El escritor chivilcoyano habla sobre su última novela, Cameron, y sobre su toma de posición frente al terreno de la cultura.
Por Matías Buonfrate
Foto de portada por Selina Haberland
A mediados de septiembre nos reunimos a charlar con Hernán Ronsino. A partir de Cameron (Eterna Cadencia, 2018) hilamos la relación entre el espacio y la memoria en la literatura, su vínculo con la sociología y la docencia y la realidad actual de las políticas estatales para con el campo cultural. Aun con la reciente (des) organización del gabinete ministerial todavía tibia, logró enumerar espacios de resistencia en medio de la coyuntura.
AZ: ¿Cómo fue el proceso de construcción o reflexión sobre el espacio en Cameron? Es casi como un protagonista.
Hernán Ronsino: Es verdad que la cuestión del espacio aparece muy determinante. Aparece como una materialidad que se empieza a desplegar, se transforma en un contexto para que sucedan cosas ahí dentro. Fue como una necesidad de desplegar un escenario, una escenografía, y poder estar contenido ahí. Pero también me pregunto cómo sería si no fuera así, ¿cómo sería una novela que no trabajara con algo territorial? En el caso de Cameron está reforzado, el territorio se vuelve importante para la estructura del relato con la idea de reforzar ciertos íconos: el puente, el aeropuerto.
AZ: ¿Tiene un mapa? ¿Lo pensaste así?
HR: En este caso fue apareciendo así. Nunca hice un mapa de esta ciudad, el arriba y el abajo, en el sentido de los barrios altos quiero decir, en ese sentido la materialidad de la narración también involucra al espacio como un lugar que está involucrado en la historia. El puente tiene que ver con lo que se cuenta, el barrio alto también. Aparece algo como una necesidad de que se confunda el espacio con la historia. Me parece que en ese sentido hay continuidades con las otras. En Glaxo (2009) el territorio y el barrio es predominante.
AZ: Da la impresión de que es un pueblo Argentina pero con otra infraestructura…
HR: No pensé en un lugar concreto. Tiene elementos, me gustaba que aparecieran cosas que no hay en Chivilcoy. Montañas, nieve, aeropuerto, un río atravesando la ciudad, para marcar la distancia. Pensaba que esos elementos espaciales tomaran distancia del pueblo pampeano. Pero la idea de materialidad me gusta cada vez más pensarla, como cuando pintás un cuadro con una materia espesa y densa.
AZ: Te referís al lenguaje…
HR: A cómo el lenguaje recrea un espacio y a cómo el lenguaje se detiene a implantar en ese espacio un objeto o una situación determinada. Me parece que siempre termino rodeando a partir de detalles puntuales una cuestión. En Cameron hay una insistencia en marcar el detalle de la mirada del protagonista.
AZ: Hablando de la materialidad, la extensión de la novela te lleva a ser más detallista, ¿cómo definiste cuándo terminaba?
HR: Sentía que la historia no podía durar mucho, porque había una intensidad en torno a ese personaje que no se podía sostener mucho más. Es una sensación corporal también. Algo que de pronto se desconecta de la misma manera que se le apaga la batería a un objeto electrónico. Hay una sensación de desconexión adentro, en el momento de escritura, hay algo que llega a un lugar. Tiene que ver con una sensación física y con algo que está pasando en el texto en el orden del ritmo del lenguaje y de lo que estás contando. Una ecualización entre el sonido del texto y la peripecia.
AZ: En función de esta materialidad del lenguaje, como instituyente de una otra realidad, ¿cómo experimentaste la escritura? En Lumbre (Eterna Cadencia, 2013) parece que los recuerdos y los lugares pueden ser restituidos a algo anterior. En Cameron está la cuestión de armar el lugar y a la vez proveerlo de memorias.
HR: En el fondo la única geografía que existe es la que va construyendo la lengua. En Chivilcoy el espacio era imaginario, más cercano pero el resultado de un trabajo con el lenguaje. Ese espacio con este no tiene tanta diferencia, porque la apelación a la memoria y lo afectivo la producís con el lenguaje, más que con lo vivido. No tenés que tener una experiencia ahí para producir esa evocación. En esta novela a diferencia de Lumbre en especial, en donde opera un mecanismo más cercano a la memoria involuntaria de (Marcel) Proust, donde un personaje va por un lugar ya vivido y se le despierta una evocación involuntaria. En cambio acá la memoria que se despierta no es tan proustiana sino… yo la siento más cercana a un modelo becketiano.
