Porque en definitiva todo se reduce a la memoria. Los lugares comunes serán tales, pero también pueden ser verdades. Sobre Un hombre normal, la adaptación que el dibujista y guionista Rubén Sosa hizo de dos cuentos de Enrique Medina.
Por Gabriel Reymann
En la Argentina no hay curaduría de historietas. Si tampoco hay una preocupación real por conservar cintas master de discos clásicos, o cantidad de películas clásicas (y no tanto) permanecen sin ser subidas al portal nacional de cinematografía, ¿qué podemos pretender de las historietas? Hay en particular una generación de historietistas, sucesora directa de Pratt y Breccia –Zaffino, Leopoldo Durañona, Gustavo Trigo, y entre otros, quien nos ocupa, Rubén Sosa–, que quedó cuasi-perdida en el tiempo, desconocidos para las generaciones lectoras actuales. Mérito y valía artística no les faltaba, y (¿dónde oí esto antes?) son más conocidos en Europa o Estados Unidos que en su propio país. Todo es política. Los lugares comunes…¿Puede la repetición de un significante terminar barriendo un significado? Sí, claro. Pero no por eso uno va a dejar de intentarlo, menos todavía si hablamos de memoria y 24 de marzo de 1976. Desapariciones, torturas, violaciones, bebés arrancados de sus madres, fosas comunes, cuerpos cuyo paradero al día de hoy se desconoce, obreros secuestrados en sus fábricas mediante apagones… ¿hay que seguir? Sí, hay que seguir. Se confunde fiero quien piense que todo eso fue dirigido contra la lucha armada/marxismo/peronismo más radicalizado: los empleados de turno vinieron a lograr que la colonia sea más colonia que nunca. Y la reprimarización de la economía no alcanzaba para eso: había que ir por los universitarios, los psicólogos, los actores –lo de la batalla cultural no es joda–. Tuvieron tanto éxito en la empresa que se les fue la mano y debieron irse solos.Pero cada tanto se alinean los planetas, aunque sea por un rato. En el 2016, por iniciativa del guionista Diego Agrimbau —que contactó a la familia para que cediera las obras—, en la Biblioteca Nacional se organizó una muestra sobre Rubén Sosa, a manera de puesta en valor de su obra. El catálogo son los cinco capítulos que Sosa realizó bajo el nombre de Un hombre normal. La historieta es una adaptación de dos textos de Enrique Medina —amigo del propio Sosa—: “Las Hienas” y “El Duke”. Su realización comenzó con Sosa viviendo aún en el país (los dos primeros capítulos, 1976) y concluyó ya radicado en Italia —donde, como en Francia, se empezó a publicar, aún con seudónimo—. El catálogo se distribuía gratuitamente en visita a la muestra, pero ya no se consigue más, y no falta algún descerebrado que pide fortunas por él en Internet; a no desesperar, se puede leer en PDF acá.Quien esto escribe es ferviente enemigo del soporte digital para cualquier tipo de consumo cultural. Dadas tanto las condiciones de su difusión como su particular contenido, Un Hombre normal amerita hacer una excepción. El guion se acerca a la vida de lo que estimamos es ser un parapolicial, en tres planos de acción: su vida familiar, la limpieza obsesiva de insectos, en particular cucarachas (ay, esa resignificación a la luz del presente), y el vejamen y tortura de “subversivos” —por supuesto esos dos últimos planos corren en paralelo, en función de la comparación—. Hay en el prólogo una cita a la famosa teoría sobre la banalidad del mal de Hannah Arendt, y va bien encaminado; el guion busca presentar a estos auténticos hijos de remil puta como criaturas no precisamente desbordantes de muchas luces, convencidos ciegamente de su tarea —eso sí, siempre siguiendo órdenes—. Sosa se tomó en serio la labor de construir al protagonista: todos los capítulos (salvo el cuarto) están contados desde su punto de vista y lo muestran como un tipo interesado por la cultura —muchas veces parece hablarle más a un tercero imaginario, intentándose desmarcar de sus “colegas” —, sensible, dedicado a la pintura, apasionado por sus hijos —no tanto por su esposa—, que se comunica mediante sentencias asertivas (algo así como aquel regalo de Aldo Rico: “la duda es la jactancia de los intelectuales”). Inclusive en el aspecto visual/gestual Sosa acertó plenamente retratándolo con una mirada muerta, psicopática. No es muy antojadizo establecer un paralelismo entre este mano de obra y aquel que encarnara Rodolfo Ranni en En Retirada, un sorete malparido apasionado por el lado