misa ricotera” consiste en esa peregrinación federal que comenzó durante los años de los Redonditos de Ricota pero que se coronó durante la etapa solista de Solari, inaugurada en su primer show en el Estadio Único de La Plata el 12 de noviembre de 2005. “Vamos copando los pueblos de Argentina” canta la prole fiel de Solari, que lo siguió a Salta, Mendoza, Gualeguaychú y ahora copaba Olavarría, después de aquel frustrado show en 1997 que terminó en la única conferencia de prensa de los Redondos a raíz de una prohibición para tocar en aquella ciudad. La mayoría tardamos casi once horas en atravesar la ruta 3 en la franja de mayor tráfico (entre la noche del viernes y la tarde del sábado). Algunos ya estaban hacía días, acampando, comiendo, bebiendo y celebrando a su dios pagano de ricota. En las inmediaciones del predio, los puestos de choripán y patys se amontonaban uno al lado del otro e incrementaban de manera astronómica la microeconomía del lugar. La gente repetía sus prácticas, que ya son marca registrada, de identidad. Algo similar al ritual que se vivió en el último show, el 11 de marzo en Tandil. Antes de empezar, todo era fiesta y mitología redonda. Se repetía la costumbre, aberrante para muchos ajenos al ritual, del ingreso a las corridas con botellas, bebidas alcohólicas, sin entrada en mano y con nulos cacheos. Hasta el momento, aquella postal parecía algo habitual para los conciertos del Indio. Quedará para un análisis futuro pensar si esto fue uno de los causantes de lo que pasaría después o si, por el contrario, se trataba de una costumbre consensuada hace años por los organizadores para evitar desbandes mucho peores. Como dice Pablo Alabarces en su texto para Revista Anfibia: “No se cacheaba porque hay un pacto implícito en el público ricotero: que el recital será una zona liberada de la norma –esa que invoca Macri– y que a la vez el descontrol no puede dirigirse contra el otro, que está en la misma y que participa de la misma fiesta”.

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El perfume de la tempestad

Había mucha gente. Muchísima. Luego nos enteraríamos que fuimos 200 mil personas, aunque algunos cálculos arrojan 400 mil. A eso de las 22 el show comenzó con “Barbazul versus el amor letal”, emblema de la primera época de los Redondos. La oscuridad del saxo de Sergio Colombo, junto a las guitarras de Baltasar Comotto y Gaspar Benegas le daban forma a un clásico, mientras en el medio intentábamos acomodarnos al frenesí de la marea de gente. Luego seguirían “Porco Rex” y “Arca Monster”, de su obra solista, para volver al pasado con otro himno: “Ropa sucia”. El final de esa canción, que sonó como debía ser y con toda la marea coreando a los gritos el mantra “vivir solo cuesta vida”, marcó un antes y un después en aquella noche. Las advertencias desesperadas del Indio nos dieron la pauta de que algo andaba mal. Un tipo con tantos pogos grabados en las retinas por algo paró el show y llamó a gritos a Defensa Civil. Ahí entendimos que el Indio se había dado cuenta de que podía pasar algo grave. El show siguió con “Héroe del whisky”, pero ya nada fue lo mismo. Una nueva pausa para atender a personas caídas, desmayadas, aplastadas por el “pogo más grande del mundo”. Luego vendría “Etiqueta negra”, con esa intro de guitarra que Skay Beilinson supo eternizar. El sonido era irregular. Dependiendo de donde uno se ubicara, se escuchaba más o menos nítido. Los que estábamos en el medio, teníamos una posición óptima, aunque notábamos que el Indio después de aquel primer parate ya no era el mismo. No estaba como siempre bailando y alentando a su público. Se lo veía más distante, quieto, limitándose a cantar. Luego sonaron temas de Pajaritos Bravos Muchachitos (2013) como “Chau Mohicano” –con esa intro de vientos bien arriba y la voz oscura de Solari, casi como un crooner suburbano–  “Babas del diablo” , “A los pájaros que cantan sobre las selvas de Internet” –que aquietó un poco las aguas del pogo y el agite–  y “Había una vez”, que marcó un punto alto en el show. Esta canción emociona ya que es casi un manifiesto del cantante, de esas letras que su público celebra desde los tiempos de Redondos: “sigo siendo el mismo de siempre y te aburre mi voz” canta Solari y el público parece refutar esta afirmación: lo ovaciona a los gritos, mientras flamean las banderas de todos los colores. Banderas en tu corazón.