(Samuel) Beckett escribe un ensayo extraordinario sobre Proust, pensando y analizando su obra. Empieza diciendo que Proust tenía mala memoria. Para mí es un modelo contrapuesto, por ejemplo la trilogía Molloy, Malone muere y El innombrable. En esas tres novelas la operación de descomponerlo todo es impresionante. El físico de los personajes se descompone, en El innombrable la lengua se va desgarrando.
En Molloy, que es la primera, el personaje anda en muletas y junta piedras de la playa y se las guarda en los bolsillos que lleva y antes de guardarlas las chupa. Contrapuesta a la madalena de Proust, que moja en el té y se viene a su pueblo… Este personaje de Beckett es la memoria árida. La memoria de la no evocación, es chupar piedras.
Por eso digo una memoria becketiana que sería una memoria árida no evocativa. En Cameron, si bien no es ese modelo extremo porque evoca recuerdos de su infancia, el personaje está en esa línea donde la memoria es una memoria empastillada, alucinada.
En Lumbre, la memoria ya es como un cuerpo vivo, todo se despliega en función de lo que despliega la memoria.
AZ: ¿Este cambio tiene algo que ver con alguna táctica de pensarte para otro público?
HR: Es que no… ¿qué es el público? Escribo lo que puedo escribir, lo que me generan ganas de escribir. Buscar algún recoveco por ir, por soltar la escritura. El cambio tiene que ver con que escribir una novela más sobre ese universo y esos personajes era impostado. No me daba nada de placer.
No pienso en el lector en el sentido de que no me puedo imaginar un lector. La pregunta por el público siempre es una pregunta para la crítica o la sociología dela literatura. No sé quien hoy en día puede comprar un libro con lo que vale.
AZ: Me refería a un lector imaginario antes que a un comprador. Editás acá, en Francia, Alemania… No es lo mismo escribir cuando ya la obra tiene otro tipo de alcance. Quizás ese alcance te determina a escribir de Chivilcoy para siempre.
HR: Cuando empecé a escribir Lumbre quería escribir una novela que fuera lo más distinto a Glaxo. Cuando la terminé sentí que esa novela no la iba a traducir nadie, pero se tradujo. En el proceso de escritura había una idea de escapar de eso que había por ahí funcionado. En Cameron también.
AZ: Cameron no es fácilmente comparable a tus novelas anteriores.
HR: Si vos planeás que la novela funcione de determinada manera, estás perdido. No hay modo, ¿cómo hacés? ¿Qué podés hacer? No es un plan que pueda influir en algo calculado, porque no sabés qué te sale, no sabés qué carajo hacer.
Me parece que eso es lo más interesante de la escritura, enfrentás un nuevo proyecto cada vez. Si ya escribiste algunos libros tenés el desafío de no reproducir los tics y las gambetas que te salieron antes, de evitar esas huellas. A la vez debés buscar lugares nuevos por los que no anduviste.
AZ: ¿Y la postergada Una música?
HR: Estoy trabajando en eso, porque la escritura de Cameron me cambió completamente la relación que tenía con esa otra novela. Estoy en un proceso de meditación profunda (risas). En ese sentido, lo que yo tenía como certeza o plan o destino se modificó. Pasé por muchas decisiones, ya las contaré cuando sea una realidad. Por ahora es un título.
AZ: Cómo relacionás tu trabajo como docente con tu proyecto de escritura…
HR: Es un complemento. Es poner el cuerpo en un espacio colectivo, a diferencia de la escritura y su escenario más solitario y el soliloquio interno. Di clase el otro día después de las semanas de paro y fue como ir al gimnasio y salir cansado. En el fondo la finalidad de la docencia podría enmarcarse también en esa idea de desenmascarar o desmontar cosas, esa idea me gusta. Un aguafiestas que desenmascara…
Pensaba la relación con la sociología. Siempre los veo como espacios distintos. Hace poco llegué a una definición que me gustó. Encontré en un ensayo de (Enrique) Vila-Matas una idea que me permitió reconciliarlas en algún punto. Hablando de la escritura él cita a (Patrick) Modiano y dice que la escritura busca de alguna manera mostrar lo que está oculto en el lenguaje o hacer que la lengua suene de un modo distinto de lo cotidiano. Esa idea de lo oculto, que la escritura te muestre las cosas de otra manera, me hizo pensar en una definición de (Pierre) Bourdieu, donde dice que la sociología tiene que mostrar los poderes ocultos que están detrás de lo cotidiano. También con esa idea de desenmascarar y desnaturalizar. Me pareció que funcionando y operando de distintas maneras, tenían como una finalidad similar. Yo me siento cercano a esas dos posturas. En la escritura, buscando que el lenguaje vibre de un modo distinto a como suena la cotidianeidad.