sensible de la jardinería.A nivel argumental, cada capítulo se pasea por el catálogo de bajezas esperables: violaciones, torturas, homicidios pasados por asesinatos (¡inclusive se adelanta al Mundial ’78 como cortina de la más abyecta violencia!); no se regodea en lo explícito, pero si hay algo que no hace, es escatimar en impacto. El último capítulo es el más metafórico y literal al mismo tiempo a nivel contenido; se acerca al plano de lo civil y es imposible pasar por alto esa escena de los ancianos diciendo que “los políticos son todos corruptos y hace falta mano dura”.Cuenta la leyenda que alguna vez Don Van Vliet —más conocido como Captain Beefheart— encaró a su guitarrista Zoot Horn Rollo, abolló una hoja de papel delante suyo y le pidió que su guitarra sonara de esa manera. Esta simpática anécdota puede ser el paralelismo más accesible para empezar a hablar del increíble apartado gráfico de la obra: esa maraña de líneas que inscribe Sosa en la hoja para empezar a moldear la angustia, el dolor, el sufrimiento (y el sadismo) de los personajes que pueblan la historia se ve bastante cerca de un objeto abollado. Artista harto reconocido en Europa (fue miembro de la Birmingham Watercolor Society), su acercamiento gráfico es tan rico y tan pasible de ser vinculado con otros titanes de la historieta que es un desafío no caer en el enciclopedismo. Como ya se ha dicho, muestra una impronta salvaje entre barroca y expresionista, pero con una batería de matices para exhibir. Hay barroquismo más elegante y fino (lo más recargado puede estar cerca del laburo que el filipino Alfredo Alcalá hizo en esa época; se ven personajes definidos únicamente con contornos, al estilo del Esteban Maroto —también de esos años— más deudor de Mucha y el Art Nouveau); hay contornos brutales de blanco y negro que, claro, uno no va a dejar de vincular con el sinónimo par excellance de ese estilo —el Viejo Breccia—, pero puede asomar una similitud con Jim Steranko, que, en ese momento, estaba explotando la estética del contraste en obras como Red Tide (la demente composición de la página 67 es parte Steranko / parte Crepax; no es seguro que Sosa tuviera el conocimiento, sobre todo de Steranko, pero los procesos y resultados similares no dejan de llamar la atención), y sin ser excesivamente antojadizo, en la construcción de efigie muerta del protagonista, hay algo de ese Carpani más pétreo y monolítico.Ese salvajismo argumental y estético también se plasma en el encuentro de ambos planos: la narrativa. Sosa logró experimentar visualmente, pero también en la manera de contar; no muchos dibujantes de historieta pueden reunir ambas condiciones. La ya mentada comparación con Guido Crepax no es arbitraria; el famoso montaje analítico que el arquitecto italiano tomara del cine abunda como recurso narrativo dinámico (para los no iniciados, el montaje analítico pone énfasis en encuadres cortos, sucesivos y detallados; tratándose de cómics, esto es más fácil de lograr con viñetas pequeñas y numerosas con zooms inusuales). La elección respecto a dónde poner la cámara —perdón, el ojo— también es significativa: contrapicados, cámara al ras del piso o inclusive desde el cuerpo de un chupado en el asiento trasero de un auto; Sosa no retaceaba ángulos para enriquecer el relato. Y en una historia donde la acción principal es, en definitiva, la disposición de las subjetividades ajenas, el cuerpo y su lenguaje —de sumisión, claro— es fundamental. Se ven desplazamientos temporales del cuerpo al estilo del viejo futurismo italiano, pero el hallazgo propio más radical se ve por ejemplo en la página 37: cuatro viñetas, la última ocupa el grueso de la página, y si bien no tiene contornos, está delimitada internamente por la acción física (la paliza que se come el pibe); los cuerpos delimitan los espacios secuenciales, respaldados por un grafismo rasgado que refuerza la sensación de arrastre cinético.Quizá la mejor película de terror de la historia del cine argentino sea Juan, como si nada hubiera sucedido, aquel impactante documental dirigido por Carlos Echeverría sobre el único desaparecido en la ciudad de Bariloche durante el Proceso. La sensación de asco y repulsión que produce Un Hombre normal no le va a la zaga a la que producen los milicos que aparecen dando testimonio en el film. En ambos casos, atravesarlo es necesario, porque ya lo sabemos todos: entender cambia la vida. //∆z