Después, Solari siguió con los temas de su último disco. Suena “A la luz de la luna”, donde se lució el trabajo de guitarras del tandem Comotto/Benegas, y el pogo rabioso regresó con “Pedía siempre temas en la radio”, con ese riff que suena a Audioslave que ya se convirtió en uno de los himnos de sus fieles. Sin embargo, el show seguía siendo irregular. Las interrupciones molestaron y preocuparon. No entendíamos qué había pasado, si iba a seguir el show o no. Entre tema y tema los músicos se iban por varios minutos, que se hacían eternos, y luego regresaban. Uno imagina, con el diario del lunes, que quizás se habrían enterado en pleno show de las trágicas noticias. Luego sonaron más temas del repertorio ricotero, como “Las increíbles andanzas del Capitán Buscapina en Cibersiberia”, “Todo preso es político” o “Esa estrella era mi lujo” que le dio voz a otro grafitti eterno: “mi único héroe en este lío”, enunciado, tácitamente, a Solari. Cerca del final, sonaron otros temas del Indio solista que calaron hondo en el público, como “Flight 956” y “To beef or not to beef”. En el medio, el Indio se pronunció en contra de la baja a la edad de imputabilidad penal y pidió a viva voz que los jóvenes nacidos durante los 70 con dudas sobre su identidad se acerquen a las Abuelas de Plaza de Mayo, celebrando su obra. El Indio, a pesar del evidente fastidio, agradeció al público: “Gracias por la compañía y el apoyo de siempre. Sé lo que representa guardarse una platita y dejar de comprar algo o dejar de viajar a algún lugar para venir a verme. Lo valoro, muchas gracias”.

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El final fue sin fisuras: “Ji ji ji”, como de costumbre, dándole mecha al pogo más grande de la historia y luego, de manera inesperada, “Mi perro dinamita” como bonus track, lo que provocó que varios nos pusiéramos a bailar rock and roll casi al borde del ridículo. Al terminar, eramos varios los  que teníamos un sabor agridulce. Como si el Indio nos hubiera servido el mejor plato sobre la mesa y nos lo quitara una y otra vez mientras intentábamos devorar. Hasta ese momento, creíamos que los incidentes adelante de todo no habían pasado a mayores. Todos teníamos varios recitales encima y sabíamos lo que era un pogo y lo que podía ocasionar, a diferencia de varios opinólogos de cuello y corbata que aparecerían en los medios horas después. A continuación, vivimos el verdadero caos: la salida. Eramos 300 mil personas, quizás más, intentando salir por diminutas salidas mal señalizadas. Era obvio que no iba a ser tarea sencilla. La crew de la organización, con pecheras verdes, brillaban por su ausencia. En un momento, encontramos a tres de ellos y les preguntamos por dónde podíamos salir (ya que la salida principal, la misma por donde habíamos ingresado, en el extremo opuesto al escenario, estaba hipercolapsada y desistimos de salir por allí) y nos respondieron: “Pasa que la gente no se organiza y quiere salir toda junta”. La leyenda “ORGANIZACIÓN”, que decoraba su pechera verdolaga, parecía reírse por dentro.

Terminamos casi escapando del predio como pudimos. Varios muchachos arrancaron una de las paredes de durlock que formaban un cerco alrededor de todo el predio (lo que podría haberse convertido en una trampa mortal) y pudimos salir por un costado, inventando una salida. Mientras avanzábamos, sin saber donde estábamos y a dónde debíamos regresar a buscar a nuestros micros o autos que nos llevaran a destino, ibamos avanzando por zonas que era puro pasto y tierra. Subíamos y bajábamos pequeños desniveles y al darnos vuelta nos impactaba la cantidad demencial de gente. Cientos de miles de personas que se volvían puntos diminutos en la inmensidad. Finalmente, nos hicimos paso hasta la calle (luego de pasar por alambrados previamente tumbados por los que vinieron antes) y después de preguntar a los vecinos por el nombre de algunas calles, íbamos llegando a nuestros puntos de encuentro. Eran las 2 de la mañana. Hasta ahí, una salida dificultosa y no mucho más que eso. Nuestros celulares estaban sin señal hace rato y este sería un dato importante para lo que se vendría después.