AZ: Hablabas de pequeños poemas en prosa…
HR: Me parece que la manera de vibración que busco tiene que ver con la poesía en la narración.
AZ: Tu primera traducción fue a través del Programa Sur.
HR: Casi todas, excepto la de Gallimard.
AZ: También fuiste docente en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires. ¿Tenés una reflexión sobre la relación entre el escritor y el Estado?
HR: En términos personales, me gusta intervenir con libertad tanto haciendo cosas con una propuesta estatal o privada en la medida en que eso no condicione mi trabajo. Si yo puedo hacer lo que quiero hacer y no se meten con en el contenido, prevalece eso. El trabajo por encima de para quién lo hago. Y también para qué va a ser usado. Esos son los límites.
En el plano de la literatura y de otras artes, me parece que los creadores están a la intemperie. Es una dificultad enorme pero que al mismo tiempo despunta una potencia, que es la de hacerte solo. Una libertad condicionada por la dificultad, un salvajismo potente.
El Estado tiene políticas voluntaristas, a veces focalizadas, que no duran mucho tiempo, como las del Fondo Nacional de las Artes o la de la Bienal, que se retomó después de tantos años. Pero no hay una política sostenida en el tiempo. En otros países de América latina sí la hay. Acá no hay y eso nos pone en una situación de desamparo.
Me parece que la situación es como de intemperie y de tener que desplegar estrategias para hacer lo que te gusta hacer porque no hay mucho acompañamiento. Salvo cuando había un campo cultural un poco más sólido, o cuando la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) era fuerte, había revistas que representaban distintas versiones ideológicas y premios del estado. Pero eso se quiebra, después de los ‘60.
En una entrevista (Ricardo) Piglia decía que Respiración artificial había vendido veinticinco mil ejemplares. Una novela complejísima, muy académica. ¿Si saliera hoy a cuántos podría llegar? Creo que algo se quiebra después de los años ‘60, ‘70, que impacta en las instituciones que arman el campo cultural y en esa idea de mercado público, que puede estar interesado en eso. ¿Para qué sostener al escritor? ¿Para qué un premio? ¿Si todas esas cosas son resultado de un campo que está articulado?
Aunque hay épocas en que se rearticula el circuito de editoriales pequeñas y hay cierta vitalidad ahí.
AZ: En base a ese diagnóstico del campo, ¿qué tratan de aportar desde la revista Carapachay?.
HR: En principio es un espacio digital del que pudimos publicar varios números. Es un espacio en donde podemos jugar con la idea del ensayo y de la ficción. Lo hacemos con mi compañero Luciano Guiñazú, los dos sociólogos. Esa pata que nos convoca es la sociología pero también la ficción. De alguna manera refleja esa diversidad de formación, la de la sociología y de la literatura conviviendo ahí. Pero no hay mucha más pretensión que por ahí abrir el espacio para algunos debates que nos interesa plantear. Pensar lo que va pasando más coyunturalmente.
Más que nada intervenimos desde las entrevistas. Con (Daniel) Santoro, el pintor, por ejemplo, una entrevista que la hicimos después de que ganara Macri, fue una entrevista muy interesante sobre ese momento y en qué quedaba convertido el peronismo después de la derrota. La de Horacio González fue una entrevista más centrada en su ficción. Tuvimos la entrevista con el poeta Alberto Muñoz, que a mí me gusta mucho y fue el guionista de Okupas y tiene una obra muy interesante. Es una revista para pensar algunas cosas y para publicar a un montón de gente.
AZ: ¿Le ves algún valor a lo digital como soporte?
HR: Sí, un valor enorme. La revista llega a un montón de gente, más o menos serán tres mil lectores. Eso en una revista en papel es muy difícil.
Antes hicimos otra revista, con más gente, en papel. La diseñábamos, la mandábamos a imprimir, la íbamos a buscar a imprenta, la distribución en los kioskos, todo ese trabajo disolvió la revista. Al mismo tiempo, no se vendía. Era demasiado costoso, un sacrificio que hacía que todo ese trabajo intelectual no tuviera una llegada. La digital nos parecía que anulaba ese trabajo tan desgastante y después vimos que llegaba. Toda esa experiencia devino en hacerla digital y encontramos el formato para centrarnos en debates de contenido y no tanto en la operatividad de distribuir. Encontramos el mejor formato posible para seguir sosteniéndola y para también seguir sosteniendo la amistad.
