La banda regresó a los escenarios por única vez para celebrar los diez años de su primer disco, Una especie de mutante.

Por Juan Martín Nacinovich

Fotos por Nadia Guzmán

Cuando los Go-Neko! aparecieron en el circuito hace más de diez años, lo que hicieron fue novedoso por varias razones. Principalmente porque el circuito no existía como tal, era un pantano cargado de desbarajustes y atrofia. En segundo lugar, porque no solo se insertaron con creces sin tener una primera voz, sino que rápidamente se consolidaron junto a bandas como El Mató o Prietto viaja al cosmos con Mariano, abordando un género como el post-rock, que por estos lares todavía no había sido investigado más que por Hacia Dos Veranos. Si encima a eso le sumamos la hibridez de su pulso motorik, tradición del kraut alemán pos Segunda Guerra, el combo final resultaba tan innovador como apabullante. ¿Quiénes eran estos tipos?

Ritmos de ultra velocidad, una pared de guitarras filosas que se resquebraja en distintos tramos de la canción, una base de batería estruendosa ininterrumpida, el bajo que la acompaña mientras genera texturas, sumando el brillo de las teclas, perillas y sintetizadores, quizás la pincelada mágica de todo el asunto. En definitiva, un mejunje particular que deriva en un post rock espacial único, con una retórica de guerrilla y de liberación, con momentos estridentes y alguna que otra disonancia. Go-Neko! se mantuvo activo desde el 2004 hasta el 2013, editando dos larga duración y un EP y ganándose el estatus de banda de culto. Tras cinco años de ausencia, volvieron por única vez en una noche nostálgica en el Teatro Margarita Xirgu.

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Da gusto cuando se produce una simbiosis perfecta entre el primer acto y el acto principal. La apertura de la noche no fue una decisión aleatoria en absoluto. Post Go-Neko!, son contadas las bandas que hicieron leña del árbol caído y continuaron experimentando con la tónica post-rock. Aparecen Bosques, los Atrás Hay Truenos de Romanza, D.I.E.T.R.I.C.H., los propios Super 1 Mundial (una reestructuración luego de la disolución de Go-Neko!), y claro: La venganza de Cheetara. El trío formado por Angeles Rojas en teclados, Angie Cases Bocci en guitarra y Fede Miyashiki en batería se presentó por primera vez en la sala de San Telmo implementando el mismo modus operandi que en su primer largo Valles (2016): un inicio machacante (“Cobra Kai”, “Keet it Gangsta”), la tranquilidad después de la tormenta (“Komorebi“; “Mística”, del primer EP The Cat, “Nueva Playa”) con un clima que, poco a poco, se vuelca en un in crescendo sostenido hasta el final demoledor (el inédito “La tierra debe ser advertida”, “Trasandino”).

Miyashiki es la base rítmica: pasa de un golpe atronador a un susurro en segundos, aportando una capa sofisticada de jazz. Cases Bocci es la melodía a base de guitarrazos gancheros y Rojas, desde las teclas, mantiene literalmente una mano en cada uno de los extremos. Sin embargo, por momentos, los roles cambian y las canciones se enaltecen. La venganza de Cheetara es una banda de sutilezas, que se hace grande en los detalles a través de una paciencia envidiable, propia de los Yo La Tengo cuando Ira Kaplan desenchufa la distorsión momentáneamente y Georgia Hubley toma la posta.

Minutos después de terminada la primera presentación, se abrió el telón y los cinco integrantes de Go-Neko! estaban parados en línea recta, deformando la tradicional escuadra de banda de rock con las guitarras de Peta D’Agostino y Manu Gómez a los costados, la batería y los teclados de los hermanos Tom y Pipe Quintans, respectivamente, enfrentados en el centro de la base de operaciones junto al bajo de Mariano Neko. En el fondo, las gigantografías de Mike Ontry y 8th Man hacían las veces de custodios guerrilleros.  De vuelta, se repitió la misma fórmula sin un protagonista claro, sin un líder natural. El quinteto se complementa de tal manera que en todo momento están potenciando el paisaje sonoro.

Si bien la excusa era la celebración de los diez años de Una especie de mutante, también tocaron una gran parte de su segundo disco, Los malos de verdad (2011), donde habían insertado samples de discursos de líderes revolucionarios como Salvador Allende (“No tengo otra alternativa”) y el Che Guevara (“Hago mal en mirar a los muertos”), otros apenas audibles y, también, fragmentos de cine clase B. Con una intensidad valvular y un sinfín de cambios climáticos repentinos, fueron alternando canciones de los dos álbumes y de Muerte a la máquina fantasma (2013), su último EP: desde “Hum-On” y “Los niños Beta”, pasando por “Sub-Comandante Brown” y “Baterías diesel y chatarra nuclear”, hasta “14 de junio”, “Tumba Rancho” y “8th Man”, con arenga onomatopéyica incluida por parte de Tom Quintans (el único contacto de uno de los músicos con un micrófono, sin contar el agradecimiento final).

Mientras tanto, el público, dividido por generaciones, replicaba su efusividad de distintas maneras. Hubo pogo, hacía el final hubo mosh, hubo ojos cerrados y sonrisas pronunciadas. Para algunos fue un ejercicio nostálgico, volver a ver aquella banda de principios del nuevo siglo; para otros fue debut y despedida, un acto tan iniciático como de terminación. Porque la realidad es que, a diferencia de Jaime Sin Tierra o Suárez, este regreso se anunció con fecha de caducidad. Fue un concierto único e irrepetible, al menos dentro de lo que comprende un futuro cercano. //∆z