Una noche de cristal que se hace añicos

A las 2 am llegué al micro que me traería de regreso. Con un amigo creíamos que habíamos llegado muy tarde, al límite de la tolerancia. Luego nos dimos cuenta que todos estábamos en la misma. Todos nos habíamos perdido y habíamos llegado con dificultades. Muy cansados, nos dormimos. Me desperté a eso de las 5 de la madrugada por la vibración de mi celular y vi que varios de mis amigos me habían enviado SMS preguntándome si estaba bien. Me pareció raro. Era la tercera vez que iba a ver al Indio y es normal que los celulares colapsen en esos eventos, por lo tanto era lógico que no me comunicara por un largo rato. Comencé a responder que “si, todo bien, por?” y allí me enteré de lo que ocurrió: “Hay muertos. Hospital colapsado. Hay chicos perdidos” me respondía un amigo. “Estaba muy preocupado”, me respondía otro. Ahí también me enteré que nuestro micro nunca había arrancado ya que uno de los chicos que había venido con nosotros aún no aparecía. Lo esperamos hasta las 7. Algunos fueron a buscarlo hasta el hospital. Finalmente partimos, masticando desazón.

La ruta a la vuelta fue un caos aún mayor que a la ida. Terminamos haciendo en once horas un viaje de cuatro. Al llegar, me entero de lo que había ocurrido. No se sabe aún con certeza, pero parece ser que en aquellos incidentes en el pogo habrían muerto dos personas, otras tantas estuvieron desaparecidas varios días, otras se quedaron varadas en Olavarría y otras tantas aún no aparecen. Evidentemente, hay muchas cosas para pensar. Desde muchos sectores esto les vino bárbaro para estigmatizar al público del Indio y endilgarle la responsabilidad al alcohol, los excesos y los controles nulos, cuando esto ya se venía realizando desde los primeros shows del músico. Algunos podrán decir que era cuestión de tiempo para que alguien muriera en un show. Otros, con argumentos razonables, encendieron la alarma respecto a la responsabilidad estatal, sobre todo de Luciano Galli, intendente de Olavarría que salió como fiador del predio La Colmena, tiempo atrás en convocatoria de acreedores. En conferencia de prensa se lavó las manos y , como bien señala el periodista Eduardo Fábregat: “el representante de un partido que inició su ascenso al poder destituyendo a Aníbal Ibarra por no cumplir los deberes de controlar un espectáculo público pretende ahora que lo que tuvo lugar en La Colmena fue un evento privado en el que el Estado no tuvo nada que ver.”. O como dice Horacio Cecchi: “El recital del Indio Solari en Olavarría derivó en lo que en parte carga su mitología y traía por anticipado a la ciudad que lo recibió, y lo que en parte resulta del uso interesado de esa mitología y que, en definitiva, no se tomó en cuenta para la logística de la ciudad por parte de las autoridades locales”.

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Podemos discutir y replantearnos si la llamada “misa ricotera”, ese ritual al margen de la legalidad pero legitimado entre sus seguidores, llegó a un límite. Para muchos, este sería el final de la carrera del Indio Solari. También es cierto que esto le dio rienda suelta a los cagatintas (un ejemplo) que vienen vilipendiando al cantante desde siempre, por alejarse del mainstream, por construir una fortuna bien ganada a fuerza de autogestión o por posicionarse políticamente en favor de un gobierno o de un proyecto político. Creo que es posible replantearse los límites de un ritual que, tal vez, llegó a su techo. Pero también es cierto que, ante el previsible desborde, las necesarias precauciones organizacionales y estatales se vieron aún más desbordadas (y aquí sí le cabe el saco de la responsabilidad a Solari). La justicia deberá esclarecer la responsabilidad sobre las muertes que, aparentemente, no habrían sido por aplastamiento sino por motivos más difíciles de desentrañar. Lo cierto es que el mandato periodístico de informar con responsabilidad no se está respetando, más bien se ve teñido de morbo y espectacularización. Si estos hechos decretan el final de los shows del Indio, más teniendo en cuenta su delicado estado de salud, será un epílogo injusto para su obra. Aún se espera que se exprese sobre lo sucedido, más allá de escuetos comunicados de Facebook ni siquiera firmados por él. Los acordes fueron, y siguen siendo, muy tristes.//∆z