Descubrimos más libertad, en el sentido de que en la revista gráfica hay limitaciones físicas. Acá, si alguien nos manda un texto de dieciséis mil caracteres subimos la nota entera, y el que quiere la lee. Es un poco anacrónico para internet, pero aprovechamos la posibilidad del formato para publicar cosas no recomendadas para la web.
AZ: ¿Qué reflexión tenés con respecto a las políticas culturales de este gobierno y su impacto sobre el campo?
HR: En principio siento que la vitalidad que vemos de la Feria de Editores, el fenómeno de la aparición de editoriales independientes y otros movimientos relacionados, se dieron con las posibilidades que fue generando la economía kirchnerista en el sentido de la expansión económica de esos años. Me parece que eso se amplió en la medida en que esa economía lo permitía.
Soy muy crítico con la política cultural que tuvo el kirchnerismo. Si bien crearon el Ministerio de Cultura, me parece que lo más potente pasaba por la Biblioteca Nacional, lo que hacían Horacio González, María Pía López… El resto de las políticas fueron suaves, se podrían haber hecho muchas cosas en esas condiciones y no hubo mucha fuerza.
Obviamente, que cambie de Ministerio a Secretaría me parece una atrocidad, me parece que no se está pensando. Sacar Salud, Trabajo, Cultura, Ciencia y Tecnología, son todas cosas que parecieran hechas con el criterio que usaron de “la grasa militante”, pareciera lo que es secundario. Lo que importa es la ecuación macroeconómica y todo lo demás se tiene que acoplar a eso.
Pero veo que hay una revitalización del Fondo Nacional de las Artes, que en el gobierno anterior estaba inmovilizado, no se actualizaban las becas. Hay concursos más convocantes, con más posibilidades. Todo lo que se había avanzado en la Biblioteca creo que retrocedió. No hay política sostenida en el tiempo, porque están en coordinación con un gobierno que no piensa en eso. Es la restauración oligárquica, no es nada nuevo, nos sorprende a nosotros porque… ¡otra vez! Nos molesta porque lo sufrimos, porque se sufre en serio esta política.
Más que una oligarquía, es una clase financiera desbocada la que nos gobierna. Contra eso solamente hay que seguir peleándola. Las alarmas están encendidas porque, si no, avanzan. Es difícil poner un freno, pero hay que hacerlo.
Hay algo que tomó forma, que se vio en la Feria de Editores, que es algo muy novedoso. Creo que en los noventa no existía y antes tampoco. Las condiciones de producción no lo permitían. Hay gente que lo está estudiando, pero es un fenómeno nuevo. Hay algo que me parece que está coagulado. Me parece que es algo que va a resistir. En el corto y mediano plazo creo que va a sostenerse.
Para mí los ciclos de lectura siguen siendo un espacio de encuentro y de circulación que hacen que más allá de las diferencias estéticas sean un espacio de articulación. Aunque lea gente que piensa distinto. También están apareciendo grupos como la Unión de Escritoras y Escritores, una especie de sindicalización.
Después de los despidos de Telam, participé de alguna reunión, se armó un librazo. El grupo se llama Trabajadorxs de la Palabra. Son muchos escritores y escritoras, muy distintos entre sí, que se reúnen en asambleas para actuar en situaciones concretas. Eso está pasando y no lo puedo dejar de pensar sin este contexto de florecimiento de nuevas formas de encuentro en las lecturas y de publicación. Escritores y escritoras de espacios muy distintos que están poniendo el cuerpo para resistir estas políticas.
AZ: Para terminar, ¿qué estás leyendo en este momento?
HR: Teju Cole, un autor nigeriano norteamericano, esta es su primera novela, Cada día es del ladrón. Después de vivir en Estados Unidos vuelve a Lagos. Recorre todo el país pensando en la posibilidad volver ahí a vivir. Es un viaje de decisión. Está la cuestión del dinero, la corrupción cotidiana en cada cosa como eje. Tiene otra novela, Ciudad abierta, que es todo un recorrido por NY. Un personaje camina.
AZ: Se parece a algo…
HR: La escritura es muy distinta a la mía. Tenemos la misma edad, pero es fotógrafo. En cada capítulo hay fotos de la ciudad. Tengo otro librito sobre el proceso de escritura, La partida fantasma (de Leonardo Sanhueza). Y una novela de Federico Galende, La historia de mis pies. También sobre un personaje que camina por Santiago de Chile, que es como un flâneur. //∆z